martes, 30 de abril de 2019

Comprar libros

“¿Tienen Los Tiempos del Odio de Rosa Montero?”, le pregunto a una de las personas que atiende en uno de los pabellones de la Feria del Libro. “Deme un segundo y pregunto”, responde una mujer muy flaca que lleva gafas con un marco grueso de color negro, mientras desaparece de mi vista. 

“¡Uyy! Ese es buenísimo”, dice una mujer que que se encuentra a mi lado. “Me lo terminé la semana pasada”, concluye. Calla unos segundos y luego dice “Tan metida yo, ¿cierto?”. Le sonrió y le digo que no hay problema, y le pregunto que si ya se leyó los otros dos: Lágrimas en la lluvia y el peso del corazón, que completan la saga futurista de la detective Bruna Husky. 

“Ahh si el del corazón me lo leí hace un tiempo”, pero el otro no. No sabía que era una saga”, responde. “¿Va a ir a alguna de las charlas de la escritora?, le pregunto. 
“Cuándo?”, pregunta abriendo los ojos. 
“El otro fin de semana”. 
¿Dónde?”. 
“Aca en la fería”. 
“¿Oiste?”, le pregunta a su esposo, Rosa Montero va a dar unas charlas, ¿venimos?”. 

Pasado unos minutos, con la ansiedad que me genera tener tantos libros rodeándome y no poder encontrar los que quiero, le digo a mi hermano que nos vayamos. “Espere que la mujer le dijo que ya venía”, me dice. “Tiene razón”, pienso, y me distraigo mirando las caratulas de unos libros que no me interesan. 

Al rato aparece la mujer y me dice que no lo tienen, pero que lo puedo encontrar en cualquier stand de Planeta. Le doy las gracias y me dirijo a la caja para llevarme Los Informantes, de Juan Gabriel Vásquez y La Eterna Parranda de Alberto Salcedo Ramos, un libro al que le tenía ganas desde que tomé un taller de crónica, con Sergio Ocampo Madrid, por allá en el 2016. 

Tiempo después por fin encuentro el stand, y sí tienen el libro de Montero, pero también busco con ansias La vida a Ratos, la última novela de Juan José Millás, mi escritor favorito. Recuerdo, en ese momento, mi primer encuentro con el escritor, precisamente en el stand de Planeta. En ese entonces no tenía idea de su existencia, pero alguien había dejado Articuentos Completos a la vista. Lo tomé para hojearlo y lo abrí, digamos en la página 678, leí una frase que me hizo totear de la risa, y no dude en llevarlo. Que maravilla eso de la serendipia. 

Me canso de buscarlo porque nadie parece tener idea del escritor español, y porque es complicado que una publicación tan reciente esté en la fería. Igual no salgo con las manos vacias, también me llevo: Era más grande el muerto de Luis Miguel Rivas, Diario del Gueto de Janusz Korczak, una de esas compras a ciegas, y una librería en Berlín, de Françoise Frenkel, porque tengo una debilididad gigante por esas novelas que vislumbran a los libros como una de nuestras últimas fronteras de batalla. 

Con mis compras me dan la opción de escoger dos libros gratis, los que tienen no me llaman para nada la atención, y tomo dos a al azar solo porque sí, pues no los pienso leer, ni hojearlos, nunca: Diario de gratitud y felicidad de Karen Halliday y por qué Juegan once contra once de Luciano Wernicke. Que lástima, en la versión pasada de la feria del libro, uno de los libros que tenían para regalar era “Como contar una historia”, un taller de guion de Gabriel García Márquez.

lunes, 29 de abril de 2019

Que cagada de muerte

Si no recuerdo mal, cuando era pequeño nunca sentí necesidad de tener mascota, o de pronto sí, aunque ya no me acuerdo, quise tener un perro, pero fue un deseo que nunca mencioné a mis padres porque sabía que no me iban a dejar tenerlo en el apartamento. Muchas veces los oía decir cuando hablaban con amigos: “Un perro es para tenerlo en una casa con un patio grande”, y luego comenzaban a hablar sobre Nicki, un perro salchicha que tuvo mi hermano mayor cuando vivieron en Popayán, en una casa con un patio amplio. 

Las ganas de un perro como mascota de pronto era un deseo inconsciente, del que mis padres se dieron cuenta cuando jugaba con Simona, la perra de una vecina. 

Un día se aparecieron con una tortuga de las pequeñas, y me dijeron que cual nombre me gustaría ponerle, y yo, a mis ocho años, ajeno a procesos creativos de lluvia de ideas y divergencia, respondí “Tuga”, y así se quedó. 

La casa de Tuga era un acuario con muchas piedras pequeñas y lisas, acomodadas contra una de las esquinas y el resto era agua a un nivel poco profundo. Tuga era más bien floja para nadar, y se pasaba la mayor parte del tiempo sobre las piedras. Solo se sumergía cuando le  cambiábamos el agua por agua templada. 

Era muy caprichosa. Le gustaba la carne cruda, pero solo la aceptaba si se la dábamos en trozos muy pequeños ensartados en la punta de un palillo. Alguna vez me las arreglé para introducir un ínfimo pedazo de lechuga en uno de los trozos de carne, y se lo di. Comenzó a masticarlo y al poco rato escupió la lechuga y se tragó la carne. 

Hizo parte también de mis carreras de carros y era la piloto, solo un decir pues la montaba en el platon de una camioneta negra que solía ganar porque era la que mejor se deslizaba sobre un tapete blanco lleno de irregularidades. 

Tuga parecía un animal sano, hasta que un día sufrió estreñimiento y a mi hermana se le ocurrió aumentar el nivel del agua para que tuviera que esforzarse nadando hasta las piedras, pues ella pensó que ese esfuerzo la iba a ayudar a defecar. 

Al día siguiente apareció flotando boca arriba; cuando lavamos el acuario nos dimos cuenta de que sí había defecado.  

domingo, 28 de abril de 2019

Hágale que no viene carro

El prefijo des indica la inversión o negación de un significado. Me parece entonces que la palabra Demente, “deterioro de las facultades mentales”, le hace falta una s o, mejor, para no afectarla, que debería existir otra nueva: Desmente

Esa palabra haría referencia a ese tipo de situaciones que, imagino, todos hemos experimentado, en las que nos enfrentamos a una situación con poca información, y en las que debemos tomar una decisión rápida. Una de esas en las que no tenemos tiempo para llamar a un amigo ni consultarlo con la almohada; una decisión, como todas, que bifurca nuestro camino para bien o para mal. 

Pare ese tipo de momentos es que aplica la palabra desmente, cuando le hacemos más caso a la intuición, al feeling interno que a la razón, y decidimos algo importante en nuestras vidas sin echarle mucha cabeza al asunto, es decir, sin mente. 

