Recuerdo que cuando era pequeño uno de mis juegos favoritos consistía en hacer carreras de carros con todos los que tenía. Lo peculiar de mis competiciones era que participaban todos, no importaba lo diferente que fueran los unos de los otros, o lo averiados que estuvieran. La regla era que todos tenían que participar o no había carrera y punto.
Yo tenía mis favoritos y sabía que había unos que no daban la talla, pero igual los metía, pues como dicen los gringos: the more, the merrier.
Establecía un punto de partida y trazaba una línea imaginaria e iba alineando uno a uno los carritos. No recuerdo si los pilotos tenían pensamientos o conversaciones, ojalá que sí, seguro era un ingrediente que le añadía tensión a mi juego.
Cuando ya los tenía todos listos, tomaba el primero lo halaba hacía atrás y luego lo impulsaba hacia adelante y miraba hasta dónde llegaba. Repetía el procedimiento para el resto de carritos y luego me ponía de pie para ver dónde habían quedado todos los competidores. Algunos, claro, se habían estrellado contra materas o se habían volcado, y solo unos cuantos continuaban en condición de carrera, los más fuertes, la crema de la crema.
Establecía, quién sabe con qué método las posiciones en las qué habían quedado después de la partida y repetía el procedimiento de lanzamiento. Así hasta darle, lo que yo consideraba, una vuelta al apartamento.
Me podía pasar toda la tarde arrastrándome por el tapete del apartamento, concentrado en mis carreras de carritos.
Los que tenían mejor rendimiento eran los pequeños y planchetos, pues entre más grandes fueran más complicaciones tenían.
Al final no había un ganador, imagino que solo competían por diversión.