jueves, 31 de marzo de 2022

De correos y otras cosas


Me inscribí a la lista de correo de una mujer que, me parece, es buena en lo que hace.

Me gustan sus emails porque tienen gracia y sabe narrar. además, a diferencia de otras personas, no intenta echarle tierra a nada ni a nadie y casi no se queja.  Uno la siente contenta predicando su rollo.

Hace poco envío un email cargado de odio. Es entendible pues no siempre podemos tener la paz del Dalai Lama, y hay veces en las que el mal humor se apodera de nosotros, cuando el mundo nos sabe a cacho.

Cuando siento que otras personas tienen un día de esos, imagino que algo les pasó. Por ejemplo, se pegaron en un dedo chiquito del pie con el borde de la cama luego de salir de la ducha, o qué sé yo, y de ahí en adelante su ánimo se fue al carajo,

La mujer decía que está mamada de que muchas personas se autodenominen mentores estrategas, CEO, coach de negocios, consultor, inserte aquí el cargo de su preferencia querido lector.

La entiendo, a mí también hay veces en que ese afán de reconocimiento, de autobombo de miren lo importante y único que soy, me aburre.

Cuando eso me pasa y para no amargarme la vida, más allá de niveles sanos, lo mejor por hacer, creo, es tragarse la rabia. ¿Cómo? Qué sé yo, pasársela con papitas y gaseosa o con lo que más le guste a uno.

A mí, por ejemplo, me cansan esas publicaciones que son un hibrido entre Pablo Coelho y Walter Riso –porno motivacional en su máxima expresión–, y hoy en día hay muchas de ese tipo, incluso yo las he hecho alguna vez.

El punto es que ayer vi una y comencé a despotricar sobre la persona que la había hecho. Cuando dejé de hacerlo seguía envenenado, y después del almuerzo sabía que debía buscar una forma de drenar toda esa rabia que me estaba consumiendo, así que me apliqué una dosis de escritura y comencé a escribir un cuento.

Escribir o leer ficción tiene propiedades curativas.

Independiente de cual sea el remedio que se aplique cada uno, imagino que a la larga lo que se debe hacer es intentar aplicar la técnica del importa culismo; dejar que todo nos resbale.

Así que si alguien quiere decir que es Jesucristo en persona pues que lo haga, que diga lo que le dé la gana. ¿Qué más da? ¿quién somos para decirle que no?: Nadie.

Al final no somos nadie, pero nos cuesta un montón aceptarlo.

miércoles, 30 de marzo de 2022

De madrugada

Miro la hora en el celular y son  la 1:07 a.m.

Ahí estoy yo sin dormir, y al otro lado del mundo algunas personas ya se bañaron, desayunaron y están sentados en sus escritorios trabajando.

Hace más de una hora me acosté dizque para dormir. Leí un rato, luego me puse a mirar el celular –ya saben, darle scroll down como si el mundo se fuera a acabar–, lo dejé de nuevo sobre el mueble modular al lado de mi cama que hace sus veces de mesa de noche, y luego de apagar la luz me pongo a pensar en los huevos del gallo.

En medio de mi contemplación a ojo cerrado, me pregunto sin roncaré mucho estando dormido. Mi hermano y una de mis hermanas son campeones mundiales de ronquido. No les envidio eso, pero si la facilidad que tienen para dormirse. Parece que apenas ponen la cabeza en la almohada caen en un sueño profundo. Yo, en cambio, doy vueltas y vueltas, repaso eventos viejos y recientes, moldeo ideas para escribir algo y en eso se me va el tiempo hasta que me quedo dormido.

¿Será que roncar tiene una relación directa y proporcional con soñar, es decir, que a más ronquidos mayor producción de sueños?

De ser así, por eso debo soñar poco o mal, pues muy rara vez recuerdo que fue lo que soñé y cuando lo logro, son sueños locos, partidos en escenas sin mucho sentido, como si mi inconsciente se hubiera tragado una pastilla de LSD.

Pienso que lo mejor sería dejar ese análisis para otro rato e intentar dormirme, o si no mañana no habrá alarma que me despierte.

Odio las alarmas.

Imagino que esa interrupción drástica, para pasar del sueño a la vigilia, nos recuerda aquel momento traumático en el que nos sacaron del útero materno. 

Ahí sigo otro rato, encadenando un pensamiento detrás de otro hasta que me quedo dormido.

martes, 29 de marzo de 2022

Lluvia

Llueve fuerte.

Del piso parece que salen chispas.

La mayoría de personas caminamos de afán y mal encarados, esquivando otros cuerpos. De vez en cuando chocamos los hombros de alguien, pero aún así nuestra mirada sigue clavada en el piso.

Odiamos el agua, la lluvia, los retrasos que va a generar en nuestros planes –como si pudiéramos dominar el curso libre de la vida– y a algunos, los realmente condenados, pisaron un charco, se les coló el agua por un hueco del zapato y llevan las medias mojadas.

Los buses que pasan tienen los vidrios empañados, porque quienes van en ellos se niegan a abrir las ventanas. Adentro, seguro, el sudor en grupo se convierte en un olor particular, milenario, digamos, de masas o, más bien de masa, singular, de un único cuerpo del que todos, así no queramos, hacemos parte.

¿Qué queda por hacer? No prestarle mucha atención, dejar que nos cubra y, si acaso, subirle el volumen a la música que se escucha a través de los audífonos.

Ahora en la calle alguien rompe el molde, un error divino abandona la regla: una mujer camina sin sombrilla y está totalmente empapada. Lleva puestas unas baletas negras, un jean saltacharcos azul oscuro y una camisa blanca de botones negros que le deja los brazos descubiertos. Una cartera negra cuelga de su hombro derecho.

