Le digo a Alexa, el aparatico de Amazon, que ponga música de James Rhodes. No es que sea un fanático ni mucho menos conocedor de ese tipo de música, pero me apetece escuchar algo tranquilo, tener una música de fondo con la que no me distraiga cantando mentalmente la letra de las canciones.
Escojo a Rhodes, porque una vez estuve en una rueda de prensa que dio en Bogotá y me pareció un tipo sincero, con cero ínfulas de grandeza. En esa ocasión, en la librería Santo y Seña, compre su libro Fugas, en el que relata cómo maneja sus problemas de ansiedad durante una gira.
Al inicio de cada capítulo contaba una historia relacionada con las piezas clásicas que tocaba en esa gira, y me pareció hermoso la pasión con la que hablaba de cada una.
Recordé ese episodio y por eso se me ocurrió pedirle a Alexa que reprodujera su música.
El punto es que el aparato entendió James Rose y no Rhodes, y entonces sonó la canción Notes in the Park. Al principio pensé en ponerme de pie y decir: “No sea bruta Alexa, dije James Rhodes”, pero luego de escuchar las primeras notas, la canción me gusto, así que dejé que sonara.
Tome el episodio como uno de esos eventos que suceden para bien, es decir, que por alguna razón en este preciso instante de mi vida debía escuchar la canción de Rose. Ese fue el cuento que me creí para cargar de misticismo un error de pronunciación, ya ven ustedes las pendejadas que uno puede llegar a pensar.
Ya me dirán ustedes qué les parece y disculpen mi mala pronunciación.
Pd: Lean Fugas, es un buen libro.
“Me lanzo a la piscina y empiezo por el suave arpegio con que inicia el preludio de Bach. en cierto sentido estos ciento veinte segundos contienen todos los secretos del universo. Siempre me deja pasmado que algo de apariencia tan sencilla, pueda ser en realidad tan profundo. Mientras avanzo compás tras compás voy bajando del do mayor a aguas más turbulentas desde el punto de vista armónico, dejo que la música se apodere de mí y me voy a un lugar más seguro. Por eso me dedico a esto. Justo en ese segundo coincido plenamente con Bach: esta es la prueba de que Dios existe. Todo el día de mierda, de preocupaciones, de angustias desaparece y me quedo tendido junto a un océano, amado, acogido.”
–Fugas
jueves, 29 de diciembre de 2022
miércoles, 28 de diciembre de 2022
La torta de manzana de Prólogo
En el 2007 trabajé con L. muy cerca a la primera sede de la librería Prólogo, y uno de nuestros planes preferidos, al salir de la oficina, era ir a tomar café a ese lugar. Cuando estábamos de buenas, muy de buenas la verdad, lográbamos ordenar una porción de torta de manzana que casi siempre estaba agotada. No he vuelto a encontrar una igual en ningún otro lugar.
Hablábamos de muchas cosas: del trabajo, de quienes nos caían mal, de esto, lo otro y aquello y, cuando nos cansábamos de esos temas del, digamos, día a día, nos poníamos de pie y comenzábamos a recorrer los estantes de la librería para hablar de autores y libros.
Algunas veces también espiábamos conversaciones de las mesas cercanas a la nuestra, y nos reíamos de las personas con ínfulas de intelectuales, con sus voces graves y bufandas enroscadas en el cuello, mientras disparaban opiniones a diestra y siniestra.
Otras veces me iba a almorzar solo a la librería. Vendían unos sanduches que no eran nada del otro mundo, aunque eso era lo de menos, pues me los devoraba en pocos minutos; si almorzaba allá no era por la comida, sino para pasar la mayor parte del tiempo del almuerzo hojeando libros. Esa sede, la de la 97, siempre me ha parecido la más acogedora de todas.
La imagen que tengo de Mauricio Lleras, su fundador, es detrás de la caja, siempre conversando con alguien, como tratando de analizar a las personas, para ver qué libro recomendarles.
