En un restaurante, en una mesa que da contra una pared, una pareja discute. Ella gesticula con las manos y no para de hablar, mientras que él la mira fijamente, no dice nada, y cada cierto tiempo se lleva a la boca una cucharada de helado.
Me fijo de forma más detenida en la mujer y me parece atractiva. Tiene la nariz respingada, pelo negro largo y liso, y unas pestañas negras también largas. También noto que tiene el maquillaje algo corrido, seguro porque lloró en algún momento de la discusión.
La escena carga mucha emoción y drama, y si eso está presente siempre hay una historia de por medio. Agudizo el oído, pero en el lugar hay mucho ruido: el barullo de voces de las otras mesas, el sonido de cubiertos chocando contra la vajilla y música que sale de unos parlantes.
Por eso solo alcanzo a captar un par de frases. “A mi no me importa perder una amiga”, dice ella que, al parecer, no le importa hablar en voz alta sobre la situación que atraviesan como pareja.
Parece que no ha tocado su copa de helado ni una sola vez y que ya está del todo derretido.
El hombre, como ya les dije, casi no habla, y las pocas veces que decide hacerlo, lo hace en un tono muy bajo.
Me parece extraño el contraste de las emociones del lugar. Parece que ella se está jugando la vida en esa conversación y que tiene un nudo adentro que está tratando de desenredar con las palabras, pero hacia mi derecha, un grupo de amigos ríe con fuerza en otra mesa.
De pronto es verdad lo que dicen algunos escritores como Borges y Ribeyro sobre la superioridad de la amistad sobre el amor, en el sentido que es más desinteresada y menos invasiva, y que no carga tanta ansiedad.
Sea como sea, no cabe duda de que dejar derretir un helado indica que algo anda mal.