La mujer sonríe, la lluvia es lo de menos para ella, no la incomoda para nada, al contrario, la celebra. No sabemos qué le paso, pero parece como si le acabaran de dar la mejor noticia de su existencia.

Fluye con la vida, a pesar del empeño de esta en ser cabrona y oscurecernos el panorama en el momento menos pensado. Esa mujer es, como dice un poema, como el agua, que se escurre por entre los dedos, pero es capaz de sostener un buque.

lunes, 28 de marzo de 2022

"Robar" ideas

Hace unos años escribí un cuento de un francotirador croata que, en mi humilde opinión, ha sido uno de los mejores que he escrito.

En una de las escenas el soldado tiene en la mira a un niño que lleva un abrigo largo y una mochila en su espalda.

El segundo camina por la plaza Sebilj y se detiene a recoger una flor que está en el piso. Apenas ese personaje entra en escena cuento: “El abrigo roza el suelo con cada paso que da el niño”.

La imagen del abrigo la saqué de una novela de Vargas Llosa en la que se describe a una mujer: “Un vestido del mismo color de su piel, que besaba el suelo y la obligaba a dar unos pasitos cortos, unos saltitos de grillo.”

Cuando leo suelo pescar ese tipo de imágenes potentes que, me parece, describen mucho en pocas palabras. Cuando las encuentro, las leo y las releo porque me gusta mucho encontrarme con esos aciertos narrativos.

Imagino que no hay ideas 100% originales y que, como dice la escritora Sara Jaramillo Klinkert, en la escritura todo ya está inventado, de ahí que lo importante sea tomar diferentes pedacitos de aquí y de allá, para crear algo propio.

Hace poco me pasó algo similar con otro cuento en el que una mujer habla con un médico sobre su madre enferma. La mujer le pregunta al hombre que cuántos días le quedan, y el hombre, de forma pausada, le responde que en esos casos no tiene sentido hablar de un número, sino tratar de entender que más allá de eso, se trata de una dirección de viaje, un movimiento en el tiempo, un viaje de puntillas hacia un punto de inflexión.

Esa idea la saqué de un libro de historias de una doctora especializada en cuidados paliativos.

jueves, 24 de marzo de 2022

"¡Estartéelo, estartéelo!"

Hace unos días el carro de mi hermano se apagó justo cuando íbamos a salir del parqueadero. Él Intentó prenderlo de nuevo, pero no funcionó.

Eso me recordó la recepción del matrimonio de Daniel, hace muchos años, en las afueras de Bogotá.

Creo que fui invitado por rebote, es decir, Daniel es más amigo de Andrés, un gran amigo mío, pero de todas formas la invitación me llegó al email.

Esta decía que la vestimenta debía ser informal chic. Nunca supe bien qué significaba eso, pero supuse que lo que me pusiera ese día, debía estar por encima de lo informal para alcanzar ese chic, fuese lo que fuese eso, que pedían. Internet dice que es una forma de vestir elegante pero cómoda y relajada. Yo y mi falta de mundo.

Ese día, había ríos de trago en la fiesta y muchas personas estaban borrachas. Yo tomé poco, porque aparte de Daniel solo conocía bien a Andrés y Ana María, su novia.

En un momento del a fiesta Daniel comenzó a pasar por las mesas que estaban alrededor de la pista de baile y en cada una brindaba, con el vaso que tenía en la mano, en fondo blanco.

Horas después estaba tendido sobre una, casi rozando la inconsciencia,  completamente borracho y María, su esposa, estaba sentada a su lado cuidándole la borrachera. Oí que mucha gente comentaba: “quién sabe cómo va a viajar a la luna de miel en ese estado”.

Me animé un poco y saqué a bailar a Laura. Ella llevaba puesto un vestido plateado largo y escotado que, me pareció, sobrepasaba cualquier nivel chic o, más bien, de chicness. ¡Ay, Laura!

Ahí estaba yo, feliz bailando y riendo con ella, cuando Ana María se acercó por atrás y me dijo en tono emputado, porque Andrés estaba muy tomado: “Alístate que nos vamos ya”.

Busqué mi chaqueta y junto con Andrés, Ana maría, y Nicolas, el dueño del carro en el que habíamos viajado, caminamos hasta el parqueadero, un lote descampado con piso de grava.

En ese momento comenzó a lloviznar forma copiosa. Hacía frío.

Cuando estábamos en el carro Nicolas lo intento prender y el motor no encendió. Nos bajamos y Andrés y yo nos subimos las mangas de nuestros atuendos chic.

La lluvia había embarrado el piso.

Comenzamos a empujar y Andrés, en medio de su borrachera, no decía nada más que “¡Estartéelo, Estartéelo!”, y luego soltaba una carcajada.

En la última empujada Andrés no calculó bien la fuerza y cayó al piso. Se levantó con las rodillas embarradas, pero seguía riendo y diciendo lo mismo: “¡Estartéelo, Estartéelo!”.

Ana María en medio del frío ardía de rabia y nos miraba sería.

Nuestro esfuerzo valió la pena. El carro prendió y pudimos devolvernos a Bogotá. Cuando íbamos llegando a la ciudad, Nicolás, un fiestero empedernido, nos dijo que si íbamos a un bar buenísimo en el que estaba yo no sé quiensito.

