Caigo en una noticia del presidente ruso, de la que solo leo el titular, porque dedicó mi atención a la foto que viene debajo: El “emperador” sentado en su escritorio.
La expresión de su rostro la misma de siempre: Una mezcla de mal genio y sufrimiento. Su semblante hace pensar que, aunque con todo el poder que ostenta, ha tenido una vida reprimida, o puede ser que ande estreñido a toda hora y ya está. De ahí la rabia contra la vida, el mundo el universo, el más allá, y que quiera agarrar a bombazos a quien se oponga a sus planes.
Sale mirando una pantalla en la que, me imagino, le informan sobre los avances de las tropas rusas sobre Ucrania.
Sobre la mesa también hay unos papeles desordenados aquí y allá y casi al borde un jarro de color azul oscuro: el típico mug en el que uno se toma el primer café del día.
Parece que fuera un regalo que le hizo alguien que aprecia mucho. ¿Quién? No sé, digamos que uno de sus nietos, si es que tiene. Pensemos que sí y que su preferida es Irina, una rubia de ojos azules y pelo rubio liso. Es difícil imaginarlo en rol de abuelo, pero puede ser que Putin se derrita cada vez que la niña le dice: “я люблю тебя дедушка” (ya lyublyu tebya dedushka): Te quiero abuelo.
Ni modo de culparla, uno no escoge la familia que le tocó.
Como todos nos parecemos en algo, Putin utiliza el regalo de su nieta para guardar esferos. Pero a diferencia de esos mugs repletos de esferos de múltiples colores, que usted o yo, querido lector, tenemos en la casa u oficina, Putin solo tiene 3 y todos son de color verde militar; todo es guerra para él.
¿Por qué 3 y para qué los utiliza?
Uno es de tinta negra y con él firma todos los documentos y leyes de su país. Otro es el que le presta a los pocos invitados que tienen la oportunidad de pisar su despacho, y que, aún con la cara de puño que siempre lleva, se atreven a pedirle prestado un esfero.
El último, una pluma, lo utiliza para una filia de la que solo su círculo cercano tiene conocimiento.
Cuando algo le sale mal, el dirigente ruso le quita la tapa se baja los pantalones y se clava la punta con sevicia, una y otra vez, en sus muslos. De esa forma reprime sus rabia y pataletas de conquistador.
Quizá también a ello se deba su gesto serio e indescifrable: siempre está muriéndose del dolor.
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