Me pongo los guantes de caucho, mientras pienso que son una membrana que se adhiere a mi piel. Abro el grifo y dejo que el agua se lleve los restos de comida que pueda sin ningún tipo de ayuda. Ahora tomo la esponja y le hecho jabón. Luego la oprimo para ver cuánta espuma produce. “Entre más, mejor”, pienso.
Restriego cada plato y cada cubierto concentrado. En este momento no existe nada más que la loza sucia y yo.
Pero hay algo que me molesta: olvidé arremangarme las mangas y estas comienzan a caer en cámara lenta, se van a mojar, pero no debo perder la concentración y la calma que me produce la actividad.
No tengo a nadie cerca para pedirle el favor de que me las suba, así que la única solución que tengo a la mano es morder la punta de la manga y estirarla hasta donde pueda, y ese pueda suele ser un poco por encima del codo. Igual la maniobra no funciona porque es necesario arremangar las mangas para que permanezcan donde deben estar, así que comienzan a deslizarse en despacio, ajenas al momento, hacia las manos, ¡Maldita sea, se van a mojar!
No tengo otra alternativa que quitarme los guantes. Me armo de calma y lo hago. Siento que se van a romper porque los estiro con fuerza, pero se rehúsan a abandonar mis manos. Son los primeros en cumplir eso de ser uno en el momento, de compenetrarse. Al final lo logro, pongo las mangas en su lugar y continuo, ahí, inmerso en el momento.
Me gusta lavar la loza, enjabonar cubiertos platos y ollas y luego enjuagarlos tiene algo de actividad Zen a la que quizá le colabora el sonido del agua que corre. El agua, siempre he pensado, es sinónimo de tranquilidad; bueno en guardadas proporciones porque llega un Tsunami y demuestra todo lo contrario
Lavar la loza, creo, es una actividad que se ejecuta sin esperar nada a cambio; es y ya está. Además, lleva mucha fuerza, pues sí o sí tiene que ocurrir en algún momento.