Recuerdo que una vez, en la sede la 81, hablamos sobre Firmin, la novela de Sam Savage. Le conté que me había gustado y él me dijo que no le había parecido nada del otro mundo.
Una pregunta que siempre tenía lista era: "¿Ya leyó X o Y libro?". Parece que ese era uno de sus métodos para calibrar a los lectores que visitaban su librería, y así tener un mejor criterio para recomendarles algún libro.
Hace un tiempo escribí que cuando muere un escritor siento algo de tristeza, porque es como si las tinieblas ganaran un poco más de terreno en este mundo que está tan patas arriba. Creo que lo mismo ocurre cuando muere un librero, más cuando deja el mundo uno del calibre de Lleras, que era todo un boticario de Letras.
Hablábamos de muchas cosas: del trabajo, de quienes nos caían mal, de esto, lo otro y aquello y, cuando nos cansábamos de esos temas del, digamos, día a día, nos poníamos de pie y comenzábamos a recorrer los estantes de la librería para hablar de autores y libros.
Algunas veces también espiábamos conversaciones de las mesas cercanas a la nuestra, y nos reíamos de las personas con ínfulas de intelectuales, con sus voces graves y bufandas enroscadas en el cuello, mientras disparaban opiniones a diestra y siniestra.
Otras veces me iba a almorzar solo a la librería. Vendían unos sanduches que no eran nada del otro mundo, aunque eso era lo de menos, pues me los devoraba en pocos minutos; si almorzaba allá no era por la comida, sino para pasar la mayor parte del tiempo del almuerzo hojeando libros. Esa sede, la de la 97, siempre me ha parecido la más acogedora de todas.
La imagen que tengo de Mauricio Lleras, su fundador, es detrás de la caja, siempre conversando con alguien, como tratando de analizar a las personas, para ver qué libro recomendarles.
Recuerdo que una vez, en la sede la 81, hablamos sobre Firmin, la novela de Sam Savage. Le conté que me había gustado y él me dijo que no le había parecido nada del otro mundo.
Una pregunta que siempre tenía lista era: "¿Ya leyó X o Y libro?". Parece que ese era uno de sus métodos para calibrar a los lectores que visitaban su librería, y así tener un mejor criterio para recomendarles algún libro.
Hace un tiempo escribí que cuando muere un escritor siento algo de tristeza, porque es como si las tinieblas ganaran un poco más de terreno en este mundo que está tan patas arriba. Creo que lo mismo ocurre cuando muere un librero, más cuando deja el mundo uno del calibre de Lleras, que era todo un boticario de Letras.
martes, 27 de diciembre de 2022
L. y su visión 20/20
Cada fin de año me veo con L. para almorzar. Siempre son buenos encuentros porque nos preocupamos por escoger un buen restaurante. Ya no recuerdo en qué año establecimos, de forma tácita, que debíamos regalarnos libros, y cada uno trata de hacer una buena selección.
A pesar de que casi siempre llevamos meses sin vernos, nuestra conversación fluye de forma natural. Vuelvo y lo repito. Borges tenía razón: “La amistad no necesita frecuencia, puede prescindir de ella o de la frecuentación, a diferencia del amor que está lleno de ansiedades y dudas y que si la necesita”.
Ribeyro refuerza ese pensamiento en la Tentación del Fracaso: “¡Sin embargo, que superioridad la de la amistad sobre el amor! Es más desinteresada, más generosa e igualmente capaz de acercarnos a la felicidad.”
Después del almuerzo, le propongo a L. echarle un vistazo a una librería. Aquí he de decir que si hojear libros es totalmente placentero, hacerlo con alguien a quien le gusta leer es mil veces mejor, pues se van intercambiando ideas de lecturas y autores a medida que se recorren los pasillos del lugar.
L. me cuenta que no le ha dedicado mucho tiempo a la lectura este año, pero es extraño eso que dice, porque en nuestro recorrido me muestra varios libros que ha leído. “Menos mal que has leído poco”, le digo. Me cuenta que lo que quería decir es que le gustaría dedicarle más tiempo a la lectura, en vez de mirar tantas series de televisión.