“Como quieran”, respondí. “Hágale”, dijo Andrés emocionado, mientras Ana María seguía muda, al parecer, odiando todo: a nosotros, al mundo, a dios, su existencia, en fin.

miércoles, 23 de marzo de 2022

Escrito fantasma

Hoy, temprano, tuve un rapto creativo y me vino a la cabeza una idea sobre la cual escribir algo.

Era una mañana lenta, así que me dije “mi mismo, escribamos esto que se me ocurrió antes de que se me vaya la paloma”.

Así lo hice y el texto fluyo fácil. Cuando dudaba en escribir una palabra o pensaba cuál podría funcionar mejor para lo que quería decir, al instante aparecía en mi cabeza la adecuada.

Fueron, creo, 30 minutos en los que escribí y edité el texto sin mayores contratiempos. Hay escritores que dicen que escribir debe ser difícil y que si no resulta así, se está haciendo algo mal. No sé, no creo en sentencias severas ni verdades absolutas, e imagino que hay veces que la escritura fluye porque se dan todas las condiciones necesarias, ¿cuáles?, qué sé yo: temperatura, luz, estado de ánimo, ideas, estómago lleno, en fin.

Justo antes de comenzar a escribir esto, pensé: “Voy a publicar lo que escribí hoy en la mañana”, pero no encontré el texto por ningún lado. Abrí todos los documentos que trabajé en el día para ver si, de puro distraído, lo había escrito en alguno de ellos, pero no, no lo encontré en ningún lado.

Estoy seguro de que no solo lo pensé sino que también lo escribí, ¿Será posible caer en la locura así, sin más ni más, de un momento a otro?

¿A dónde van a parar esas letras que se escriben y que luego no aparecen por ningún lado?

martes, 22 de marzo de 2022

El tiempo entre posturas

Miro el reloj en la esquina inferior derecha de la pantalla del computador y faltan 10 minutos para las 11 de la noche, mi hora preferida para leer.

Converso un poco conmigo mismo:

“Oiga, van a ser las 11”
“¿Y qué quiere que haga?”
“Disculpé, pensé que de pronto tenía pensado leer”.
“Hombre, tiene razón. En un rato apago el computador. Gracias por el recordatorio”.
“De nada”.

Luego me pongo a pensar en los huevos del gallo y cuando vuelvo a mirar el reloj ya son las 12:15 a.m.

El tiempo, es decir, esos segundos, minutos y con los que medimos nuestra existencia, implacable, no deja de consumirse en ningún momento.

Voy al baño y me lavo los dientes. Luego destiendo la cama y acomodo las tres almohadas contra la pared, mi trono de lectura. Primero va una que compré hace poco que, se supone, es ergonómica y se amolda perfecto a la cabeza. Luego viene una que es toda amorfa, y por último la más maciza de todas. Una vez están listas les doy un par de golpes que señalan el fin de ese pequeño ritual.

Después de meterme en la cama enciendo la lámpara, apunto el haz de luz hacia las hojas del libro físico o la pantalla del Kindle, según sea el caso, y me acuesto a leer.

En esta ocasión el turno es para el e-reader. Lo prendo, y pasados unos minutos, cuando termino un capítulo, decido acomodarme de medio lado.

Eso implica reacomodar las almohadas y la dirección del haz de luz. Hago eso rápido, al tiempo que imagino como se dobla mi columna vertebral. “Fijo es una posición poco favorable, pero ¿qué más da?”, pienso.

Empiezo a leer de nuevo y al poco tiempo se me comienzan a cerrar los ojos. Me obligo a abrirlos, me muevo un poco para despertarme. Ubico la línea en la que quedé y sigo.

Abro los ojos y el Kindle está apagado. Quién sabe hace cuanto tiempo me venció el sueño.

Vuelvo a prender el aparato, miro la hora y el reloj marca la 1:30 de la mañana, “¿pero qué carajos le pasa al tiempo?”, me pregunto.

Tengo sueño, pero mi psicorrigidez  de lector  me impide dejar un capítulo a medias, así que decido terminarlo.

Empiezo y otra vez se me cierran los ojos.

Vuelvo a mi postura inicial y termino el capítulo.

Ahora parece que el sueño se esfumo, pero apago la luz, boto dos almohadas al piso, doy media vuelta, me arropo, cierro los ojos y me duermo, eso creo, casi al instante.

viernes, 18 de marzo de 2022

Huevo Kinder

Termino de almorzar y a los pocos minutos me dan ganas de comer algo dulce.

Busco y no encuentro nada.

Recuerdo que mi hermana me regalo un huevo Kinder de cumpleaños. Desde hace un tiempo en mi familia tenemos la costumbre de preparar una ancheta con regalos sencillos y de broma, para homenajear al cumpleañero de turno.  Ese hacía parte de la mía y lo tenía olvidado en un rincón del escritorio.

Solucionado el tema del dulce voy a la cocina y me preparo un tinto. Disfrutar de esa mezcla de chocolate y café tiene algo de sagrado. Es, me parece, pura paz y estabilidad.

No soy un fanático de ese producto. Recuerdo que los de antes traían un juguete dentro de una cápsula amarilla recubierta de chocolate y eso era lo que uno se comía. Ahora vienen divididos por la mitad.

Destapo una y trae dos bolas crocantes de chocolate negro incrustadas en chocolate blanco, junto con una cucharita de plástico para consumir el producto. Creo que era mejor el chocolate de antes.

En la otra mitad del huevo se encuentra la figura para armar.

Nunca he sido bueno para ese tipo de manualidades con piezas pequeñas, Pienso que si, por alguna razón, me decidiera a armar la figura, seguro las pequeñas partes se me van a caer al piso y van a terminar en el rincón más recóndito del cuarto, y que si las quiero alcanzar, mi cuerpo va a tener que adquirir propiedades de contorsionista.

