Varios de mis recuerdos están atrapados en una bruma mental y cada me cuesta más recuperarlos, pero por alguna razón, aquellos relacionados con la pintura siguen frescos.
Todo comenzó cuando era pequeño. Para mi cumpleaños número 4 mi madre me regaló una libreta de hojas blancas y un set de crayolas. Desde ese momento los colores me hipnotizaron, especialmente el naranja y el púrpura.
Comencé a dibujar cualquier cosa que imaginara o que tuviera enfrente de mis narices: pájaros, perros, a mi madre cocinando, lo que fuera. Recuerdo que trataba de comunicarme mentalmente con los animales que retrataba, diciéndoles que no se movieran; obviamente fracasaba. A veces le decía a mamá que se quedara congelada, mientras fregaba el piso, y ella respondía que mejor me fuera a jugar afuera. Así, frustrado de no poder dibujar personas y animales en movimiento, comencé a dibujar objetos.
En la adolescencia descubrí el carboncillo, y lo disfruté hasta que conocí los óleos y lienzos. En ese entonces la felicidad consistía en mirar uno en blanco, mientras deslizaba los dedos por su superficie, hasta que se me ocurría qué pintar.
Muchas personas se preguntaban cómo alguien podía permanecer tantas horas encerrado en cuarto, sin más compañía que sus óleos y lienzos. Yo respondía que pintar era como hablar con Dios, pero se burlaban y me tildaban de loco.
Yo no les ponía atención, porque lo que hacía me parecía algo normal o, mejor, que me hacía sentir a gusto conmigo mismo y con la vida, pero era claro que mi familia estaba preocupada por mi salud mental.
Yo solo pintaba y pintaba, no había más vida que esa en ese entonces. Me parecía extraño que las personas se complicaran tanto con la vida, y que nunca se sintieran satisfechas con nada. Parecía como si la vida les debiera algo y que no pudieran reírse de los reveses que habían recibido por parte de ella.
Trataba de reflejar eso en mis pinturas, pero nadie me entendía, para ello solo eran los trazos de un loco. Después de unos años me aislé por completo y opté por no hablar más. Así llegué al manicomio.
Lo bueno era que siempre tenía un lienzo para pintar. los enfermeros del lugar siempre pensaron que pintaba bajo el efecto de las pastillas que me daban, pero siempre las escondí debajo de la lengua y nunca las tragué. En estos días, cuando estoy a punto de cumplir 90 años, creo que los locos son ellos. También he pensado sobre si en verdad Dios existe o no. De ser real, debe estar riéndose como loco de eso que nos dio y que nosotros llamamos vida.