Yo me paseo por los pasillos y tomo algunos libros, a punta de feeling, sin alcanzar a leer el título o el nombre de los autores en los lomos, a diferencia de ella que parece tener visión 20/20 y sabe exactamente cuáles escoge.
Estamos ante una estante, con cientos de libros y L me dice: “¡Ay mira! La Nostalgia del Melomano", la novela de Juan Carlos Garay. Desde la charla Playlists de nuestras vidas , del Hay Festival del año 2019, lo teníamos en nuestro radar de lectura y nunca lo habíamos conseguido. En ese entonces algunos libreros nos dijeron que lo habían descontinuado.
Y ahí estaba. Le dije a L que era una señal divina y que ambos debíamos comprarlo, pero solo quedaba un ejemplar. Finalmente, L. dejó que yo lo comprara, pero creo que más bien notó mi ansiedad por tenerlo.
Al final y ella se decantó por el segundo volumen de Puñalada Trapera y “En los márgenes –Conversaciones sobre el placer de leer y escribir– de Elena Ferrante, una de sus autoras favoritas que, ya le advertí, me lo tiene que prestar cuando lo acabe.
A pesar de que casi siempre llevamos meses sin vernos, nuestra conversación fluye de forma natural. Vuelvo y lo repito. Borges tenía razón: “La amistad no necesita frecuencia, puede prescindir de ella o de la frecuentación, a diferencia del amor que está lleno de ansiedades y dudas y que si la necesita”.
Ribeyro refuerza ese pensamiento en la Tentación del Fracaso: “¡Sin embargo, que superioridad la de la amistad sobre el amor! Es más desinteresada, más generosa e igualmente capaz de acercarnos a la felicidad.”
Después del almuerzo, le propongo a L. echarle un vistazo a una librería. Aquí he de decir que si hojear libros es totalmente placentero, hacerlo con alguien a quien le gusta leer es mil veces mejor, pues se van intercambiando ideas de lecturas y autores a medida que se recorren los pasillos del lugar.
L. me cuenta que no le ha dedicado mucho tiempo a la lectura este año, pero es extraño eso que dice, porque en nuestro recorrido me muestra varios libros que ha leído. “Menos mal que has leído poco”, le digo. Me cuenta que lo que quería decir es que le gustaría dedicarle más tiempo a la lectura, en vez de mirar tantas series de televisión.
Yo me paseo por los pasillos y tomo algunos libros, a punta de feeling, sin alcanzar a leer el título o el nombre de los autores en los lomos, a diferencia de ella que parece tener visión 20/20 y sabe exactamente cuáles escoge.
Estamos ante una estante, con cientos de libros y L me dice: “¡Ay mira! La Nostalgia del Melomano", la novela de Juan Carlos Garay. Desde la charla Playlists de nuestras vidas , del Hay Festival del año 2019, lo teníamos en nuestro radar de lectura y nunca lo habíamos conseguido. En ese entonces algunos libreros nos dijeron que lo habían descontinuado.
Y ahí estaba. Le dije a L que era una señal divina y que ambos debíamos comprarlo, pero solo quedaba un ejemplar. Finalmente, L. dejó que yo lo comprara, pero creo que más bien notó mi ansiedad por tenerlo.
Al final y ella se decantó por el segundo volumen de Puñalada Trapera y “En los márgenes –Conversaciones sobre el placer de leer y escribir– de Elena Ferrante, una de sus autoras favoritas que, ya le advertí, me lo tiene que prestar cuando lo acabe.
lunes, 26 de diciembre de 2022
Escribir un cuento y perros en la librería
En este momento tengo pereza de juntar unas cuantas letras y más bien tengo ganas de terminar de leer una novela. De todas maneras, veamos cómo me va. A veces obligarse a hacer ciertas cosas es bueno, solo a veces.
