Martha, una profesora que tuve en primero de primaria, me enseñó a leer.
La recuerdo cómo una mujer flaca, alta, de pelo negro, nariz respingada y pómulos salidos. Era la esposa de Rojas, un profesor de matemáticas gracioso, pero de eso me vine a enterar años más tarde cuando me tocó clase con él.
Martha dictaba clase en diferentes grados y un día que no teníamos clase con ella, llegó al salón y pregunto por mí. “¿Qué hice pensé?, mientras me paraba de mi silla e iba su encuentro.
Cuando llegué a la puerta me dijo “Acompañame a 4to de primaria”, y no me quedó otra opción que hacerle caso.
Para mí esa sección del colegio era desconocida, pues transición y primero quedaban en una zona aparte que incluso tenía una ventana especial para la cafetería. Cuando llegué me encontré con un pasillo largo con salones a ambos lados.
Después de entrar al salón, Martha le dijo algo a los estudiantes de ese curso, luego me paso un libro y me dijo: “Lee esto, por favor”. No recuerdo de qué trataba el texto, pero hice lo que me indicó: me puse a leer en voz alta.
Me sentía como en una prueba así que lo hice lo mejor que pude y lleno de nervios frente a un montón de desconocidos. Recuerdo que cuando me equivocaba pronunciando alguna palabra, los estudiantes reían, pero no tanto para burlarse de mi equivocación, sino porque el significado que adquiría el texto resultaba gracioso.
No sé cuánto tiempo dure ahí, seguro no fueron más de 5 minutos, pero a mí me pareció una eternidad. Cuando terminé entendí porque Martha me había llevado allí. Quería mostrarle a los estudiantes de cuarto que un pequeño de primero leía mejor que ellos.
No sé si me habrán odiado o qué. Lo más probable es que les haya importado cinco y siguieran metidos en sus ensoñaciones de niños.
Al parecer era bueno leyendo en voz alta.