Poco a poco, después de las fiestas de fin de año, la vida retoma su carácter rutinario, con uno que otro coletazo tardío de fiesta y sensación de libertad.
Pasada la navidad y antes de año nuevo, visito una librería, no para comprar libros, sino para cambiar uno que le regalé a una amiga, que ella ya había leído hace tres años… ¡tres años! No sé por qué se nos escapo hablar de él en alguna de nuestras conversaciones.
Quise cambiarlo justo después de nuestro encuentro de fin de año. Desde hace unos años, no sé en qué preciso momento, dos amigas y yo adquirimos la costumbre de regalarnos libros en navidad, y es para mi una de las reuniones que más espero, para verlas, y también, obvio, por los libros.
Este año una de ellas nos regalo una botella de vino a cada uno, pues dijo que le era difícil saber que libro escoger para nosotros; la otra le fue fiel a la tradición de los libros. Cuando la última destapó el libro que le había comprado, se desinfló un poco porque ya lo había leído, pero dijo que no había problema, que lo tenía en digital y que también consideraba bueno tenerlo en físico. Aún así, note algo de desilusión en sus palabras; la herida que deja una expectativa no cumplida.
Yo también me desinflé un poco por no haberle atinado al regalo y prometí cambiarlo. Por eso, ese mismo día, después de nuestra reunión, salí directo a la librería sin la factura de compra, rara vez guardo esos papelitos, únicamente con el libro envuelto en celofán transparente, y toda la disposición del mundo.
Cuando llegué, me acerqué y le conté a la cajera sobre el cambio. “¿Y la factura?”, preguntó. Le dije que no la tenía, pero le di mi número de cédula para que mirara en el sistema la fecha de la compra. Luego de teclear frenéticamente, y de volver a preguntarme el número de la cédula, me dijo que no había problema alguno, que mirara con cuál libro lo quería cambiar.
Comencé a pasearme, indeciso, por los pasillos de la librería, tomando los libros de los estantes, pesándolos, leyendo sus contraportadas. Una mujer, toda vestida de negro, con unos pantalones anchos como para tierra caliente, la de Bogotá en estos días, y con un sombrero colgándole a sus espaldas, andaba en las mismas, ojeaba libros con ansiedad, con varios en sus manos.
Dejé de distraerme con la mujer de negro, y me acordé del nombre de un escritor al que quiero leer: Antonio Hungar. Pregunté por sus novelas y el librero me mostró dos. Le pregunté que cual consideraba mejor, y me indicó Tres Ataúdes Blancos. “Fue con la que se dio a conocer”, concluyó.
Le escribí de inmediato a mi amiga: “Este es tu regalo de navidad, ¿ya lo leíste?”. “No”, respondió; luz verde para hacer el cambio.
Coincidí en la caja con la mujer de negro. Llevaba un libro muy grande, como de arte, de esos que se suelen poner en los revisteros de las casas, y otro de ellos era “La Educación Sentimental”, de Flaubert. A Este último lo había liberado de su prisión de papel transparente, que también cargaba para que la cajera pasara el código de barras por el lector óptico. Momentos antes de entregar el libro, lo puso sobre el mostrador, lo abrió y leyó la primera página con suma concentración.
¿Qué impulsó a la mujer a destapar ese libro, segura de que lo iba a comprar?, ¿habrá leído diferentes reseñas o comentarios positivos para comprarlo, digamos, a la ciega? ¿Le atrajo solo por el título que es tan enigmático y conciso? ¿Es una experta o fanática del escritor francés?
Siempre, al momento de hacer la fila en la caja de en una librería, miro cuáles son los libros que están llevando las otras personas, e intentó descifrar cómo son, por qué los llevan, qué los aqueja. Todo lo que pienso de ellos no es más que una telaraña de suposiciones, pero es un ejercicio que me agrada.
A la mujer de negro, quien quiera que sea y donde quiera que esté, le deseo una amena lectura.