Nos encontramos en una peluquería. Una mujer habla por celular a grito herido, para superar un barullo de ruido que incluye secadores de pelo, conversaciones, risas, uno que otro carro que pasa por la calle y una emisora que suena sólo porque sí, pues nadie parece ponerle atención, y resulta difícil precisar si transmite noticias, música o un programa de aguinaldos navideños.
No hago ningún aporte a la cacofonía del lugar. El peluquero que me atiende es sordo y, parece, también mudo, así que no tengo que esforzarme en hacer una conversación floja sobre el clima o si la clientela del día está buena o no. Nos comunicamos por un lenguaje de señas básico, universal y positivo de pulgares hacia arriba. El hombre corta bien el pelo y no recuerdo como le hice entender, cuándo lo conocí hace un par de años, cómo quería que me peluqueara. Lamenté esa temporada en la que se desapareció; según un rumor, le había hecho algo mal a una clienta que, seguro, no era buena en el lenguaje de señas positivas.
“Si, como te dije, nosotros viajamos mañana muy temprano. Si, es un viaje que teníamos planeado desde mitad de año. Lamento no poder acompañarlos más tiempo, pero en la tarde, si Dios nos da vida, si el señor lo permite, pasamos por la funeraria para acompañarlos un rato.”, dice la mujer.
“Que irónico sería morir camino a un funeral” pienso, aunque sabemos que la muerte, cuando se trata de desafiar el curso de lo "normal", no tiene piedad alguna con nosotros.
Dicho eso, a veces pienso que entre las múltiples obligaciones que debe tener Dios, una de las más importantes es sentarse a querer quién si y quién no, si ustedes me entienden.