Cuando algo pequeño cae al suelo; una pastilla, una moneda un papel que no se logró encestar en la cesta de basura, lo que sea, eso es lo que siempre ocurre; el objeto nunca cae al lado de nuestros pies, sino que cobran vida propia y  van a parar a los rincones.

La mitad de la figura tiene un papelito a color muestra una especie de catapulta, y otro , blanco, con letras negras, que lleva una advertencia en varios idiomas: “ATENCIÓN, lea y guarde. También dice que si se lanzan objetos diferentes a los que vienen con el juguete puede causar lesiones, y que nunca se debe apuntar a los ojos y la cara.

Luego leo la misma frase en los otros idiomas como si fuera español:

ATENÇÃO, leía e guarde 
ATTENTION, A lire et a conserver
WARNING, read and keep

No hago caso y me deshago del papelito.
 
Espero que no me caiga encima una maldición encima.

jueves, 17 de marzo de 2022

Aceite y arroz

Se acabó el arroz y tampoco hay aceite. Salgo a comprarlos, porque no soy tan tan fit como para sustituir el primero por quinua o algo así, y tampoco tengo ese último producto.

Una vez mi hermana me regalo una cosa lista para comer en un envase plástico de dos compartimientos. Uno llevaba quinua y el otro una salsa de mango dizque agridulce. Las instrucciones eran sencillas: destape, mezcle la quinua con la salsa, revuelva y coma. Se supone que esa ligera combinación sustituía un almuerzo, pero no me gusto su sabor. Además ese día quería almorzar como un camionero.

Pero bueno, les decía que salí a comprar arroz. Caminé dos cuadras hasta el supermercado y cuando llegué casi no encuentro la entrada porque lo están remodelando.

Esos lugares siempre se convierten en laberintos para mí, porque soy pésimo para encontrar lo que busco. Doy vueltas y vueltas por varios minutos, hasta que en un golpe de suerte doy con los productos que necesito.

Hoy no fue la excepción y casi no encuentro el arroz. Afortunadamente el aceite estaba en la góndola de enfrente.

Cuando ya tenía en mis manos una bolsa de arroz y una botella de aceite, me puse a hacer  una fila, la  única del lugar, que al final se bifurcaba en tres cajas registradoras.

Atrás mío se hizo una mujer que llevaba un celular en la mano y que escuchaba audios de voz a todo volumen con desparpajo. Me enteré de que un hombre la estaba esperando a pocas cuadras para almorzar, y por el tono meloso de su voz y un par de chistes flojos, me pareció que le estaba cayendo.

Cerca de la caja tomé una revista de chismes de la farándula para hojearla. En una entrevista, a una mujer le preguntan que cuál ha sido el mayor aprendizaje que le ha dejado la pandemia.

La mujer dice que la obligo a conocerse mucho más y a vivir en el hoy.

Se le da mucho bombo a ese rollo budista y espiritual del presente.

Recuerdo que Ribeyro cuenta en sus diarios que el presente le fastidia porque no lo siente, pues en el segundo en que escribe una palabra le resulta un momento anodino, que solo el tiempo coloreará o cargará de sentido.

Ahora la mujer está escuchando otro mensaje de otro hombre. “Pero si todavía ni nos conocemos y yo con esta pobreza tan berraca en la que ando, pero espera no más, porque a fin de mes me entra una plata y compro un tiquete de avión”.

No sé cuanto tiempo ha pasado desde que comencé a hacer fila, pero por fin es mi turno. La cajera, que masca chicle, me saluda y me pregunta que si tengo tarjeta puntos. Le digo que no y coge los productos, escanea los códigos de barra, teclea algo en la caja sin mirar y me da el precio. Parece un robot.

Pago y salgo rápido del lugar. Siento que perdí mucho tiempo, mucho presente.

martes, 15 de marzo de 2022

Abandoné El Camino

A veces uno resulta con caprichos chimbos.

Recuerdo que en una edición de la feria del libro compré El camino de Cormac Mccarthy. Había tomado un taller de escritura y en una de las sesiones hablamos de esa novela.

Ese día no tenía pensado adquirir ese libro, pero se me cruzó en un stand, recordé la conversación sobre la obra y me la llevé.

Cuando llegué a mi casa armé, como siempre, una torre con los libros que había comprado. El que quedaba encima era con el que empezaba, y así iba despachando las lecturas.

Le llegó el turno a la novela de McCarthy. La edición que compré era una traducción, y el verbo apear aparecía a cada rato conjugado en distintos tiempos. Como no me gusta esa palabra, cada vez que la leía me sacaba de la lectura.

Dejé de leer la novela por eso y porque no me enganchó, creo que  tenía mucha expectativa. Imagino o concluyo un par de cosas. La primera es medio romántica y mística, medio ridícula, más bien: no era el momento adecuado para leer ese libro, y la segunda es que siempre es mejor leer a los autores en su lengua original. Bueno, hasta cierto punto. Si se me antoja leer una novela, que sé yo, de un autor de Moldavia, pues no me queda otra que leer una traducción al español o al inglés.

Recuerdo que una vez me regalaron La República del Vino del premio nobel Mo Yan. Era una versión en español —Estoy lejos de aprender chino, claro está—, pero me dio la impresión de que era una doble traducción: de Chino a inglés y luego a español, por lo que a ratos había inconsistencias en el punto de vista. A pesar de eso, que era mucho más grave que el repudio hacia una palabra, la terminé de leer.

