La alarma del celular lo arranca de los brazos del sueño. Juan Pablo estira un brazo, apaga el aparatejo y despega los ojos para mirar que hora es. 5:00 a.m. Una hora antes del momento en que pensaba despertarse. Esa alarma que acaba de sonar, la intrusa, hace parte de las mil alarmas que tiene configuradas en su celular, y que olvidó desactivar.
Le gustaría ser como uno de sus amigos que, todos los días, sin falta alguna, se despierta a las 4:30 a.m., medita, hace ejercicio y luego le prepara el desayuno a toda la familia. Por las tardes, cuando él estaría con ganas de echarse una siesta, su amigo, en cambio, practica escalada. No entiende de dónde saca tanta energía.
Da media vuelta, cierra los ojos e intenta dormirse de nuevo, pero no puede. La alarma de los mil demonios dañó el cauce de los eventos: dormir hasta las 6, y luego ver qué tiene el mundo por ofrecerle el día de hoy. A modo de protesta decide quedarse en la cama hasta esa hora, echando globos sobre la existencia, la suya y la del mundo.
El tiempo, que se elonga y se contrae como le da la gana, pasa rápido, y cuando está tejiendo una fantasía con una mujer de pelo crespo con un aroma de flores en una primavera holandesa—no tiene ni idea qué significa eso, pero está en todo su derecho de elucubrar su fantasía de cualquier manera, por más disparatada que sea—, suena la alarma, la verdadera.
El hombre del que hablamos siente que la vida, la suya por lo menos, volvió a tomar el cauce natural, si es que las vidas tienen eso; se levanta y va a la cocina a prepararse el primer café del día.
De los métodos que conoce para prepararlo: Prensa francesa, cafetera italiana y con filtros de papel, la prueba y el error lo ha llevado a la conclusión de que el mejor es el segundo. La rescata del mueble de las ollas, la mira como el amante enamorado a la mujer que desea, y luego toma el pocillo—el de la figurilla de Gaudí que compró en el Barrio Gótico—, mide el agua, abre el pote del café, mide la cantidad que necesita, y la echa en el receptáculo que la almacena; prende la estufa y deja que la cafetera haga su magia.
Luego, en el mismo pocillo que había utilizado, mide la leche que le va a echar al café, uno de los pasos más complicados del ritual, pues debe ser una medida exacta para que la bebida no quede ni tan clara ni tan oscura, la vida o la muerte, esa delgada línea, presente a todo momento, que separa la luz de las tinieblas.
Minutos después, el sonido burbujeante de la cafetera le avisa que el café ya está listo. Calienta la leche en el horno microondas, 37 segundos, ni uno más ni uno menos, y luego le echa el café humeante encima, con aroma a tierra, a mañana, a madera, a vida.
Luego, Juan Pablo, ese hombre que puede ser usted o yo, querido y amable lector(a), le da un sorbo, y en su boca, de repente, se encuentra todo el universo, lo conocido y lo desconocido: el big bang, un orgasmo, rayos de sol golpeando la cara, la carcajada de un bebé, el primer beso, el aroma preferido, la palabra precisa, el nirvana; todo en su debida cantidad.
Cuando el primer café le sabe de esa manera, a Juan Pablo no le queda otra opción que pensar que va a tener un buen día.