Llego al lugar. No soy de los primeros así que me toca saludar y tratar, de la mejor manera, de adaptarme a una dinámica de conversación que ya lleva cierto tiempo, en el que, me imagino, se han pactado tácitamente ciertos patrones de conducta: temas, formalismos, camaradería, etc. señales casi imperceptibles que nuestro cerebro capta y obedece para poder desenvolvernos “bien” cuando hacemos parte de un grupo.
Esperamos en una esquina y somos tres mujeres y un hombre, más un recién llegado, yo, quien libra de ese papel a la persona que había arribado antes. Trato de buscarla con la mirada para buscar algo de apoyo y, quizá, dirección, pero ninguno me la sostiene, se nota que quieren que sufra con mi nuevo papel en el grupo.
Conozco a dos de las personas: un hombre y una mujer, las otras dos hacen parte de ese amplio grupo demográfico conocido como “desconocidos”.
Saludo a mis amigos, y en seguida me dirijo hacia las mujeres, “Hola” les digo esbozando una sonrisa algo estúpida y le extiendo la mano a la primera, que me hace sentir ridículo pues se abalanza a darme un beso en la mejilla. Descuelgo el brazo que había estirado, para que su estampida corporal no lo atropelle.
Me dice su nombre, pero instantáneamente empieza a caer en los abismos de mi cerebro, mientras volteo a mirar a la otra mujer. Es rubia y tiene pinta de extranjera. Sin dejarme coger ventaja de la situación, esta vez soy yo quien se lanza a saludarla de beso, pero la escena se torna algo torpe pues, logrado mi cometido y mientras hecho mi cuerpo hacia atrás, la mujer me ofrece su otra mejilla, por lo que tengo que deshacer mi impulso, en una especie de baile o pasito tun tun, para plantarle el segundo beso.
Mientras nos colgamos de lugares comunes y conversamos sobre cosas poco comprometedoras, cada vez me despojo más de mi papel y hago parte de los presentes. Al rato alguien dice “Allá viene Laura”; sonrío. Es hora de abandonar mí papel de “recién llegado”.