Esta palabra, no-palabra, implica perfeccionar el arte del porque sí, uno que muy pocos dominan, pues cuanto nos cuesta dejarnos llevar por el impulso, y no sentir la necesidad de tener cada palmo de nuestras vidas medido. 

Aquellas situaciones para las que aplica actuar bajo esa palabra, llegan en el momento menos pensado, cuando creemos estar en completa calma o tranquilidad, y de pronto aparece esa urgencia apremiante en la que debemos tomar una decisión, ser desmentes, si es que aplica esa palabra. 

Me gustaría escribir más sobre ella, pero se me dificulta porque aún no la he descubierto del todo, y creo que me hace falta experimentarla más, para poder dar una definición más acertada, pero básicamente el llamado es a actuar si pensarlo tanto o, como diría un viejo amigo, Hágale que no viene carro.

jueves, 25 de abril de 2019

Nueces

Me llega un mail el cual me informa que para terminar mi compra de nueces peladas (precio sobre 10 kilos), solo me falta pagar $5.500 en la sucursal Servipag. 

Imaginemos un día en el que uno se levanta con la cabeza libre de angustias, uno en el que, por alguna extraña razón, nos sentimos en completa paz con la vida, donde, en apariencia, ningún asunto presenta algún tipo de exceso o escazes. Además de eso, el clima que hace es perfecto: cielo despejado con un sol radiante, que viene acompañado de una brisa que evita cualquier tipo de bochorno. 

En ese día idílico, digamos, por llamarlo de alguna manera, tenemos que comprar nueces, ¿para qué? no sé, lo más sensato, creería yo, sería decir que las necesitamos para una receta, un pavo relleno, por ejemplo que, supongo, las lleva. 

No soy aficionado a las nueces, y lo primero que se me viene a la mente cuando las escucho mencionar, son aquellos casos que se escuchan de personas que son alérgicas a ese fruto seco y que sin querer las prueban, se les cierra la traquea, dejan de respirar y mueren. Alguna vez, por ejemplo, leí una historia de esas en la que un hombre comía un producto, en este caso tenía canela, y luego, besaba a a su novia. Al poco tiempo esta se moría, pues era alérgica a ese polvillo. 

Pero volvamos al día de clima perfecto en el que tenemos que comprar nueces. Digamos también que es un sábado, y entonces podemos hacer pereza en la cama: Abrir los ojos volverlos a cerrar, dar media vuelta y enrollarnos en las cobijas, o lo que sea que signifique hacer pereza para cada persona. 

Ya en la ducha, cuando el agua golpea nuestra cabeza, nos acordamos de que tenemos que comprar nueces. Jugamos con el pensamiento un rato, pero luego lo descartamos por cualquier otro.

Luego, en el cuarto, cuando nos estamos poniendo las medias y como de la nada, el tema de las nueces aparece de nuevo en nuestra cabeza. Podríamos salir a comprarlas, caminar un rato hasta el supermercado y aprovechar el buen clima, pero la tecnología nos ha hecho perezosos, y por eso decidimos pedir 10 kilos, una cantidad arbitraria, Como para que no falten, a través de una App. 

Nunca realicé un pedido de nueces. Que miedo que Internet, las redes, la tecnología, vayan dejando regadas diferentes identidades nuestras por todo el mundo. Hoy es solo eso, mañana me pueden estar buscando por estar involucrado en la muerte de una persona que se comió un trozo de torta que llevaba nueces. 

¡Qué mundo!

martes, 23 de abril de 2019

Separadores

En este día del libro, Rindámosle una especie de homenaje a ese adminículo que nos ayuda, de cierta forma, a no perder el hilo de una lectura. 

Es un elemento importante al que, a los que nos gusta leer, le guardamos un gran aprecio. Cuando era pequeño, siendo en ese entonces un lector esporádico, me parecía un sacrilegio que mi hermana mayor por practicidad, comodidad o lo que fuera, doblara la esquina de la página de un libro para marcar en donde iba su lectura. 

Me parece que se siente bien, y es hasta un acto poético, aquel momento en que uno termina de leer cuando, digamos, los ojos se nos empiezan a cerrar,  tomamos el separador y lo metemos entre el libro. 

Los míos están arrumados en uno de los niveles de mi biblioteca, y el tamaño del morro, me gusta esa palabra, aumenta de a uno o dos, cada vez que compro un libro. 

Aunque son varios siempre suelo utilizar el mismo, uno de imán que en una de sus caras tiene una caricatura de Virgnia Woolf. Ese, por ejemplo, me lo “robé” un día que solo estaba de visita en Bookworm y no compré ningún libro. 

“The way to rock oneself back into writing is this. 
First gentle exercise in the air. Second the reading of good literature. 
It is a mistake to think that literature can be produced from the raw” 
- Virginia Woolf, A Writer’s diary - 

Tengo dos de la Lerner. Creo que los obtuve en diciembre del año pasado cuando me obsesioné por comprar un libro de Clarice Lispector. Acompañé a mí hermano a una vuelta en Unicentro, y en la Nacional no tenían ninguno de esa autora así que llamé a Wlborada y en la casa de la patrona de los libros si tenían el que estaba buscando: Felicidad Clandestina. De camino a la librería, se me cruzo la Lerner y decidí bajarme ahí. Allá no tenían ese, así que me al final me lleve En Estado de Viaje, una recopilación de cartas, notas y crónicas de la escritora. 

“Estoy leyendo bastante, estoy intentando llegar a través 
de los libros a una conclusión sobre las cosas, que me parecen
más confusas que nunca” 
- En estado de viaje – 

Tengo uno que me trajo una amiga de Guatemala muy bonito,  tejido en hilos de diferentes colores. No recuerdo si cuando me lo dio me regalo un libro, pero me gustan mucho sus regalos cuando llega de viaje, pues casi siempre son libros de autores que no conozco, originarios de los lugares que visita. 

Otra amiga me regalo uno de El salvador. Una tablita de madera con un dibujo de montañas, pájaros y mariposas con colores muy vivos. Da algo de alegría mirarlo y sostenerlo en las manos. 

Otro es del Hay Festival del 2016, la primera vez que fui a ese festival. La mayoría son como ese, muy sencillos, como un trozo rectangular de algún material solido y flexible a la vez, que llevan mensajes provocativos: ¡Prueba a leer cuando no toca! Lee lo que quieras, pero lee; leer es mi estilo; Leer es la clave; Coma, duerma, lea; entre otros. 