Acabo de terminar de escribir un cuento que, parece, agoto mis palabras. Dicen, los que saben, que escribir un cuento es mucho más difícil que escribir una novela, en el sentido en que hay que ser mucho más preciso, pues las historias son extrañas y a veces comienzan a crecer, entonces en un cuento hay que contenerlas para que no se desparramen por los bordes.
Como leí alguna vez, el cuento es como mirar un claro entre unos árboles y contar que hay en él, mientras que las novelas son una vista periférica de todo el bosque, o como dice Rosa montero: “las novelas ofrecen más lugar para la aventura, un viaje más largo, un territorio en el que casi cabe todo”.
El cuento que escribí no es nada del otro mundo, incluso creo que para llegar a ser medianamente bueno necesito editarlo hasta la muerte, en fin.
A veces eso pasa, es decir, hay días en que lo que se escribe tiene todo el sentido del mundo y los mecanismos narrativos encajan perfectos unos con otros, sin que existan grietas por donde se escape el significado, pero otros días los textos no tienen ni pies ni cabeza o puede que sí, pero están en posición fetal extrema y los mantienen escondidos.
Eso era todo lo que les quería contar acerca de mi episodio de no escritura. En un principio pensé contarles que hoy visité una librería y apenas entré había una fila larga en la caja. Luego me pusé a hojear libros y una mujer a mí lado se agachaba con suma facilidad para coger los que estaban abajo. También que un señor entró con un perro, y de un momento a otro le empezó a gruñir al de otro señor que llevaba audífonos y tanto el dueño como el perro no le prestaron atención a sus afrentas. Yo me alejé un poco, pues pensé que en cualquier momento se iba a armar un mierdero entre el par de animales.
Al final no pasó nada, el señor del perro que gruñía solo le decía “ya, ya no más, calmado” e intentaba taparle los ojos, para que no viera el otro animal, acción que solo lo emputaba más y hacía que comenzara a ladrar.
Pensé contarles eso, pero lo que salió fue lo otro, ya ven.
Acabo de terminar de escribir un cuento que, parece, agoto mis palabras. Dicen, los que saben, que escribir un cuento es mucho más difícil que escribir una novela, en el sentido en que hay que ser mucho más preciso, pues las historias son extrañas y a veces comienzan a crecer, entonces en un cuento hay que contenerlas para que no se desparramen por los bordes.
Como leí alguna vez, el cuento es como mirar un claro entre unos árboles y contar que hay en él, mientras que las novelas son una vista periférica de todo el bosque, o como dice Rosa montero: “las novelas ofrecen más lugar para la aventura, un viaje más largo, un territorio en el que casi cabe todo”.
El cuento que escribí no es nada del otro mundo, incluso creo que para llegar a ser medianamente bueno necesito editarlo hasta la muerte, en fin.
A veces eso pasa, es decir, hay días en que lo que se escribe tiene todo el sentido del mundo y los mecanismos narrativos encajan perfectos unos con otros, sin que existan grietas por donde se escape el significado, pero otros días los textos no tienen ni pies ni cabeza o puede que sí, pero están en posición fetal extrema y los mantienen escondidos.
Eso era todo lo que les quería contar acerca de mi episodio de no escritura. En un principio pensé contarles que hoy visité una librería y apenas entré había una fila larga en la caja. Luego me pusé a hojear libros y una mujer a mí lado se agachaba con suma facilidad para coger los que estaban abajo. También que un señor entró con un perro, y de un momento a otro le empezó a gruñir al de otro señor que llevaba audífonos y tanto el dueño como el perro no le prestaron atención a sus afrentas. Yo me alejé un poco, pues pensé que en cualquier momento se iba a armar un mierdero entre el par de animales.
Al final no pasó nada, el señor del perro que gruñía solo le decía “ya, ya no más, calmado” e intentaba taparle los ojos, para que no viera el otro animal, acción que solo lo emputaba más y hacía que comenzara a ladrar.
