En ocasiones parece que todo se detiene o anda demasiado lento; en otras, los eventos de nuestra vida ocurren tan de prisa que desearíamos reproducirlos en cámara lenta, para disfrutarlos mejor o por más tiempo.
Es difícil determinar qué es mejor entre la velocidad o la lentitud. Cada uno le mete los cambios a su existencia como mejor le parezca.
Ahora, por ejemplo, siento que este instante es lento: La noche envuelve a la ciudad, las cortinas de mi cuarto están cerradas y tengo prendida la lámpara del escritorio, lo que genera un ambiente de penumbra, lento, en el que me gustaría permanecer por mucho rato.
Esto me recuerda una historia sobre Ōe Kenzaburō que un escritor nos contó a un grupo de personas en un taller de escritura. Decía él, el escritor, que Kenzaburo más que escribir sus novelas se las dictaba. Se sentaba justo en toda la mitad de un cuarto completamente a oscuras con una grabadora a la que le narraba las historias para luego transcribirlas.
Por alguna razón, y con ínfulas de sinestésico, me atrevo a decir que la lentitud es oscura.
Otro día, hace mucho tiempo, iba con mi hermano en carro por la séptima. En un punto de la vía donde no había cruce peatonal, un indigente decidió cruzar la calle. Mi hermano freno para darle paso y el hombre comenzó a hacerlo con una parsimonia increíble, más despacio que un andar de pica-pala. Mi hermano le pito levemente para que se apurara un poco, y el señor volteo a mirarnos, extendió los brazos y nos gritó ¡Qué!. Tenía la mirada perdida; seguramente estaba drogado, pero lo que quedó completamente claro es que la velocidad de su vida en ese momento, para él, era la adecuada
¿Quién es uno para criticar lo rápido o lento que anda, o nos parece que anda, otra persona?