Los más internacionales, por decirlo de alguna manera son: uno de imán que me trajo mi hermana de Alemania con una silueta de la fachada de la Kaiser-Wilhelm-Gedächtnis-Kirche , y otro que tiene una frase que dice algo como: leer libros significa ir de excursión a mundos distantes en las habitaciones, bajo las estrellas.

lunes, 22 de abril de 2019

Frases

El lenguaje está presente en nuestras vidas a todo momento. Absorbemos palabras, al tiempo que ellas nos absorben y bombardean nuestro cerebro sin parar, estamos a merced de ellas. 


Encima de un mostrador de una sala de espera de consultorios médicos un letrero dice: consulta externa y al lado en letras itálicas lleva está su traducción al inglés: Outpatient. Imagino que la traducción es errada, porque me la imagino literal: External consultation, hasta que decido que esa palabra que encierra a las dos en español, es la traducción indicada. A la derecha hay otro letrero: Baños Públicos Public Toilets, lo leo mentalmente como si fuera una cuña radial. 



Paseo la mirada por el lugar y una estructura de cartón de color verde chillón, que está recostada sobre una pared, dice: Uso preferencial Adulto mayor. Embarazadas. Discapacitados. Cada palabra debajo de la anterior. No indica de que se trata el el uso preferencial, y parece como si los discapacitados soportaran a los otros dos grupos de personas. 

Un hombre llega al lugar, y lleva puesta una camiseta azul que dice: “Leader on the field”. Por alguna razón imagino que el campo al que hace referencia la frase es uno de futbol americano, y ubico al hombre en la grama. Es un mariscal de campo, a punto de lanzar un pase profundo. 

“¿Cómo está el clima, rico?” Pregunta una mujer que está sentada a mi lado, y que lleva puesta una camiseta blanca a cuadros rojos y tenis. Tiene el celular en altavoz, pero aún así se lo pega a la oreja como si estuviera en una conversación privada. Habla sobre tiquetes de avión costosos y de que tiene que estar en el aeropuerto a las 8:30 p.m. 

Miro hacia la ventana y en el edificio de la acera de enfrente están arrendando una oficina, el número comienza por 357, pero no termino de leerlo, pues para lo único que me interesa es para llamarlos y decirles que no estoy interesado en la oferta. 

Al salir del edificio una mujer que lleva puesto un chaleco morado impermeable, blu-jeans y tenis blancos se me adelanta, va hablando por celular y le dice a su novio, esposo, quién sea: “Listo. Listo. Sí, sí, sí, mí amor.” 

En otro lugar, una pared azul tiene escritos varios tipos de carne: Salami selva negra, rollo suizo, Molleja cervecero. El último nombre patina en mi cabeza por la incongruencia en el género gramatical. 

“Los invitamos a visitar nuestra página web” dice un cartel pegado en una pared, y me imagino ese sitio web como un lugar físico. Junto a él otro dice: “Política de calidad” en letras mayúsculas y en letras diminutas está escrita, supongo, la política. Al lado un múñeco blanco sobre un fondo verde, en una posición que aparenta movimiento acompaña las palabras “Salida de emergencia, que resulta ser la misma salida del local, por la que todos entran de forma calmada. 

Más tarde pido un turno en una máquina, y escupe el RB 507. Me siento y miro la pantalla que los anuncia, pero todos tienen combinaciones con letras diferentes: el SB 320 en el módulo 1, el PB, así solo y extraño sin números, en el módulo 4, el RB 321 en el 2; estoy a 186 turnos de ese, pero no veo a más de 10 personas en el lugar; el SB318 en el módulo 3, y así. 

Leo un poco para calmar la desazón que me producen esos sistemas de turnos. Las páginas que alcanzo a leer hablan sobre qué significa escribir a lápiz y su extensa duración, y, de cierta manera, el escritor compara eso con un fumador empedernido que espera que su cigarrillo dure más de las caladas que le suele dar, al igual que los sorbos que una persona que está sentada en la barra de una bar, le da a su bebida. 

El RB 507, el turno, yo, sale o salgo en la pantalla. La espera se acabó. 

Camino a casa paso por un edificio que parece estar a punto de derrumbarse, está inclinado y su estructura tiene muchas grietas. Tiene un pendón en toda la mitad que dice: “VENDO O PERMUTO”. En el segundo piso, un ventanal sin cortinas deja ver dos maniquíes con vestidos de matrimonio. Imagino a un sastre muy viejo sentado al frente de su máquina de coser, el único inquilino que no ha abandonado ese barco de concreto que, poco a poco, se hunde.

viernes, 19 de abril de 2019

Monstruo

Escribir es también como un monstruo. Espera uno que las palabras salgan ordenadas de los dedos al teclado, y poder contener los textos, dominarlos, pero muchas veces ocurre lo contrario, se desbordan y adquieren vida propia. 

Quizás la tecnología y los computadores nos dan una ligera sensación de que estamos al mando, de que somos los amos y señores de lo que escribimos, que en la memoria del computador, o en la nube, el texto está a salvo, inerte, pero no nos damos cuenta de que quizás es imposible contener a ese monstruo. Pienso sobre esto porque leí un poco sobre Thomas De Quincey. 

El texto que leí dice que el escritor británico deambula mucho por las calles y que procuraba anotar todo en diferentes hojas, pedazos de papel y cuadernos: lo que veía, lo que comía, las personas con las que se cruzaba todos los días, las prostitutas que frecuentaba, en especial Ann, una a la que le tenía un gran aprecio. 

Alquilaba cuartos en pensiones donde vivía rodeado de libros y sus anotaciones y, a veces, cuando se inclinaba a escribir, se quemaba el pelo con la vela que tenía en su escritorio. 

Siempre cambiaba de lugar y, en ocasiones cuando se marchaba, para evadir el pago de su renta, dejaba todos sus pertenencias y escritos desperdigados, como si no le importaran, pero apenas dejaba un lugar, comenzaba a escribir de nuevo con la misma pulsión. 

Eso me hizo pensar en la escritura como un monstruo, un ser capaz de invadir nuestro cerebro sin permitirnos pensar en nada más, algo que no sigue ningún tipo de reglas, de inicios, nudos o desenlaces, sino más bien impulsos y deseos retorcidos. 

De pronto ese monstruo es el inconsciente del que habla Anaïs Nin en sus diarios, aquel lugar “donde reside la verdadera fuente de la creación”. 

No queda más que dejar que el monstruo nos habite y “escribir por puro hábito”, como decía Virginia Woolf en los suyos, sin prestarle mucha atención a los errores, y escoger las palabras sin más pausa que la que se necesita para mojar de tinta la pluma.

jueves, 18 de abril de 2019

La carnicera impoluta

Camino, es temprano y las calles están desoladas. Una mujer viene caminando en sentido contrario; lleva un delantal blanco, gorro y botas del mismo color. Es una carnicera pienso, aunque las botas no son negras y el delantal no tiene ni una sola mancha de sangre, está impoluto; me gusta como suena esa palabra. 

