Quedo de verme con A. a las 10:30 a. m. Me envía un mensaje y me dice que no alcanza, que mejor a las 11. Le respondo que no hay problema y antes mejor porque ya me veía llegando tarde.
Finalmente nos encontramos a las 11:30 y no se puede demorar porque tiene que recoger a su hijo dentro de una hora, pero igual charlamos un rato y, me parece, tenemos una conversación productiva a pesar de su corta duración.
Cuando nos despedimos me pregunto: ¿Y ahora qué?
Comienzo a deambular sin rumbo alguno y un vacío en el estómago me recuerda que ya es la hora del almuerzo. ¿Pero solo?, y pues sí, qué carajos, no entiendo bien porque andar solos está tan satanizado.
Me doy cuenta de que estoy cerca de ese restaurante mexicano que tanto me gusta y comienzo a caminar hacia el lugar. Antes de llegar ya sé que voy a pedir: 3 taquitos, 1 al pastor, 2 de camaron con salsa chipotle y una ginger con hielo y rodajas de limón.
Ya en el lugar de todas formas vuelvo a mirar la carta y me entero de que lo tacos de camarón también llevan piña. Que buen dato, le podría echar piña sin problema alguno a todo lo que me como.
Cuando mi pedido llega a la mesa, el mesero también trae una botella de salsa picante. La etiqueta dice: Del primo, salsa habanera roja, y a esa frase la acompaña un dibujo de un hombre con bigotes largos, sombrero y chiles rojos y verdes a su alrededor.
Es ahí cuando debo efectuar una operación precisa, pues quiero echarle salsa a los tacos, pero solo unos punticos porque se ve demasiado picante, entonces le quito la tapa y la inclino lentamente para derramar la cantidad exacta.
Muerdo el primero, me pico lo justo, y determino que la operación fue un éxito.