No sé si quitarme o dejarme la chaqueta. Al final decido lo último, la cuelgo de unos de mis brazos y me siento en un murito.
Espero a mi hermana en la entrada de un centro comercial. Acabamos de almorzar y si el curso de la vida no se despiporra en los siguientes instantes, el plan que tenemos en mente es buscar un café para comernos un postre.
Es que así es la vida, está uno sentado en un murito con un buen clima: cielo con pocas nubes, sol y brisa y, de repente, sin tener la más mínima idea o sospecha, la muerte está acechando. Algunos podrán tildarme de trágico, pero si no fuera así, no tendría por qué existir ese programa de 1000 Maneras de Morir.
A pocos metros de donde estoy sentado, está una pareja de barrenderas con uniforme azul, el pelo recogido en un moño; cada una con una escoba en una mano y un recogedor en la otra.
Me recuerdan a las protagonistas de Una palabra tuya, la novela de Elvira lindo que cuenta la historia de dos barrenderas de Madrid, que tenían formas peculiares de ver la vida.
“Ha sido Dios el que ha preparado todo esto, Rosario
—Pero, que coño hablas de Dios, ¿desde cuándo crees tú en Dios?
—Desde la semana pasada, desde que encontré el Cristo fosforescente. Por la noche me ilumina la mesita y yo le pido cosas y todas me las concede.”
– Una palabra tuya –
Las barrenderas que observo charlan animadamente sobre cremas humectantes. “Si, hermana, esa es buenísima”, está diciendo una cuando pesco su conversación. “Además que la Lubriderm esta recara, por eso yo utilizo esa”, concluye.
A medida que conversan, sonríen y recogen hojas secas y algo de tierra y las echan en bolsas plásticas de color blanco.
La que acaba de hablar se queda quieta por un momento, luego se quita un guante negro y se acerca a su compañera para mostrarle a que huele la crema de manos que utiliza. La otra mujer la toma suavemente, la acerca a la nariz y aspira profundo.
“¡Sí pa que! Esta huele delicioso“, y cuando termina la frase vuelve a tomar la mano de su amiga para oler de nuevo la fragancia de la crema. Parece que quisiera grabarse el aroma en su cabeza.
Veo a mi hermana venir y me pongo de pie. Si la vida tiene algún curso predefinido, parece que esta vez lo siguió.
“¿A dónde vamos”, pregunta.
“No sé, caminemos a ver con qué nos encontramos”, respondo.