A medida que nos acercamos se perfila hacia mí, ¿Qué querrá? 
“Hola, buenos días, ¿usted sabe donde queda el supermercado? 
“Hola, sí. ¿Si ve allá ese parque?, cuando llegue a él, doble hacia la derecha, camina un poco y ahí lo encuentra”. 
“¿Ahí donde está el carro?”, pregunta ahora. La noto desubicada, así que le respondo: 
“No, no, en el parque. Si quiere vamos, que yo voy a pasar por ahí” 

Después de que empezamos a caminar, le pregunto si trabaja en un restaurante y responde que sí, que en la cocina de Crepes. Que la mandaron a comprar arroz y unas pastas, para el almuerzo. Siempre que escucho esa palabra, el lingüista que llevo por dentro entra en conflicto: ¿Es válida?, ¿no debería decirse pasta en vez de pastas? Igual me ocurre cuando escuchó la frase “las platas”, o cuando alguien me pregunta: “¿Quieres celebrar mis cumpleaños?”. 

Me encuentro con un link que dice que cuando se quiera utilizar el plural de pasta, debe usarse la forma espaguetis, pero esa palabra también me suena extraña, me parece que es una palabra que utiliza un personaje de una serie de televisión turca, por decir cualquier cosa, traducida al español. Siento lo mismo cuando alguien dice cena en vez de comida, en fin. 

Ahora Le pregunto a la carnicera no-carnicera que si no comen los platos de Crepes. Me responde que si, pero que hay veces que se aburren de comer siempre lo mismo y que por eso cocinan otras cosas más caseras. 

También me cuenta que cuando se encontró conmigo iba de vuelta al restaurante porque le había preguntado a un señor, pero este le había dicho que no tenía ni idea donde quedaba el supermercado. 

“Mire es aquí”, le digo a la carnicera impoluta una vez llegamos al sitio.
“Muchas gracias”, responde y luego cruza de afán la calle.

miércoles, 17 de abril de 2019

Huecos en la trama

Hoy tenía pensado escribir toda la tarde. Quería editar el cuento del francotirador que ya no se llama Radiša Dobrilo, sino Nikolče Drangov, pues emigró con su madre de Macedonia a Zagreb.   ¿Por qué le cambié el nombre?, porque en aquella época de la guerra de Yugoslavia, bajo el manto podrido de la limpieza étnica, los nombres eran muy importantes, ya que por el apellido de una persona se podía determinar si era amiga o enemiga, al igual que por la manera en que las personas se saludaban, el número de besos que se daban y esas cosas, se sabía que religión practicaban o de qué región eran, que locura , ¿cierto? 

Les decía que quería escribir o bien reescribir, pero finalmente eso no sucedió. La culpa la tuvo Black Summer, una serie de Netflix que trata, al parecer, sobre una epidemia zombi, pero que en mi humilde opinión tiene la trama llena de huecos. 

A continuación, voy a hablar específicamente de un capítulo, así que si usted, estimado lector, piensa verla, lo mejor es que deje de leer este post, si es de ese tipo de personas que por nada del mundo se pueden enterar de lo que va a ocurrir en una serie. 

El punto es que todo se fue al traste, y la raza humana está amenazada, por una especie de muertos vivientes que, paradójicamente, son inmortales, es decir, puede uno descargarles un cargador entero de metralleta en el pecho, y ellos, como si nada, se vuelven a poner de pie y continúan persiguiendo a las personas. 

En el penúltimo capítulo, el grupo de sobrevivientes y protagonistas de la serie llega a una especie de base militar y cuando logran entrar de fondo se escucha música electrónica. Un militar gordo y de bigote hace entrar a una mujer y un hombre en un ascensor para llevarlos a unos niveles subterráneos. A medida que cambian las escenas la música se escucha más fuerte y, de un momento a otro, abren las puertas de  un bar de música electrónica, que está en la mitad de la nada y fuertemente custodiado por militares y, para terminar, bajo tierra.

En un momento me pregunté si me había quedado dormido, una posible razón para no entender que estaba pasando, pero estoy seguro de que no fue así. 

La verdad me pareció un poco ridículo que ante semejante amenaza: el fin de la humanidad, el Armagedón, para ponerlo en términos bíblicos. ya que estamos en semana santa, existan personas preocupadas en ir a contonear el cuerpo a un bar de música electrónica, que queda en la mitad de la nada. 

Al final todo se va al carajo, pues, no sé como, uno de los muertos vivientes inmortales aparece en el lugar, y mientras que todo el mundo corre despavorido en  todas las direcciones, los militares comienzan a darle bala a lo que se mueva. 

No sé qué pretendieron los guionistas con ese capítulo, pero es algo que no quiero que le ocurra a la historia de Nikolče Drangov, es decir, quiero que me quede compacta y redondita, sin ninguna hebra narrativa suelta por la que se pueda deshilachar.

martes, 16 de abril de 2019

El hombre de las historias

Un hombre hace una pregunta acerca de storytelling. Dice que muchas veces utiliza las historias que cuenta a manera de terapia personal, pero que se ha dado cuenta de que, en varias ocasiones, la audiencia a la que le cuenta las historias se ve muy afectada por sus relatos. Al final pide consejos y pregunta si debe revaluar su manera de contar historias, o bien, su relación con el storytelling. 

Muchas personas le dan su opinión al respecto. La mayoría de los comentarios sugieren que uno de los aspectos más importantes al momento de contar una historia, no es quien la cuenta, con sus asuntos emocionales no resueltos, sino la audiencia hacia la que va dirigida, que la historia es para ellos y no para uno. 

Las opiniones van y vienen hasta que una mujer de forma grosera, con esa asquerosa superioridad moral que nos caracteriza, pues todos la tenemos en o mayor o menor grado, le dice que eso que él hace no es contar historias, sino puras masturbaciones mentales; que si tantas ganas tiene de terapia, pues que se consiga una terapeuta. 

Estoy aburrido de nuestra superioridad moral, de creer que estamos sentados en la verdad y de que nos las sabemos todas, algo que las redes sociales han potencializado a más no poder. Lo peor es que hay veces que siento que no tengo idea de nada, cuando me encuentro con esas posturas, supuestamente  cargadas de verdad. 