Pensé contarles eso, pero lo que salió fue lo otro, ya ven.
viernes, 23 de diciembre de 2022
Dos conclusiones
Acompaño a mi madre a comprar un regalo de último momento a uno de esos almacenes en donde venden maricaditas varias, ya saben objetos de los que se puede prescindir, pero que compramos por puro capricho.
Ella ya sabe qué es lo que tiene que comprar, pero le fascina recorrer ese tipo de tiendas, aunque no vaya a llevar nada más, así que me lanza una advertencia: “Pero lo miramos todo, ¿bueno?” Sonrío, cómo decirle no a la señora Cecilita, es imposible.
Hago lo mismo que ella y comienzo a recorrer el local a mi antojo, a coger los productos y mirar para qué sirven, como funcionan, en definitiva, a ver si mi comprador compulsivo toma control de mí y gasto dinero solo porque sí.
“Me dijo que necesito una actividad de desfogue, algo que hacer, pero es que yo no sé, a mí lo único que me gusta hacer es dormir. Me siento mal, duermo; me siento bien, duermo, y así”.
Eso es lo que dice una mujer a su amiga. Están detrás de mí y examinan unas cosmetiqueras de colores chillones.
“Tienes que mirar a ver qué te gusta hacer”, le responde su amiga.
Luego, en la fila, después de que mi madre ha decidido que ya no queda nada más que mirar, otro par de amigas conversan y una de ellas está asombrada, por el olor de una vela.
“Es que no te imaginas. Apenas la destape, el olor me acordó de mi abuelita. Es muy raro eso, ¿cierto?
“Sí, es muy raro", responde la amiga con algo de desinterés, y pues claro, es la abuela de su amiga y no la de ella.
En fin. ¿Qué se puede concluir de estas dos conversaciones? Que a falta de actividades que nos apasionen, dormir siempre será una opción, y que en esta época nostálgica es recomendable evitar olores que nos recuerden a ciertas personas.
Vayan con cuidado.
¡Feliz Navidad!
Ella ya sabe qué es lo que tiene que comprar, pero le fascina recorrer ese tipo de tiendas, aunque no vaya a llevar nada más, así que me lanza una advertencia: “Pero lo miramos todo, ¿bueno?” Sonrío, cómo decirle no a la señora Cecilita, es imposible.
Hago lo mismo que ella y comienzo a recorrer el local a mi antojo, a coger los productos y mirar para qué sirven, como funcionan, en definitiva, a ver si mi comprador compulsivo toma control de mí y gasto dinero solo porque sí.
“Me dijo que necesito una actividad de desfogue, algo que hacer, pero es que yo no sé, a mí lo único que me gusta hacer es dormir. Me siento mal, duermo; me siento bien, duermo, y así”.
Eso es lo que dice una mujer a su amiga. Están detrás de mí y examinan unas cosmetiqueras de colores chillones.
“Tienes que mirar a ver qué te gusta hacer”, le responde su amiga.
Luego, en la fila, después de que mi madre ha decidido que ya no queda nada más que mirar, otro par de amigas conversan y una de ellas está asombrada, por el olor de una vela.
“Es que no te imaginas. Apenas la destape, el olor me acordó de mi abuelita. Es muy raro eso, ¿cierto?
“Sí, es muy raro", responde la amiga con algo de desinterés, y pues claro, es la abuela de su amiga y no la de ella.
En fin. ¿Qué se puede concluir de estas dos conversaciones? Que a falta de actividades que nos apasionen, dormir siempre será una opción, y que en esta época nostálgica es recomendable evitar olores que nos recuerden a ciertas personas.
Vayan con cuidado.
¡Feliz Navidad!
miércoles, 21 de diciembre de 2022
Algo le pasó a Vega
Hace unos meses a Jorge Vega le pasó algo. Nada, digamos, de vida o muerte, pero sí fue un episodio de vida que sacudió sus sentimientos.
Desde que ocurrió esa situación, no ha dejado de darle vueltas en su cabeza, pero no ha podido llegar a una conclusión definitiva. Por eso, cada vez que tiene la oportunidad, le toca el tema a algunos amigos, que entre más disparen sean sus profesiones, es mucho mejor, piensa.