Quizá sea el momento de darle una nueva oportunidad a la novela de McCarthy. Les estaré contando si me subo o me vuelvo a apear bajar de esa lectura.

lunes, 14 de marzo de 2022

Tormenta y calma

Ahora sobre la ciudad solo cae una leve llovizna, después de un fuerte aguacero que estuvo cargado de truenos y relámpagos.

Juan Carlos Salgado piensa en la frase: después de la tempestead llegará la calma, pero cree que hay veces en que no es así y que la primera sigue ahí como si nada, tal vez expuesta o al acecho, pero siempre ahí.

Al principio de la borrasca, luego de salir del trabajo, quedó atrapado en una cafetería. Pidió un café cargado que le supo a diablos y le quemó la boca. Luego saco un cigarrillo y lo prendió con dificultad pues tenía los dedos entumidos del frío. Tras tres caladas profundas lo tiró al piso y le estampó un pie encima. Hasta hoy llevaba ya ocho meses sin fumar. “Maldita seas Carolina”, piensa.

Le molesta volver a caer en ese viejo vicio y cree que la culpa la tiene Carolina. Hace rato que su relación con ella entró en coma, y parece que no hay detalle, gesto o acción que la despierte. Se va debilitando con cada conversación que tienen, que suelen estar cargadas de indirectas, reproches y miradas fulminantes que solo parecen desear la muerte.

Se mata la cabeza repasando cuál fue esa estocada que hirió de gravedad su relación, pero por más que repasa días y eventos, no logra precisar cuál fue.

Ahora, cuando las dudas vuelven a invadir su cabeza, no les dedica tiempo y le achaca su situación al destino. Le gusta que exista ese concepto, porque lo libra de responsabilidades.

Si las personas pueden decir: “después de la tormenta llega la calma”, yo puedo decir “las cosas pasan por algo”, piensa y ese algo, aparte de su responsabilidad sobre el asunto, es el destino.

Como las lluvia no para y Salgado ya se cansó de estar en el mismo lugar, sale a la calle.

Las gotas comienzan a mojar su cabeza, pero no se preocupa en abrir la sombrilla, “¿qué más da?, se pregunta, “mejor que me lave la tormenta”, concluye.

viernes, 11 de marzo de 2022

“Tres años, diez meses y catorce días”

Esa es una de la cuentas regresivas que lleva Bruna Husky, la protagonista de la saga futurista de Rosa Montero.

Si no recuerdo mal, las replicantes como Husky son programadas para vivir hasta los 27 años, edad en la que se les acciona un cáncer fulminante, genéticamente programado.

De pronto sería bueno saber la fecha del día en que vamos a morir.

Eso me recuerda al personaje de un Articuento de Millás que está en un aeropuerto. Cuando se acerca al mostrador le dan un documento para que diligencie sus datos personales. El hombre comienza a leer los campos y se da cuenta de que al lado de la fecha de nacimiento, hay otro campo que dice: Fecha de muerte.

Si es muy complicado llegar a conocer esa fecha, deberíamos saber entonces aquella en la que nuestra existencia va a caer en picada, ese punto de partida en el que adquirimos más propiedad de bulto que de ser humano; eso para poder usar con algo de sentido y propieda ese cliché de “vivir como si fuera el último día”.

Pues sí, con tal dato en nuestro cerebro imagino que la cogeríamos suave y dejaríamos de lado tantas ínfulas de grandeza.

El escritor peruano Julio Ramón Ribeyro cuenta en sus diarios que tal vez sería bueno no vivir más allá de los 50 años. Parece poco tiempo, pero de cierta forma lo entiendo; la vejez es una putada.

Nuestra vitalidad debería repartirse de mejor forma a lo largo de la vida, qué sé yo. Cuando somos pequeños y en nuestra adolescencia, deberíamos poder reservar algo de energía para la vejez; aunque lo más probable es que si existiera esa posibilidad no le prestaríamos atención, pues el afán de vivir, de experimentar, de gozarnos la vida hasta los límites del agotamiento lo consideramos como lo normal, ¿acaso no? Llevamos fija la idea de vivir al máximo antes de que nos llegue la muerte.

Todo es extraño.

jueves, 10 de marzo de 2022

Pensar en los huevos del gallo

Redacto esto porque no se qué escribir y para no dejar de escribir.

Disculpen todos aquellos adictos a la escritura que les molesta ver palabras iguales o similares en una misma frase.

Dicen, algunos, supongo que saben, que eso no está bien visto, que se debería optar por el uso de sinónimos, pero para la palabra escribir me salen unos como: trazar, garabatear, garrapatear, mecanografiar, apuntar, que, a pesar de lo sonoros, poco tienen que ver con la actividad, y no logran encapsular su significado.

Comienzo a redactar este párrafo, después de un largo rato de mirar a la pantalla, sin saber qué decir y luego de haber ido a la cocina  a servirme gaseosa y coger un paquete de maizitos, que devoré como un muerto de hambre.

Note usted, estimado lector, que no utilicé la palabra escribir al inicio del párrafo anterior, pero si había utilizado “redacto” en el primero. Me pregunto cuál será el número de palabras necesario, para poder repetir una sin que parezca de esa manera. Seguro alguien tiene ese dato o ya se han hecho estudios sobre eso.

No digo que deba merecer un premio o algo por eso, pero a veces la gente no sabe lo que cuesta poner la palabra que viene. Hay veces que se acaban y da algo de angustia no saber de dónde sacarlas. Siempre he pensado que escribir, hasta cierto punto, es como jugarse la vida.