Deberíamos procurar ser nada ni nadie; ir por la vida sin indignarnos por lo que las personas dicen o no dicen, piensan o no piensan, hacen o no hacen. deberíamos intentar ser como un árbol al lado del camino, o una mota de polvo que se mece al vaivén del viento, en definitiva, ser sin tanta alharaca.

lunes, 15 de abril de 2019

Un consejo

Tengo que contarte muchas cosas”, le dice una mujer a la cajera de un café, desde la puerta del establecimiento. El lugar es pequeño, y solo está compuesto por dos barras y cinco sillas. 

"Salí con fulanito el otro día, pues nos dimos besos y todo, pero pues ya. A mí la verdad no se me despertó nada, y me la pase pensando en Juan, en cambio a él si se le empezó a despertar otra cosa." 

La cajera ríe por el apunte de su amiga, sin interrumpirla. “Pues me pareció bien y todo, pero pues no como para eso es una primera cita”, concluye la primera. 

Luego, aún de pie, dice: “Es que mi hstoria es muy complicada”, 
“¿Por qué lo dices?”, pregunta la cajera, “¿quieres algo, un café, un te, algo?”. 
Algo bien fuerte”, responde la mujer mientras toma asiento.
“bueno, te voy a prestar mi jarro, te hago un expreso y me cuentas. Al rato le pasa el jarro.  Es transparente y deja ver una bebida muy oscura que no parece doble, sino más bien triple. 

La mujer le da un sorbo y lo pasea por su boca haciendo un gesto de satisfacción. 

El lugar está solo y aprovechan para darle rienda suelta a la conversación: 

“Si has visto a la chica de ojos bonitos que atiende en el local de las tortas? 
“Si, ¿la de cara bonita?” 
“Si ella. Ella fue mi pareja hace dos años, pero yo después de eso conocí a Juan, y después llegó Emiliano, pero pues él era algo que tenía que suceder en mi vida con o sin Juan”. 

“La semana pasada estuve de cumpleaños y me llamó. Me dijo dizque: “gracias por haberme arruinado la vida, ¿qué tal el imbécil?. Yo no lo entiendo, dice que ama a Emiliano, pero no hace de papá nunca. Yo lo que pienso es: si Juan no se va a preocupar por mi hijo, lo mejor es que se desaparezca”. 

“Has vivido un montón, mi vida es más bien muy simple y eso que tengo 26, un año más que tú”, —anota la cajera de un momento a otro, y al instante pregunta—“¿Y con ella, qué?, refiriéndose a la mujer de los ojos bonitos. 

“No pues lo que pasa es que yo estaba con Mary, pero apareció Juan y yo la traté como un culo a ella. Después de mucho tiempo como que intentamos las vainas otra vez, pero ella trato de hacerme lo mismo, entonces las cosas no funcionaron, pero todavía nos escribimos carticas, y en una de las últimas me dijo que siempre me iba a amar, y pues yo también le dije que me alegraba muchísimo por como le estaban saliendo las cosas últimamente. ¿Tú que me aconsejas? 

La cajera la mira a los ojos fijamente, los de ella son negros y de pestañas largas. “Pues yo creo que ese Juan, definitivamente que se abra, y con ella pues…” 
“Esperar a que el tiempo decida las cosas, ¿cierto?”, termina la frase la mujer. 
“Si, yo creo que eso es lo mejor”, dice la cajera. Resulta imposible saber si tenía otra consejo en mente.

sábado, 13 de abril de 2019

Enamorarse, ¿eso pa' qué?

Suena la alarma del depertador que me empuja hacia el precipicio de la vigilia. Mientras voy cayendo en él, y antes de estrellarme del todo con el día por delante, me pregunto “¿Acaso no es sábado?” Sí lo es, así que oprimo uno de los botones para que deje de sonar. Al rato recuerdo que tengo una cita médica. 

Dejo que el radio despertador suene tres veces más, y doy media vuelta para esperar que suene el intro de Hightimes, la canción que tengo configurada como alarma del celular. Por fin decido levantarme, me baño y me voy sin desayunar. Sé que es malo, pero debido a mi indecisión y modorra se me hizo tarde. 

Llego faltando 10 minutos. Camino un corto trecho hasta llegar al edificio de consultorios y cuando llego al ascensor miro el reloj y ya solo me quedan 5 minutos, ¿En qué momento se esfumaron los otros cinco?, pienso, mientras vuelvo a presionar el botón del ascensor, confiado en que eso hará que llegue más rápido, pero no. Está en el piso 7 y no se mueve. Al poco rato comienza a bajar 5..3..1 y apenas se abren las puertas sale un niño corriendo y la mamá detrás de él, ahora solo me quedan 2 minutos. 

Subo y me te toca el papel de asensorista: Los ocupantes me empiezan a dictar los pisos a los que van: “Por el favor el 3”, “el 5, por favor, ahh ya está, gracias”. “Es tan amable el 7”. Cumplo mi labor de la mejor manera. 

Cuando llegó al quinto piso, la mitad de la sala de espera está llena, y la mayoría de las personas miran su celular. La recepcionista está hablando con otra persona, pero al tiempo por teléfono y no es claro a quién le presta más atención. Ahora queda un minuto para la hora de mi cita. La mujer despacha al hombre delante de mi y me pide mis datos. Cuando termino de dárselos me dice: “hay dos pacientes antes de usted”. 

Me siento al lado de una adolescente malacarosa que lleva una sudadera de color negro, el mismo de sus ojos y pelo, y me pongo a leer un libro. El rato llega una familia con un niño pequeño y se sientan en la hilera de sillas de enfrente. El niño se arrastra por el piso jugando con un carrito que a cada rato termina debajo de las sillas de los otros pacientes. En un momento cae debajo de la silla de la adolescente de sudadera negra, quien lo recoje y se lo pasa a los padres del niño. La miro y esta roja como un tomate, quién sabe porque le habrá dado pena. 

Por fin me llaman a consulta. 

La doctora me espera en su escritorio; siempre luce tranquila, como si estuviera en un estado zen eterno, y la música clásica que sale de unos parlantes, que no están a la vista, potencializa esa imagen de calma. 

Me pide que le muestre los exámenes, y mientras se los paso, pienso: ojala que no me haya rajado. Los mira por encima, mientras me distraigo mirando la pared de la que cuelgan todos sus diplomas. Después de un tiempo me habla y dice que todo está bien, y me hace pasar a una camilla donde me toma la tensión, me ausculta la espalda y el pecho , me hace tomar aire y botarlo y, finalmente, me pide que me vista. 
Nos despedimos, y antes de salir del consultorio hablo con la secretaria para programar la cita de control dentro de unos meses. “¿Cómo le fue?, me pregunta. Le cuento que bien, que la doctora me felicito porque todo, al parecer, está en orden. “Que bueno”, responde la mujer y me pide la plata de la consulta. Le paso un billete y me dice que no tiene cambio, “¿Tiene uno de 2000 Juan?”. Hago unas cuentas raras en mi cabeza y la mujer nota mi duda y me dice “¿Qué le pasa está enamorado?, sonrío y sin dejarme contestar concluye, “eso no se enamore que eso es malo, en serio”. 

