Carlos Montero se pasea en un Mercedes con vidrios polarizados que va lento. No lo conozco, pero me aventuro a pensar que su pasatiempo favorito era saber todo acerca de los carros de lujo: Cilindraje, modelos, tipos de motor, etc. A pesar de que siempre soñó con tener uno, nunca le alcanzo el dinero para comprarlo.
¿Quién es Montero? No lo sabemos. La única certeza que tenemos de su existencia es que murió hace poco, pues va en un coche fúnebre camino, imagino, al cementerio. Supongo que ese es su destino final, sería feo terminar ese último viaje elegante convertido en cenizas, por eso creo que lo van a enterrar, o a sembrar en la muerte, en fin.
La vida es así de rara, se desea algo, con mucho fervor, a lo largo de la existencia, y a la condenada le da por obsequiarnos lo que queremos cuando ya no nos sirve para nada.
La caravana de carros es lánguida, y la velocidad a la que va hace pensar que Montero aún se resiste en aceptar lo que le ocurrió, pero ya no tiene ni voz ni voto y es más bien como un bulto que trasladan de un lugar a otro como si nada.
El coche fúnebre lleva una corona gigante de rosas blancas pegada al vidrio trasero. El conductor del carro en el que voy hace una cabrilla para adelantar por la izquierda la fila de vehículos y la dejamos atrás rápido.
Al rato entretengo mi mente con cualquier pensamiento. La muerte es un tema lodoso en el que uno se puede quedar incrustado fácilmente.