Hago fila para comprar un capuchino. Mi único dilema del momento es si debería acompañarlo con una galleta o una torta de zanahoria. Cuando estoy a punto de llegar a la caja, uno de los baristas pronuncia el nombre de uno de los clientes en voz alta para entregarle su pedido. Según lo que entiendo, pregunta varias veces por un tal Yemín.
Yo y otro par de personas que estamos cerca le hacemos caras para indicarle que ninguno de nosotros se llama así. El barista deja de mirarnos y continúa repitiendo el nombre sin cansancio: Yemín, Yemín, Yemín. De repente, un señor se acerca a la barra y, eneun tono agresivo y furioso, dice: “Es Jemín. ¿Pero qué idioma hablan ustedes, acaso no es español?”
A mí, como dice Juan Luis Guerra, se me subió la bilirrubina, tipo conflicto, y pensé: “¿Pero quién se cree este gran pendejo?” Estuve a punto de meter una cucharada verbal bien ácida; habría sido algo como: “¿Pero qué espera con severo nombre tan feo?”
Fiel a mi premisa de no enredar mi caminao’ con completos desconocidos, decidí no hacer nada y solo le regalé una de mis mejores miradas de: “¿Señor, qué putas le pasa?” Acto seguido reclamé mi café y dejé a Jemin, Yemin o como sea que se llame, solo con su neurosis.
De ahora en adelante, a cada Jemin que conozca en mi vida le diré Yemín para ver cómo reacciona.