Hace poco me paso eso con un texto. Cuando comencé a escribirlo, mi mente rebozaba de ideas y las palabras me salían de todos lados, hasta de los bolsillos. Luego de recoger unas cuantas que se me habían caído al piso, para insertarlas o remplazarlas por otras aquí y allá, y cuando solo me faltaban 200 quedé en blanco.

200 palabras no es mucho, si acaso 4 o 5 párrafos, pero en varios intentos lo que escribía era una repetición de lo anterior.

Al final opté por ponerme de pie y dar una vuelta por el apartamento, sin pensar nada acerca del escrito, sino más bien en los huevos del gallo.

A veces la mejor táctica, y no solo para escribir, es distraerse a propósito.

miércoles, 9 de marzo de 2022

Preguntas varias

Martín Cassiani se despierta de un momento a otro. Le extraña cuando eso ocurre después de una noche llena de excesos, en la que el cansancio lo noqueó sobre la cama.

Voltea mirar a su lado derecho y ve la espalda descubierta de Mariana, con su melena negra que parece derramarse sobre ella.

Le gustaría poner en palabras la fuerte atracción que siente hacia esa mujer, ese grado de conexión que les permite, con solo una mirada, saber lo que el otro está pensando.

Podría ser simplista y decir que la ama, ¿pero ¿qué es amar?, se pregunta. Por eso se escuda en la zona segura del “te quiero” que, cree, no lo compromete tanto. Igual ella tampoco ha pronunciado el par de palabras, y nunca le ha reprochado que él no lo haya hecho hasta el momento.

Cassiani siempre había creído que quienes hablaban así acerca de una pareja exageraban o mentían, pero ahora sabe que no es así, que por los menos algunos, como él, dicen la verdad.

Sus encuentros siempre terminan en rounds de sexo salvajes. Pero la fascinación que siente por ella trasciende lo físico, pues no solo le calienta el cuerpo sino también el corazón; es como un laberinto del que nunca espera salir.

Se siente afortunado y en problemas al mismo tiempo.

Mira el reloj y ve que son las dos de la mañana pasadas. ¿Con qué excusa le va a salir ahora a su esposa?

Ahí, acostado en la cama, se pregunta si no será verdad lo que escuchó el otro día en un programa de radio: “los seres humanos no le son fiel a su pareja sino al concepto de fidelidad”, decía una locutora con voz sedosa.

Piensa en Alejandra y sabe que la quiere. ¿Entonces qué es lo que le hace sentir Mariana? ¿No será más fácil dejar la fidelidad de lado y darle rienda suelta al deseo y a esos impulsos de conducta naturales o, más bien, animales?

A veces piensa en acabar la relación con la primera y dedicarse por entero a la segunda, dejar de dividir el amor, ¡pero no!, exclama dentro de su cabeza, a las dos las quiere intensamente.

Quizá, piensa, son amores distintos, pero no cree que uno sea mejor que el otro.

Vuelve a cerrar los ojos a ver si duerme un poco. Siempre ha creído que el sueño tiene la capacidad de reparar las dudas que abundan en su cabeza.

martes, 8 de marzo de 2022

Científicos descubren la mierda

“¡Váyase a la mierda!” es una expresión precisa.

No voy a entrar a discutir si está bien o mal indicarle eso alguien, pero es claro que la frase deja clara la intención: querer tener lo más alejado posible a alguien.

Motivos para eso hay miles. Imagino que, si no nos sentimos bien con la presencia de alguien, y se nos presenta la oportunidad, tenemos todo el derecho de mandarlo a la mierda.

Ahora bien, solo resta preguntarse: ¿Dónde queda la mierda?

Supongo que es el punto más lejano de todos. ¿Y dónde queda eso?

Afortunadamente la comunidad científica también se preocupa de las mismas cosas que nosotros, los simples mortales, y ha identificado el lugar más lejano del universo.

Eso gracias a un aparatejo llamado espectrómetro que se asoma como espectador, supongo, a los bordes de nuestro universo.

Esa cosa logro ubicar la galaxia más distante, y esta fue bautizada con el nombre  Z8GND5296, que me hace pensar en una columna  de un archivo inmenso de Excel.

Cabe anotar que los que bautizan galaxias necesitan una ayudita de los encargados de bautizar huracanes o virus.

No entiendo por qué los científicos no se preocupan por mirar más cerquita, en fin. Al final es verdad la frase que alguna vez le leí a Juan José Millás: “Seguimos buscando genes por dentro y galaxias por fuera”, lugares a los que nunca vamos a llegar.

Creo que podemos llegar a un acuerdo y decir que las coordenadas de esa esa nueva galaxia es ese lugar que todos podemos denominar como en la mismísima mierda

En cuanto a la frase sigo prefiriendo con la que abrí este post. “Váyase a la ZetaOchoGeEneDeCincoDosNueveSeis” resulta engorroso, y  a pesar de lo larga es muy pobre y carece de la fuerza de un insulto. 

De ahí la necesidad de acortarla para poder hacer uso de la expresión de forma fácil.

lunes, 7 de marzo de 2022

Otra vez la muerte

“Sólo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo; la Tierra detiene su rotación y las trivialidades en las que malgastamos las horas caen sobre el suelo como polvo de purpurina.”

Eso dice Rosa Montero en La ridícula idea de no volver a verte, y sí, esos dos extremos que encierran la vida, se encarga de que le demos una nueva mirada a todo lo que hacemos, y que muchas cosas no son tan importantes como parecen.

La tía tenía 90 años. Me pregunto: ¿hasta que edad será prudente vivir?

