Las opciones parecen ser infinitas: “Grande, mediano o pequeño; con caramelo, vainilla o chocolate; con Baileys, amaretto o sin licor; con leche deslactosada, entera o descremada; ¿lo quiere en combo con uno de nuestros productos de pastelería?” recita la cajera de memoria.
“Solo quiero un capuchino” pienso, pero destilo el combo de opciones, que me hacen dudar, hasta lo que creo querer: “Un capuchino mediano con leche deslactosada por favor”, respondo.
Me mira incrédula, quizá pensando cómo es posible que mí orden sea tan sencilla con todas las opciones que me dio.
" ¿Nombre de quién hace el pedido?"
"Ian", contesto
No me llamo así pero, ¿qué importa? Siempre me ha gustado ese nombre, desde que supe que así se llama el cantante de la MK2 de mi banda favorita, Deep Purple: Ian Gillan. Es breve pero también un balazo fonético agradable.
Mientras preparan mi bebida, imagino que soy un Ian, no Gillan pues lo considero irreemplazable, aunque me gusta cantar sus canciones, como esa noche que caminé más de 30 cuadras un día sin carro y el dios de la aleatoriedad decidió que sonara en mi MP3 Strange kind of women, y más que cantar la grité mientras caminaba.
Ese Ian que soy en él café, es alguien que no tiene idea alguna que hace en Bogotá. Vive en Letonia. Un día empacó un par de mudas de ropa en una maleta pequeña, cómo si se fuera de viaje a una provincia cercana a su ciudad, fue al aeropuerto y decidió comprar un pasaje a cualquier destino.
Así fue como él, yo, si nos fijamos bien, aterrizó en Bogotá. ¿Qué por qué ese impulso tan inusual de viaje? La respuesta, creo yo, o él, es porque Ian a pesar de ser tan alguien tan diferente, a veces también siente ganas de ser otro, y no hay mejor forma de experimentar esa sensación que llegar a un lugar donde nadie nos conoce.
“Capuchino mediano para el Señor Ian” dice en voz alta uno de los baristas. Algunas personas me miran mientras, orgulloso, recibo la bebida. Si tan solo supieran que vengo de Letonia.