Si lo hace no es para que le digan qué debe hacer, sino para tener más información y puntos de vista, a ver si algún día puede tomar una decisión al respecto.
Hasta hace unos días u postura tendía hacia el dicho de un amigo: “Pa la mierda pastorcitos se acabó la navidad”, pues creía que ya tenía todo solucionado y que no había razón para que su obstinada cabeza siguiera repasando el tema.
Todo seguía así hasta hace unos días que almorzó con Daniela, una vieja amiga que hace rato no veía. En un momento de la conversación, cuando esta se estancó en uno de esos silencios incómodos, Vega le dio un sorbo a su cerveza, aclaró su garganta y le planteó el “dilema”, esperando escuchar una opinión similar a las que le habían dado otras personas.
Lo que ocurrió fue que se encontró con una totalmente opuesta. Una que le hizo preguntarse si no le estará metiendo un exceso de drama al asunto, solo por querer adoptar el papel de víctima.
Vega aprecia mucho esas amistades que son como el buen arte, en el sentido en que cuestionan sus creencias y evitan que sus puntos de vista se enquisten. “Nada como esas charlas que sacuden nuestros puntos de vista con ínfulas de verdad, piensa.
Cuando el tema, al parecer, quedo zanjado. Los amigos se sumieron en un corto silencio, como evaluando lo que habían dicho. Al poco tiempo ordenador el postre: ella un flan de coco y el un pie de manzana con una bola de helado. Los acompañaron con dos tintos.
Desde que ocurrió esa situación, no ha dejado de darle vueltas en su cabeza, pero no ha podido llegar a una conclusión definitiva. Por eso, cada vez que tiene la oportunidad, le toca el tema a algunos amigos, que entre más disparen sean sus profesiones, es mucho mejor, piensa.
Si lo hace no es para que le digan qué debe hacer, sino para tener más información y puntos de vista, a ver si algún día puede tomar una decisión al respecto.
Hasta hace unos días u postura tendía hacia el dicho de un amigo: “Pa la mierda pastorcitos se acabó la navidad”, pues creía que ya tenía todo solucionado y que no había razón para que su obstinada cabeza siguiera repasando el tema.
Todo seguía así hasta hace unos días que almorzó con Daniela, una vieja amiga que hace rato no veía. En un momento de la conversación, cuando esta se estancó en uno de esos silencios incómodos, Vega le dio un sorbo a su cerveza, aclaró su garganta y le planteó el “dilema”, esperando escuchar una opinión similar a las que le habían dado otras personas.
Lo que ocurrió fue que se encontró con una totalmente opuesta. Una que le hizo preguntarse si no le estará metiendo un exceso de drama al asunto, solo por querer adoptar el papel de víctima.
Vega aprecia mucho esas amistades que son como el buen arte, en el sentido en que cuestionan sus creencias y evitan que sus puntos de vista se enquisten. “Nada como esas charlas que sacuden nuestros puntos de vista con ínfulas de verdad, piensa.
Cuando el tema, al parecer, quedo zanjado. Los amigos se sumieron en un corto silencio, como evaluando lo que habían dicho. Al poco tiempo ordenador el postre: ella un flan de coco y el un pie de manzana con una bola de helado. Los acompañaron con dos tintos.
lunes, 19 de diciembre de 2022
El anciano
Está sentado en la mesa de una cafetería. Lleva un traje de paño de color café y un sombrero de copa del mismo color reposa sobre una silla que está a su lado derecho.
No hace nada, es decir, no toma ninguna bebida o lee un periódico, sino que se dedica a observar el panorama. Parece que estudia a las personas que están a su alrededor y saca conclusiones acerca de ellas, según lo que estén haciendo y los recuerdos y la información que lleva en su cabeza.
Yo hago, lo mismo, es decir, observo a las demás personas. Lo hago para escribir estas palabras, quizá como salida fácil para no tener que pensar en ningún tema y, como dice Millás acerca del significado de escribir, para contarles lo que pasa enfrente de mis narices.