Sándor Márai lo analizaba de otra forma en sus diarios:

“Dos momentos míticos de la existencia: cuando en el óvulo fecundado empieza a manifestarse la vida, esa energía terrible e inabarcable, y cuando esa misma energía deja de activar las células, entregando el testigo a esa otra fuerza terrible e inabarcable, la muerte. Ésta es la realidad, todo lo demás son ilusiones triviales, repugnantes”.

Hacía rato que la tía se venía marchitando. Llevaba ya varios meses sin hablar y cuando alguien le decía algo, sus ojos se movían como atentos a la voz, pero quién sabe qué tan delgado era el hilo que la conectaba con la realidad.

El fin de semana la pasó muy mal. El sábado tuvo fiebre, vómito, la oxigenación en la sangre se le fue al piso y la tensión se le disparó por las nubes. Llevaba horas sin dormir, presa, al parecer, de angustia.

Ya en la clínica lograron estabilizarla.

La enfermera que se quedó con ella, llamó a las 6 de la mañana del domingo para avisar que seguía bien: Dormía y sus signos vitales eran normales.

Luego, a las 7, Liliana volvió a llamar. “En un momento respiró y exhaló profundo, y ya" dijo.

“Silencio antes de nacer, silencio después de la muerte, la vida es puro ruido entre dos insondables silencios.”
- Isabel Allende -

viernes, 4 de marzo de 2022

El hombre con los audífonos

Hace sol.

Qué entrada tan floja. Debería enganchar con un primer párrafo arrollador, lleno de tensión y que de ganas de seguir leyendo, pero no se me ocurre nada en este momento.

Podría acudir a la ficción, algo como: Hace sol, pero, en un instante, el ambiente se oscurece por completo. Ese inicio, sin duda, sería mejor. Lo voy a tener presente para una futura entrada, pues, ¿cómo no preguntarse qué hace que la luz del sol se apague de un momento a otro?

Solo quiero narrar un hecho y ya está. Contar una tajada de vida —no todo puede tener un inicio, nudo y desenlace—, una viñeta, en fin.

Un hombre que va pasando frena y se sienta en una silla de parque. Estira las piernas, las cruza y luego echa la espalda hacia atrás para acomodar de mejor forma su espalda sobre las tablas de madera.

“Es inútil, pienso. Si está en busca de comodidad una silla de parque no es una buena opción.

¿Quién es ese hombre? ¿Qué hace ahí justo en ese momento? Sería fascinante tener la habilidad de ver un poco más allá de lo evidente, con tan solo observar una persona por un par de segundos, es decir, saber cosas determinantes acerca de su vida, que sé yo: qué le apasiona, por qué razón lloró la última vez, qué o quién lo hace sentir vivo y cosas así; pura carne narrativa para un relato.

Sabemos muy poco de las personas. Me refiero a que no sabemos nada importante, sino puros detalles superficiales con los que nos formamos un concepto de ellas.

Volvamos al hombre. Después de que se sienta busca unos audífonos en uno de los bolsillos internos de su chaqueta. Los cables son amarillos y están enredados. Comienza a desenredarlos con una parsimonia envidiable, sin rastro de desespero.

Cuando por fin lo logra los conecta a su teléfono móvil y pone las manos detrás de la cabeza. ¿Qué escucha? Se me ocurre pensar que tiene un playlist que títuló: “Canciones para después del almuerzo”. Tiene melodías que, cree, le inyectan algo de energía para el tiempo que le resta de jornada laboral.

El café que me estoy tomando se acaba. Desde lejos, y con un tiro certero, lo encesto en una caneca. Nadie me aplaude a pesar de que fue un tiro difícil. Me pongo de pie y dejo al hombre con su música o lo que sea que esté escuchando. El sol también abandona el lugar.

jueves, 3 de marzo de 2022

Ser como Holden Caulfield

Uno debería actuar como Holden Caufield, el protagonista de El guardián entre el centeno.

Algunos critican ese libro y afirman que no tiene trama.

Puede que sea así. De lo poco que me acuerdo Salinger va contando lo qué le pasa al adolescente, pero son como eventos aislados. Pero eso, creo, no le resta calidad a la obra. Es un librazo.

De pronto nuestras vidas funcionarían mejor así, sin tanta planificación, sin tanta alharaca y bombo, sin tantas ínfulas de grandeza, sin tanto orden preestablecido, sin tanto paso a paso, en fin, usted me entiende querido lector.

De pronto el secreto de la vida consiste en comprarse un café, sentarse en un murito de una esquina y ver pasar la gente. Hilvanar un pensamiento detrás de otro con cada sorbo de la bebida, pero sin la angustia de tener que buscarle significado a todo. Tal vez sea eso y ya está, pero no nos damos cuenta. Nunca nos damos cuenta de nada.

“I'm always saying "Glad to've met you" to somebody I'm not at all glad I met. If you want to stay alive, you have to say that stuff, though.

Eso dice Caullfield. De pronto es por eso que vivimos despistados, porque queremos agradar a todo momento.

Es posible que en el territorio de “no agradar”, que quizá comparte terreno con el de la soledad, hay información importante que desconocemos, pero el temor de caer en cualquiera de los dos nos aleja de ella.

Quizá la clave de todo este rollo de la existencia consista en ser un personaje secundario. Entender que nuestra trama de vida no es especial sino idéntica a la de millones de personas, y que, si acaso, interpretamos un rol pequeño en la de alguien.

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miércoles, 2 de marzo de 2022

Los tres esferos de Vladímir Putin

Caigo en una noticia del presidente ruso, de la que solo leo el titular, porque dedicó mi atención a la foto que viene debajo: El “emperador” sentado en su escritorio.

