Escribo un artículo que tenía en mente desde hace rato. Mientras lo hago, trato de pensar sobre qué voy a escribir en este espacio. Dediqué un instante del día a eso, pero en ese momento la plaza de la creación, un lugar ubicado en mi cerebro, justo al lado del hipotálamo, se convirtió en un paraje inhóspito y árido, con su fuente de ideas, ubicada en el centro, completamente seca. Una imagen triste para los recuerdos que la contemplaban en ese momento, y de menor importancia para los prejuicios, a los que no les importa nada, y que se paseaban por el lugar.
Después de ese episodio de sequía creativa se fue la luz, y me eché en la cama con el firme propósito de mirar pal techo, un arte que, me atrevo a decir, todos deberíamos perfeccionar.
Volvamos al texto del que les hablé. En un principio pienso escribir un pedazo hoy y dejar el otro para mañana, pero comienzo a redactarlo y el texto comienza a fluir. Esos momentos de inspiración, o ese estado que los psicólogos llaman flujo, es perjudicial desperdiciarlo, así que decido terminarlo.
Lo escribo de un tacazo y considero que uno de los párrafos del final, funciona mejor como la apertura. ¿Por qué?, porque cuenta una historia y, además, las líneas que abrían el escrito tenían pinta de opinión.
Hago los cambios, escribo otro par de párrafos, y cuando lo leo todo por encima me doy cuenta de que en mi atropellado proceso de edición, borré dos o tres párrafos que me habían gustado. Le hecho la madre a algún dios, el de la edición digamos, aunque tengo la idea fresca y puedo volver a redactarlos.
De pronto, qué se yo, escribir debe ser un proceso más calmado y menos atropellado, más fino y menos crudo, pero me gusta cuando comienzo a teclear como si estuviera poseído.