Jose David Ye cree que hay que tener cuidado con los halagos falsos. El señor Ye piensa que debemos cuidarnos de esas personas que no se cansan de celebrar nuestros triunfos como si fueran de ellos, pues caras vemos, hijos de la chingada no sabemos.
Lo ideal sería no desconfiar de las personas, tratar de ver lo bueno en cualquier intercambio de sentimientos, pero a veces la duda es el mejor escudo, pues es precisamente en esos casos en los que las cosas parecen ser de determinada manera, en los que más hay que rascarse el mentón y dudar. Es posible, espera que no, pero es posible que detrás de esas muestras empalagosas de afecto no exista más que envidia pura y dura.
Piensa que hay que desconfiar de esos seres luminosos que afirman estar en total sintonía con la vida y que dicen que no sienten envidia, pues no le cabe en la cabeza que las personas nunca lleguen a experimentar ese sentimiento.
De la misma manera, cree que hay que tener cautela con aquellos que con una sonrisa zonza dicen: “Que envidia siento”, y al instante, como para rectificar, concluyen: “pero es de la buena”. Gran mentira, pues envidia solo hay una, esa que nos corroe por dentro y hace que nos parezca injusto lo que otros han conseguido.
Ye sabe que no le corresponde decir si la envidia es mala o no. Imagina que es una reacción que traemos por defecto desde el nacimiento, y que es muy difícil no sentirla, ya que no contamos con la inteligencia emocional del Dalai Lama.
Cuando sufre un episodio de envidia, lo primero que Ye hace es no tacharla de buena. Acto seguido se regodea en ella, e intenta experimentarla a fondo sin ningún sentimiento de culpa; trata de verla como un terreno en común que todos hemos pisado alguna vez, y que nos da la oportunidad de vernos reflejados en los otros.
Lo único que le preocupa es que algún día se quede hundido en ella.