La expresión de su rostro la misma de siempre: Una mezcla de mal genio y sufrimiento. Su semblante hace pensar que, aunque con todo el poder que ostenta, ha tenido una vida reprimida, o puede ser que ande estreñido a toda hora y ya está. De ahí la rabia contra la vida, el mundo el universo, el más allá, y que quiera agarrar a bombazos a quien se oponga a sus planes.

Sale mirando una pantalla en la que, me imagino, le informan sobre los avances de las tropas rusas sobre Ucrania.

Sobre la mesa también hay unos papeles desordenados aquí y allá y casi al borde un jarro de color azul oscuro: el típico mug en el que uno se toma el primer café del día.

Parece que fuera un regalo que le hizo alguien que aprecia mucho. ¿Quién? No sé, digamos que uno de sus nietos, si es que tiene. Pensemos que sí y que su preferida es Irina, una rubia de ojos azules y pelo rubio liso. Es difícil imaginarlo en rol de abuelo, pero puede ser que Putin se derrita cada vez que la niña le dice: “я люблю тебя дедушка” (ya lyublyu tebya dedushka): Te quiero abuelo.

Ni modo de culparla, uno no escoge la familia que le tocó.

Como todos nos parecemos en algo, Putin utiliza el regalo de su nieta para guardar esferos. Pero a diferencia de esos mugs repletos de esferos de múltiples colores, que usted o yo, querido lector, tenemos en la casa u oficina, Putin solo tiene 3 y todos son de color verde militar; todo es guerra para él.

¿Por qué 3 y para qué los utiliza?

Uno es de tinta negra y con él firma todos los documentos y leyes de su país. Otro es el que le presta a los pocos invitados que tienen la oportunidad de pisar su despacho, y que, aún con la cara de puño que siempre lleva, se atreven a pedirle prestado un esfero.

El último, una pluma, lo utiliza para una filia de la que solo su círculo cercano tiene conocimiento.

Cuando algo le sale mal, el dirigente ruso le quita la tapa se baja los pantalones y se clava la punta con sevicia, 
una y otra vez, en sus muslos. De esa forma reprime sus rabia y pataletas de conquistador.

Quizá también a ello se deba su gesto serio e indescifrable: siempre  está muriéndose del dolor.

martes, 1 de marzo de 2022

Buenas noticias

Hace casi 2 años que no escribo nada acerca del escritor Jacinto Cabezas. La última vez que lo hice fue en este post, en el que hablé acerca de su obsesión por los bordes de la existencia.

Somos muy pocos los que los conocemos. Si sé de su obra es porque hace muchos años un amigo me invito a una de sus charlas en la que pude comprar un ejemplar de la única novela que ha pulicado: Mulţumesc mult, frase en rumano que significa Muchas gracias.

 Cabezas no escribe en ese idioma, sino que tiene una fijación con esa cultura y por eso el título de su obra.

La semana pasada el escritor estuvo en Bogotá y envío un correo para un conversatorio al que solo podían asistir 20 personas. “No pueden faltar, les tengo muy buenas noticias”, anunciaba en su mensaje.

Su charla fue en un restaurante del Chorro de Quevedo, el jueves a las 11 de la noche.

Llegué antes al lugar y me tomé unas cervezas con Miguel, el amigo que me lo presentó hace unos años, y pasada la hora del encuentro, cuando ya nos íbamos a ir, el escritor apareció jadeando y pidió disculpas.

Llevaba como siempre una cara de susto, como si supiera de una desgracia que está a punto de ocurrir. Se quitó una gabardina gris y un sombrero de copa negro —En vez de escritor parece más bien un personaje de una novela de detectives— y los colgó en un perchero.

Luego fue a la barra y pidió una cerveza y preguntó si alguien quería una. Solo uno de los asistentes le siguió la cuerda y le aceptó la invitación.

“ ¿De cuál?”, le pregunto Cabezas.

“La misma que usted se tome, maestro”. Eso respondió ese hombre que tenía candonga en una de sus orejas y la cabeza rapada.

Después de darle unos sorbos largos a la botella, Cabezas se subió a tarima del restaurante, un lugar donde hacía un rato un hombre con una guitarra había tocado unas canciones tristes.

Sin ningún tipo de preámbulos el escritor comenzó a hablar

Nos contó que lo que tenía por decirnos era breve, pero que era una noticia que le alegraba mucho.

Nos dijo que esta a punto de terminar su segunda novela y que va a llevar como título “Ver pasar gente”.

Miguel le preguntó de qué iba a tratar, y Cabezas le respondió: “De nada en específico, las buenas novelas no deben tener trama.”

Se agacho para alcanzar la cerveza, y luego de otro sorbo largo, concluyo:

“Ya estoy cansado de explorar los bordes de la existencia. Me di cuenta que es una idea muy magullada."

Esta vez mi novela va a consistir en una serie anotaciones que hice a lo largo del 2020, en pleno estallido de la pandemia”, dijo abriendo los ojos. “Ese año me paré en una esquina a la misma hora todos los días, sin importar cuál fuera el clima y tejí una historia sobre dos personas, una mujer y un hombre joven, que a veces coincidían en un paradero.”

Al final de la charla, prometió que nos iba a enviar el primer capitulo al email, pero es el momento en que no ha llegado.

No le veo mucho futuro a Ver pasar gente, pero si por algún giro del destino se encuentran con Mulţumesc mult, no duden en comprarla. Es una novela corta de no más de 100 páginas, pero por la que le tengo fe al escritor.