Me gusta la incertidumbre que envuelve a la escritura, el no saber qué dirección va a tomar un texto que, supuestamente, ya se tiene más o menos estructurado de principio a fin, pero que más bien parece un riachuelo que se abre paso por un camino de piedras de manera aleatoria .
Por más fino que parezca cualquier hilo de palabras, la consigna, para quien lo escribe, es no dejar que muera; mirar cómo acomodar los obstáculos a los que se enfrenta, para que continúe su camino hasta alcanzar el punto final.
Hay veces en que se estancan por un tiempo y lo mejor es dejarlos solos, desinteresarnos de ellos como si de verdad no nos importaran, y volver a prestarles atención después de un tiempo, para mirar si ya se resolvieron, digamos, solos, o si el dios de la escritura le da una mano a él o a su creador para destrabarlos.
La escritura hace parte de la vida, no solo de quien escribe sino también de aquello sobre lo que se escribe, y como parte de la vida resulta ser puro caos, pues en eso consiste nuestra existencia, en big-bangs a escala que estallan en nuestras narices en cualquier momento, casi siempre cuando creemos que el riachuelo de nuestra existencia va por el cauce adecuado.
Hace un rato había escrito otro texto de casi 500 palabras, y pensé en no escribir más, en ausentarme, pues creí haber cumplido con la cuota de palabras del día, pero algo me dijo que debía dejar correr este puñado de palabras cuesta abajo, palabras únicas pues los escritos tienen un solo momento. Este no sería el mismo mañana, ni dentro de media hora, ni en un año o una década, es solo uno como la vida misma, que se nos puede escapar, sin que nos demos cuenta, en menos de un segundo.