Nunca había donado sangre.
Siempre le he tenido algo de miedo a las agujas, un miedo que tuvo su episodio fundacional aquella vez en la que tenía 6 años y como mis brazos eran regordetes no pudieron encontrarles ninguna vena. Entonces ni cortos ni perezosos los salvajes decidieron sacármela del cuello. Me tomaron entre seis personas, dos sostenían mis piernas, otros dos mis brazos, otro la cabeza, y el último fue el que me pincho el cuello, mientras yo intentaba, con todas mis fuerzas, zafarme de su agarre, mientras gritaba y me retorcía como si estuviera poseído por un demonio.
Desde esa vez siempre me inquieta tener que hacerme exámenes de sangre, pero intento no prestarle atención al miedo, como dejarlo ser, un acercamiento, digamos, budista al asunto. Hace unos años cuando pasé al módulo, el número 3, recuerdo bien, en el siguiente le estaban sacando sangre a un niño pequeño, que lloraba y gritaba como si lo estuvieran torturando. Sus súplicas me hicieron recordar mi episodio de la infancia, y me dio por mirar cómo entraba la aguja en mi brazo. Ahí me desmayé.
Pero les decía que nunca había donado sangre, ¿cierto?, pero siempre llega ese momento en donde toca enfrentarse a los miedos, donde la vida, por diferentes caminos, nos conduce a ellos.
Lo más raro es que esa vez no tuve miedo. Me sentaron en una silla y me insertaron una aguja en el brazo izquierdo, luego hicieron lo mismo en el derecho y me dieron una pelota de goma para que la apretara. Eso, imagino, sirve para bombear la sangre. Esta salía de mi brazo izquierdo, pasaba por una máquina que le extraía las plaquetas y entraba de nuevo a mi cuerpo, sin ellas, por el brazo derecho. Se sentía raro, mucho, pero estuve tranquilo.
Las plaquetas eran para J. pero no le alcanzaron, no sé si existan plaquetas defectuosas o si simplemente ella necesitaba muchas más de las que pude donar.