Hace Más o menos un año abrí la nevera y me encontré con la cabeza de un hombre en un plato. Tenía la lengua afuera y los ojos abiertos. La cerré de un portazo. Parecía como si todo fuera una broma de mal gusto, y que alguien se tomó el trabajo de meterse dentro de la nevera para hacerse el muerto. No sé quién se pondría en esas, pero en esta vida hay gente que se presta para cualquier cosa.
“¿Me he vuelto loco?”, me pregunté. Cerré los ojos, volví a tomar la manija y comencé a abrir la nevera de nuevo. Como me acababa de despertar pensé: “quizás estoy en un territorio intermedio entre el sueño y la vigilia, un lugar en el que los bordes de lo real y lo irreal se rozan y por eso ocurren este tipo de cosas”.
Cuando terminé la operación, conté hasta 3 y abrí los ojos, no poco a poco como le indican a uno al terminar una meditación, sino de un portazo a la inversa. Aparte de unas cuantas frutas, una caja de leche, 5 huevos, tres cervezas, un taco de queso, un frasco de mermelada de mora, y un pedazo de pizza que quién sabe cuánto tiempo llevaba ahí, la cabeza ya no estaba.
Solté un suspiro, en apariencia de alivio, pero cargado de decepción, pues en el fondo esperaba que siguiera ahí, ya que era un punto de trama perfecto para disparar mi vida en la dirección menos pensada, una forma para escapar de la rutina.
Desde ese día sigo buscando la cabeza, pero no me la he vuelto a encontrar en mi nevera. Cada vez que visito a un familiar o un amigo, me invento una excusa para revisar ese electrodoméstico, pero la cabeza no ha vuelto a aparecer.