Lo dice en broma, pero siento que sus frases tienen algo de verdad, que se muere por contarle a un extraño, como yo, los detalles de una desilusión amorosa. La mujer consigue las vueltas con la doctora. 

Luego de que me las da, me dice: “Pues sí, eso le digo y ríe un poco”. A manera de acto reflejo de conversación, se me ocurre decirle: “No, pero enamórese”, y responde de inmediato. “Si claro, enamórese de la vida”, vuelve a reír y concluye: “No, ¿eso pa’ qué?”. 

Le doy las gracias y me despido. 

jueves, 11 de abril de 2019

Esto

Esto, escribir, es una actividad que me desconecta, pero llamarla actividad es poco, es más bien una religión, o como meditar, un ritual al que dedico un tiempo o, mejor, uno que me dedico, y en el que toda clase de angustia desaparece. Es puro sosiego. 

Sosiego. Me gusta como se desliza esa palabra por la boca, cómo las vocales toman las curvas de las consonantes apenas se las encuentran y vcieversa; no creo que la utilice cuando hablo con otras personas, pero la leí hace poco y, solo con pronunciarla calma, es como un mantra: sosiego, sosiego, sosiego. 

Pero volvamos a esto, lo de escribir. Se escribe y se escribe y puede que el resultado no sean textos con mérito literario, pero eso es lo de menos. 

No tengo ni idea qué significa eso del mérito literario; supongo que tiene que ver con ser un novelista importante y con una larga trayectoria. Seamos prácticos, mérito significa: “Derecho a reconocimiento, alabanza”, y literario: “perteneciente o relativo a la literatura”. Ahora bien, si pegamos las dos definiciones el Mérito Lietario vendría siendo: “Derecho a reconocimiento y/o alabanza por actos relativos a la literatura”. Que vergüenza con la RAE. 

Una vez participé en una convocatoria de escritura y el formulario de inscripción decía: “Los textos a enviar deben tener mérito literario”. 

En esa ocasión le di largas al tema, lo olvidé, y llegó de nuevo a mi cabeza el último día antes del cierre de la convocatoria. Eran las 10:30 p.m. Abrí un documento y, como muchas veces me ocurre, miré la página en blanco por varios minutos, sin teclear ni una sola palabra. 

No se me ocurría nada. De pronto escuché un ladrido, seguido de unos gemidos, que provenían de un parqueadero contiguo, y ese fue el disparador. Escribí un texto que trataba sobre un hombre que escuchaba un ladrido, pero que no sabía si había sido producto de su imaginación o de la realidad, lo que sea que esto último signifique. Fue muy corto porque el formulario solo permitía un número determinado de caracteres. El texto, con o sin merito literario, me gusto mucho, y me sentí orgulloso de él cuando lo terminé. 

Nunca me llamaron de la convocatoria; imagino que los evaluadores no le encontraron ese mérito que tanto andaban buscando, que a la larga viene a ser un punto de vista, una opinión, venenosa como suelen serlo, pues ¿entienden lo mismo por ese concepto los miembros de la academia Sueca del nobel de literatura, que los del grupo encargado de otorgar el Pullitzer, por ejemplo? 

Es importante saber que esto, escribir, valga la redundancia, de cierta manera está por encima de esa dicotomía de bien o mal; lo más importante, creo yo, es derrotar a la hoja en blanco y poner una palabra delante de la otra. 

Eso pienso de esto.

martes, 9 de abril de 2019

Manejar una relación

El taxista, un hombre con la cabeza rapada, como si estuviera prestando servicio militar, maneja de afán y da unos timonazos violentos. En los semáforos aprovecha para revisar unas notas de voz que alguien le ha enviado. Lleva audífonos puestos así que resulta imposible saber qué le dicen en ellas y, lo qué podría considerarse más importante, quién se las envió. 

Cuando el semáforo cambia de rojo a amarillo, el hombre vuelve a ubicar el celular entre sus piernas y pisa el acelerador con furia. Tiene la mirada fija hacia el frente, pero quien sabe qué situaciones está manejando en su cabeza, espero que no sean lo suficientemente poderosas como para que les preste más atención que  a la  vía por la que conduce, a la realidad, pues la mía, en parte, depende de la de él.

Otro semáforo, y otra vez lo mismo. Revisa la conversación en su celular con ansias, como buscando un mensaje revelador del que le hizo falta leer algo entre líneas. Esta vez decide contestarle a quien sea con la persona que chatea, con un mensaje de voz: 

“Hola, espero haber remediado mi equivocación, y no volver a caer en otro error, y sí, yo también TE AMO (así en mayúscula y negrita fue la pronunciación de esas dos palabras que pueden significar tanto o ser un mero formalismo). Mira yo la verdad quiero comprar una casa, estoy cansado de vivir en arriendo, y que los dueños del lugar me anden jodiendo cada mes. No sé si tu te le midas, si sí lo podemos hablar y cuando termine de pagar el crédito, que ya me falta poco, pedimos otro. 

Después del mensaje, de esa descarga emocional, el hombre disminuye la velocidad, como si el haber expulsado esas palabras que tenía atoradas quién sabe donde, lo hubiera sosegado. 

Llego a mi destino y no alcanzo a escuchar más planes a futuro de esa pareja que espera no repetir los errores que cometieron en el pasado.

lunes, 8 de abril de 2019

My Generation

Hoy escuché apartes de la entrevista que le hizo Vicki Dávila al “Doctor de la muerte”, sobrenombre un poco ridículo la verdad, un doctor que practica la eutanasia, y como dato importante, pero más bien amarillista, decían que solo le faltaba una muerte más para llegar a las cuatrocientas, pero el número, creo yo, le importa a él en lo más mínimo. 

La muerte es un tema muy jodido, y nos vuelve un nudo cada vez que nos roza de cualquier manera, porque no tenemos ni idea acerca de ella, no sabemos qué nos espera cuando finalmente llega, si el más allá realmente existe, o si simplemente la vida se acaba y ya, sin cielo ni infierno y todos esos escenarios que tenemos metidos en la cabeza. Supongo que eso a nosotros, los humanos, con nuestras ínfulas de sabiduría y quienes hemos sido capaces de descubrir la existencia de galaxias a millones de años luz, nos da rabia, es decir, no tener ni idea en qué realmente consiste la muerte, aparte del mero acto de morir. 

