Valeria tiene 22 años. Es hábil con las manos y camina velozmente llevando comida en platos y bandejas hacia las mesas. Es sábado, un día en el que muchos descansan de su trabajo y el día más pesado de este para ella.
Sonríe mucho, ¿por qué? porque le toca, es la cara amable del lugar. Esta segura de que todos llevan caras amables, independiente de lo que sea que hagan. No tiene otro remedio que cumplir sagradamente con su actuación, la vida y su trabajo lo exigen.
De ella, en gran parte, depende que los comensales tengan una buena experiencia en el lugar. "Que se pudran los comensales". Esta cansada de fingir, de atender, de ese trabajo que no le da tiempo suficiente para compartir con y cuidar a su hijo de 5 años.
Un hombre llega, escanea el lugar con la mirada y, de forma insegura, se sienta en una de las mesas libres. Ella, apenas lo ve salta como un resorte y va a su encuentro. Parece que flotara.
Luego de entregarle la carta, el hombre le dice algo y después sonríe. Ella no le responde nada, solo mira un punto fijo en la pared. Está harta de ese coqueteo mecánico, ¿acaso lleva un letrero en la frente, algo como, "prueba suerte conmigo"? No entiende por qué las personas se toman ciertas atribuciones.
Finalmente lo mira, es imposible identificar alguna emoción en su cara. Es como mirar una pared.
"¿Cuál es su maldito pedido?" El hombre ordena y no para de sonreír. Ella abandona su mesa con el mismo paso ligero con el que llegó.