Son casi las 6 de la tarde y un hombre, que lleva puesto una camisa gris y jean, está sentado en un andén. Fuma despacio un cigarrillo y parece que no espera a nadie. Su cara expresa preocupación y cada calada que le da al cigarrillo parece calmarlo. Me llama la atención pues el lugar en el que está sentado no es uno que dos personas acordarían como punto de encuentro, pero qué se yo sobre los gustos de las personas, en fin.
He oído algunas personas decir que fumar ayuda a quitar el frío y/o a calmar los nervios. El hombre podría estar fumando por ambas razones. No hace mucho frio, pero de vez en cuando el viento sopla con fuerza y enfría el ambiente; ya hablamos de sus nervios.
En un pre-universitario varias personas de mi salón de clase fumaban. Recuerdo que una vez, en un descanso, le pedi a Juliana, una mujer de pelo rubio que a veces se veía muy atractiva, que me enseñara a fumar. Ella me indicó que era lo que debía hacer, que la idea no era tener el humo en la boca sino pasarlo y después expulsarlo.
Después de varios intentos y ataques de tos, logré dominar la técnica, pero no encontré el placer que muchos le asocian al acto de fumar. Tal vez en aquella ocasión no tenía frio ni estaba preocupado o nervioso; entonces fumar no tenía sentido alguno.