“¿Hasta que edad quiero vivir?”, me pregunto, pensando en la mítica frase de My generation, la canción de The Who: “I hope I die before I get old”, porque si uno se fija bien, pues sí, mejor morirse antes de que el cuerpo y sus órganos comiencen a fallar, cuando la vejez nos cubre con su manto de desagradecimiento. 

Contaba ese médico que el caso que más lo ha afectado, fue cuando le practico la eutanasia a una mujer de casi 50 años que era diabetica desde pequeña, y a la que le tenían que practicar diálisis cada día de por medio. La enfermedad también la había dejado ciega y lo más probable era que le tuvieran que amputar ambas piernas, pues ya estaban llenas de morados. 

Decía el médico, con la voz entrecortada, que eso no fue lo que más lo impacto, sino que el día del procedimiento la mujer se encerró con una amiga, en el cuarto de la pensión en la que vivía, y se vistió con la mejor pijama, se maquilló con polvos y labial rojo, y se puso unos aretes de oro, una de las pertenencias más valiosas que tenía. 

Todo el tema me hace recordar la crónica “Son 15 minutos. Dejas de respirar. Y fuera”, del libro Vidas al Límite de Juan José Millás, en la que el escritor acompaña a un hombre de 66 años, el día anterior al que decide quitarse la vida. La vuelvo a leer. 

El hombre le cuenta cómo su declive comenzó con dos ataques cardíacos después de ser un corredor que esprintaba, luego vino un problema de control de esfínteres, y como si no fuera suficiente, después le apareció un quiste radicular imposible de operar, porque una intervención quirúrgica significaba parálisis corporal. En ese punto los médicos, e incluso los tribunales, le dijeron que ya no había opción de nada, que solo le quedaba esperar a que la muerte le diera la gana de llevárselo. 

El hombre se preguntó “¿Qué hacer?” y evaluó la posibilidad de irse a Estados Unidos, comprarse una pistola y volarse los sesos. También había ido a edificios de Málaga a mirar desde un octavo piso, pero descartó esas opciones porque no le gustaba la violencia ni las cosas desagradables. 

Cuenta que ya no tenía energías para nada, que no puede caminar por más de 10 minutos, y que su casa parecía una farmacia por la cantidad de pastillas que tomaba, que también le producen muchos efectos secundarios. 

El hombre, de paso por Madrid, contactó al DMD (Asociación Derecho a Morir Dignamente) y le preguntan que cuando quiere hacerlo. “Mañana, ya que estoy aquí, mañana”, les respondió, y le dieron un llamado “Cóctel de Autoliberación”, compuesto por un hipnótico, y medicamentos contra la malaria que resultan mortales en altas dosis. 

Millás había quedado en asistir al momento en que se iba a tomar los medicamentos, pero no fue capaz de cumplir la cita; los únicos que lo acompañaron a eso de las 12:45 fueron dos funcionarios del DMD. 

Para su acto final, su desenlace digamos, el hombre su puso un pijama, dobló la ropa con cuidado, saco las pastillas pulverizadas y las echo en un yogur de fresa, que se tomó a cucharadas. Luego se sentó en un sofá, colocó los pies sobre una mesa, y medía hora después dejó de respirar.

viernes, 5 de abril de 2019

Ganas de metáforas

Tengo ganas de escribir. Siento que se me acumulan las palabras en los dedos, pero no sé que contar. Es un sentimiento raro. 

Pensaba terminar la frase anterior con una analogía precisa: “es un sentimiento raro, como cuando bla bla bla”, pero no se me ocurrió ninguna, bueno la verdad si se me ocurrió una; tenía que ver con tener sed y encontrarse una fuente de agua, pero la escribí, la leí un par de veces y no decía nada, todo un desacierto de palabras. 

Una de las cosas que más me gustan cuando leo, es encontrarme con figuras narrativas que me cachetean mentalmente. Cuando eso ocurre, las leo y releo varias veces como para atragantarme con esos aciertos narrativos, que despiertan recuerdos o experiencias y adquieren un significado más amplio cuando las relaciono con algo diferente. 

Hay muchas de las que ya no me acuerdo pero otras que se me quedaron grabadas para siempre, por la imagen tan precisa que recrean, como en el primer tomo de Juego de Tronos cuando decapitan a Ned Stark: 

“A lo lejos, como envuelto en una niebla, oyó…un sonido… 
Un ruido suave y siseante, como si un millón de personas dejaran 
De contener el aliento a la vez” 

Otra que me parece bellísima, la leí en “Conversación en la Catedral” de Mario Vargas Llosa:


“Un vestido del mismo color de su piel, que besaba el suelo 
y la obligaba a dar unos pasitos cortos, unos saltitos de grillo.” 

Para llegar a ese dominio de las palabras, imagino que no queda más remedio que la prueba y el error, ensayar y ensayar. Escribir y borrar. Podar las frases hasta dar con la indicada. 

También existe la posibilidad jugar el juego que inventaron Hemingway y Fitzgerald cuando viajaban en carro. Los escritores jugaban a señalarse objetos mutuamente, y tenían que elaborar figuras narrativas con él objeto señalado; el que no acertaba, debía darle un sorbo a una botella de vino.

jueves, 4 de abril de 2019

Abandonar un libro

Continuó con la lectura de la novela Go, went gone, que trata acerca de un grupo de inmigrantes africanos en Berlín. Hacia rato no la retomaba porque se me cruzó Girl At War, una novela que trata sobre le guerra de Yugoeslavia. Ese conflicto, por razones diferentes y más allá de un burdo amarillismo, siempre me ha atraído. Además, estoy escribiendo una historia que tiene como protagonista a Radiša Dobrilo, un francotirador croata, y quiero que la atmósfera sea precisa. 

Termino la novela en pocos días y me agrada bastante. Tengo pereza de regresar a la otra porque la siento lenta y falta de acción. 

Hay quienes dicen que uno debe abandonar una lectura en el momento en que se sienta la menor pizca de aburrimiento, pero no quiero hacerlo con esta, pues ya llevo más de la mitad y, por alguna razón, tengo fe de que me enganche de nuevo. 

He abandonado la lectura de muy pocas novelas, y una de ellas fue El Péndulo de Focault de Umberto Eco. Un amigo me había dicho que era una obra maestra y es considerada una obra de culto por muchos, y  por eso la empecé a leer, pero después de un tiempo me aburrió. 

Sé que Eco es brillante, un erudito podría decirse, pero por algo, no se precisar qué, su novela no me enganchó. Quizá lo que vivía en ese momento, no me permitió conectarme con la obra, pues bien sabemos que los libros tienen tiempos particulares para cada persona. De pronto le daré otra oportunidad en unos años. 

