En un universo paralelo estamos casados. Vivimos en las afueras de la ciudad, porque a ella le encanta la naturaleza y se cansó por completo de la ciudad, su cemento y su caos.
Nuestra casa es muy sencilla: El techo está cubierto con tejas de barro, las paredes son de color blanco, y cuenta conuna habitación, la cocina, una sala con chimenea y un cuarto dónde ella se dedica a pintar cuadros al oleo que nunca he entendido, por más de que trate de explicármelos.
A Bröntë, nuestra gata, le gusta ese rincón de la casa y se echa a dormir entre tarros de pintura lienzos y otras herramientas de su trabajo.
Balzac, un perro, también hacía parte de nuestra familia. Él andaba libre por el campo, pero siempre regresaba a la casa antes de que oscureciera. Un día no volvió y nunca lo volvimos a ver. Nos dio duro, lo extrañamos por un par de días, y luego la vida y sus rutinas nos absorbieron por completo.
Por las tardes, justo cuando el día se va a convertir en noche, nos gusta caminar hasta una colina que queda a unos 200 metros. Ella prepara café en un termo y nos lo tomamos despacio, mirando el atardecer, a veces en silencio y otras en medio de una charla estimulante.
En esta vida, en este universo tuve una clase con ella en la universidad, y nunca supe cuál era su nombre, ¿Leda, Leca, Leia? Era repitente, utilizaba sacos con mangas que siempre le quedaban largas y tenía un aspecto algo gótico que me encantaba. Solía llegar tarde a clase, con cara de “ ¿Qué carajos estamos haciendo acá?”.
Muy pocas veces le hablé, y cuando lo hacia pronunciaba cualquier palabra que se pareciera al que creía era su nombre.
Esa decisión de no atreverme a conocerla fue la que creo ese universo paralelo del que les hablo.