Me levanto, pongo a hervir un huevo y me meto a bañar. Gasto más tiempo del que necesito en la ducha, porque llegan a mi cabeza todo tipo de pensamientos y fantasías, y les doy más vueltas de las necesarias.
Salgo, me visto, voy de nuevo a la cocina y pongo a preparar el café. Me esmero en que las cantidades de agua y café sean las exactas para que quede con la intensidad que me gusta.
Al huevo todavía le faltan quince minutos, así que me siento en el comedor y me pongo a mirar el celular.
Es ahí cuando comienzan los martillazos. Desde hace un par de días están en obra en un apartamento del piso 8, pero por la intensidad de los martillazos parece que lo estuvieran demoliendo. A veces, acompañó el compás de los golpes con mi mano derecha golpeando la mesa, y juego a inventarme ritmos que mueren, cuando el obrero se detiene de un momento a otro.
Ya pasaron los quince minutos así que me pongo de pie, voy a la cocina, saco el huevo de la olla, y lo sumerjo en agua fría. Después lo pelo y logro desprender la cascara fácil. Ese, creo, es el secreto para pelar un huevo y evitar que quede mordisqueado.
Vuelvo al comedor me siento y le doy un mordisco al huevo en una de sus puntas. No veo la yema por ningún lado, luego le hecho sal y le doy otro mordisco y nada que aparece, otro más y todo sigue blanco.
Me pregunto si me toco un huevo modificado genéticamente en un laboratorio, un capricho para esas personas que, como yo, no son tan fanáticas de la yema. Alguna vez leí que eso estaban haciendo con algunas frutas para que no tuvieran semillas, en fin.
En el siguiente mordisco por fin aparece la yema, ya me estaba asustando.
Por alguna razón relaciono los martillazos con mis mordiscos al huevo. Se me ocurre pensar que en vez de una remodelación, los obreros intentan obtener algo que está enterrado en las profundidades de ese apartamento.