Busco imágenes para una presentación y doy con una página que ofrece unas, creo, de muy buena calidad. Me demoro eternidades para escogerlas pues quiero encontrar las precisas, aquella que resumen todo lo que quiero decir.
Cuando eso por fin sucede, cuando creo que quienquiera que haya creado la imagen o tomado la fotografía, estaba pensando en un tema similar al de mi presentación, le doy clic al botón que dice “descarga gratuita”. Al instante se despliega una lista de selección con los tamaños disponibles y escojo 1920x1280 que, supongo, es un tamaño de buena calidad. Para confirmar la operación, si se le puede llamar de esa manera a todo el teje-maneje, le doy clic a otro botón que dice “descargar”.
Ahora aparece, en la mitad de la pantalla, un cuadro de diálogo que, claro está, me quiere decir algo y ese algo, ese diálogo que pretende entablar conmigo la página resulta extraño, pues es una afirmación en primera persona: “No soy un robot”. Viene acompañada de una casilla de chequeo (eso que llaman Captcha) ubicada a su lado izquierdo, que debo seleccionar para que aparezca un chulito verde en ella, y así confirmar mi calidad de ser humano.
“¿Cómo saber que no soy un robot?”, me pregunto, ¿cómo saber que la vida que llevamos realmente nos pertenece? Si uno la Mira por encima, parece que el programa que nos cargaron es eso a lo que llamamos rutina. Suena descabellado, pero pues la vida es tan extraña que cualquier cosa que imaginemos puede ser posible.
¿Y qué si fuera un robot? No entiendo por qué se les va a negar a las máquinas descargar una imagen. Otra cosa sería descargar los planos de una planta nuclear o los códigos de lanzamiento de los misiles que, imagino, tienen las superpotencias apuntándose entre sí.
Ya ven ustedes, el fin del mundo o descargar una imagen, está tan solo a un clic de distancia, y ambas cosas, imagino, las puede hacer un robot.