Me alejo del grupo y me siento en una banca improvisada, ubicada justo en el filo de una ladera, hecha con un tablón de madera y dos pedazos gruesos de tronco que hacen de patas. Estoy en un conjunto de casas de ladrillo y techos de paja. Cada una tiene una chimenea. Imagino como pasaría una tarde dentro de alguna de esas casas, sentado en un sillón reclinable, con una bebida caliente en la mano y con el crepitar de la leña como ruido de fondo.
Al fondo un grupo de árboles —“deben ser pinos”, pienso— bordean el conjunto, y más hacia el fondo alcanzo a ver los techos de las casas del pueblo.
También presencio un concierto de ladridos lejanos, de perros de todos los tamaños. Imagino que son fieros o intentan aparentarlo, pues en realidad son perezosos. Ocasionalmente un gallo despistado, son las 11 de la mañana, cacarea fuerte como si fueran las cinco.
No hace ni calor ni frío. Podría decir que hace un clima perfecto, y lo acompaña una brisa refrescante.
A ratos escucho el zumbido de algunos insectos que pasan cerca de mis oídos, pero no me preocupo en espantarlos; los dejo ser, que me piquen si es el caso.
El cielo está encapotado con nubes negras, grises y blancas, y parches de cielo azul color claro. La montaña está repleta de árboles, con unos claros que parecen rocas o arena. También se alcanzan a ver, en la ladera, unas casas pequeñas de paredes blancas y techos verdes.
Los ladridos de los perros se intensifican y ahora parecen de pelea, como si todos estuvieran reunidos en un mismo lugar y un intruso acabara de llegar.
A ratos, por encima de todos los sonidos del ambiente, se alza el ruido de un torno de algún taller, pero dura pocos segundos funcionando.
Justo al borde de la montaña hay una estructura metálica gigante si se compara con el tamaño de las casas del pueblo, parece una fábrica abandonada.