Hoy leí tres capítulos de Go, Went, Gone, y aunque sigo creyendo que podría tener más acción, me parece que la historia mejoró un poco y que, de una u otra forma, me he relacionado con los personajes.

miércoles, 3 de abril de 2019

Ínfulas de nada

Invito a un escritor a una reunión. Nos seguimos en una red social pero no lo conozco de forma cercana, aunque alguna vez charlé con el cuando fue como invitado a una sesión de un taller de crónica que tomé hace un par de años. 

Me dice que no puede asistir en la fecha que le doy porque tiene unos compromisos de trabajo el resto del mes. “Se que suena un poco odioso, pero créame, es puro rebusque”, afirma. 

La verdad no me importa, es decir, que esté ocupado porque está lleno de trabajo o por rebusque me tiene sin cuidado, pero me agrada cuando las personas demuestran ínfulas de nada, que, independiente de quién sean y lo que hayan hecho o deshecho en esta vida, no miren a las personas por encima del hombro. 

Existe mucha fauna de esa en el mundo de las letras, personajes que por haber publicado un libro se creen la reencarnación de Shakespeare, mientras que solo unos pocos serán recordados en la historia, y el resto se irán al olvido. Lo peor es que ellos lo saben. 

García Márquez menciona eso en una de sus notas de prensa. Dice que la literatura es muy desagradecida, pues a diferencia del boxeo, solo tiene dos categorías: los inmortales y el resto, mientras que ese deporte tiene un criterio de calificación más justo con pesos welter, pesos medios, pesos mosca, etc, donde “cada quien disfruta de una gloria universal dentro de sus límites respectivos”, mientras que en la literatura solo los grandes van al cielo y adquirirán cierta inmortalidad. 

Por eso, a menos de que uno sea un Tolstoy, una Woolf, un Dickens, un Dotoyevski, una Austen o cualquier otro gran autor, lo mejor es andar por la vida sin ínfulas de nada.

martes, 2 de abril de 2019

Pimienta en las sienes

Un dolor de cabeza golpea las puertas de mi cerebro en la tarde. Él, todo inocencia, le deja seguir, y pues ni corto ni perezoso el dolor se instala, como esa visita molesta que, de repente, llega a nuestra casa, y que queremos se vaya lo más pronto posible. 

Tomo dos dolex, uno para cada hemisferio de la cabeza, pues vaya uno a saber si el dolor de cabeza tiene que ver con cálculos matemáticos o funciones lógicas que siguen corriendo, a manera de programa, en mi cabeza, o si más bien tienen relación con un aspecto humano y/o cultural como las emociones, la creatividad o el arte. Parece que las pastillas funcionan y la molestia desaparece, pero solo para volver con más fuerza un par de horas después. 

No quiero tomar más pastillas, y recurro a un aceite de pimienta que me regaló mi hermana y que funciona para los dolores de cabeza. Debe uno echarse una gota en la yema de un dedo, y luego hacer un masaje sobre las sienes. Supongo que el índice es el más adecuado para la tarea y me lo aplico.

¿Dónde carajo quedan las sienes?, sabemos que en los costados de la cabeza, y supongo que el punto más o menos exacto corresponde a seguir una línea recta desde la comisura exterior del ojo hasta, más o menos, la altura de la hélice de la oreja, pero ¿es entonces la sien un punto o un área? Decido lo primero y me aplico el aceite, el Mentha Piperita, su nombre científico me imagino, en esa zona imprecisa a la que llamamos sien, mientras me imagino la planta de la que lo extrajeron con ramas de color verde oscuro, como una mona del album de Jet.

El olor es intenso y produce escozor, con razón indican que solo se debe frotar en en ese punto, y que por nada del mundo debe tocar los ojos, no alcanzo a imaginar cómo sería de molesto si eso llega a pasar.

El dolor de cabeza parece mermar a medida que escribo estas palabras. No sé si es producto del aceite o de mi sugestión y ganas de que el dolor de cabeza se esfume de una vez por todas. 

Hace mucho en mí casa había una banda, con velcro en sus extremos, que, se suponía, funcionaba para aliviar dolores de cabeza, pues tenía dizque unos imanes en su interior. La banda en verdad no servía de a mucho, y creo que producía más dolor porque uno creía que sus capacidades curativas tenían que ver con lo fuerte que se apretara alrededor de la cabeza.

lunes, 1 de abril de 2019

Happening

Estábamos en séptimo de bachillerato, y al colegio llegó un nuevo profesor de arte, era un hombre que siempre se llevaba prendas de color oscuro, y una bufanda enroscada en el cuello. A veces, en los recreos, yo lo veía fumando solo y mirando hacia el horizonte, como embelesado en sus pensamientos, artísticos supongo. También tenía una voz grave o hablaba así de aposta, quizá esa voz oscura era necesaria para completar su look enigmático. 

Yo y un amigo tomamos su electiva, no porque en ese momento nos interesara el arte, sino porque pensamos que íbamos a tener poco trabajo en su asignatura. Era, si no estoy mal, una mezcla de todo: escultura, dibujo, pintura, teatro, en fin, cualquier expresión artística posible, y uno seleccionaba la que más le gustara. 

Yo, como siempre, escogí dibujo. Hacía un par de años la había tomado con un profesor que me enseñó a pintar con carboncillo y aseguraba que mi trazo era muy bueno. “Usted tiene muy buen trazo”, decía cada vez que miraba lo que yo estaba pintando. Yo no sabía muy bien qué significaba eso, pero suponía que tenía que ver con que no lo hacía mal. Ese profesor, a diferencia del nuevo, siempre llevaba puesta una bata de médico. 

Al final del año, el profesor nuevo anunció que, como proyecto final, íbamos a hacer un hapenning. Que palabra tan sonora esa, y cuanta anticipación y expectativa crea pues definitivamente anuncia que algo va a ocurrir. 

Yo y mi amigo nos emocionamos; nunca habíamos escuchado el término y nos parecía algo novedoso. El lugar seleccionado para la improvisación artística fue un salón amplio del segundo piso.  

El profesor nunca dijo de qué iba a tratar el proyecto final, sino que varias veces nos reunimos en el salón, sin tener idea de qué hacer. Al final convertimos el lugar como en un laberinto de sabanas y mantas colgadas del techo y cintas de cassette que iban de un lado a otro. Todo era, más bien, un relajo que carecía de significado, hecho a propósito. Así que esto es un Happening, pensé cuando terminamos de hacer el desorden. 

Por fin llegó el día en que habilitamos la entrada al resto de estudiantes que, imagino, se pasearon por el lugar, sin tener idea qué habíamos hecho y qué hacían ellos en ese lugar, en ese happening con pinta de nothingness.