Intercalo la actividad de observar con leer y, a veces, cuando subo la mirada, me encuentro con la del viejo. Nos la sostenemos por un par de segundos, mientras pienso “Sé lo que está haciendo”. Luego la desviamos para seguir en lo nuestro.
Queda claro que no es nada del otro mundo, solo una tajada de vida que puede ocurrir en cualquier lugar del planeta, pero creo que en ellas hay cierta verdad escondida, solo que hay que mirar bien para descubrirla. Entonces está uno ahí, como el anciano, mirando sin intención alguna lo que pasa por enfrente de los ojos y ¡zaz! Una verdad de esas aparece y es imposible ignorarla.
Al rato un hombre llega con un termo plástico transparente, se sienta cerca del viejo y le dice algo. Este le sonríe, al tiempo que le responde algo, imagino que una de esas frases cordiales que utilizamos con extraños, para quitárselo de encima y volver a su estado contemplativo.
Luego el celular del anciano timbra, lo toma entre sus manos y presiona frenéticamente la pantalla para tomar la llamada. Poco tiempo después llega un hombre que le da un efusivo abrazo, cruzan un par de palabras y luego abandonan el lugar.
No hace nada, es decir, no toma ninguna bebida o lee un periódico, sino que se dedica a observar el panorama. Parece que estudia a las personas que están a su alrededor y saca conclusiones acerca de ellas, según lo que estén haciendo y los recuerdos y la información que lleva en su cabeza.
Yo hago, lo mismo, es decir, observo a las demás personas. Lo hago para escribir estas palabras, quizá como salida fácil para no tener que pensar en ningún tema y, como dice Millás acerca del significado de escribir, para contarles lo que pasa enfrente de mis narices.
Intercalo la actividad de observar con leer y, a veces, cuando subo la mirada, me encuentro con la del viejo. Nos la sostenemos por un par de segundos, mientras pienso “Sé lo que está haciendo”. Luego la desviamos para seguir en lo nuestro.
Queda claro que no es nada del otro mundo, solo una tajada de vida que puede ocurrir en cualquier lugar del planeta, pero creo que en ellas hay cierta verdad escondida, solo que hay que mirar bien para descubrirla. Entonces está uno ahí, como el anciano, mirando sin intención alguna lo que pasa por enfrente de los ojos y ¡zaz! Una verdad de esas aparece y es imposible ignorarla.
Al rato un hombre llega con un termo plástico transparente, se sienta cerca del viejo y le dice algo. Este le sonríe, al tiempo que le responde algo, imagino que una de esas frases cordiales que utilizamos con extraños, para quitárselo de encima y volver a su estado contemplativo.
Luego el celular del anciano timbra, lo toma entre sus manos y presiona frenéticamente la pantalla para tomar la llamada. Poco tiempo después llega un hombre que le da un efusivo abrazo, cruzan un par de palabras y luego abandonan el lugar.
jueves, 15 de diciembre de 2022
Una sirena en un trancón
Voy en un Uber por una de las calles principales de la ciudad. El carro frena porque el semáforo cambió a rojo. Al rato se pone en verde, pero los vehículos no avanzan. Diciembre y sus trancones del demonio.
En la radio suena la canción de Café Águila Roja, ya saben eso de que “la navidad es todo aquello que nos hace recordar que la vida es bella y que diciembre es amor”, pero ahí en ese trancón, Diciembre solo tiene pinta de caos.
Para contrastar aún más la letra de la canción, una sirena de una ambulancia que avanza por nuestro carril comienza a sonar. Siempre que escuchó ese sonido, me pregunto qué persona irá dentro de ella, y si se está jugando la vida, mientras uno va por ahí con preocupaciones ridículas en la cabeza, como llegar tarde a una cita.
En la radio suena la canción de Café Águila Roja, ya saben eso de que “la navidad es todo aquello que nos hace recordar que la vida es bella y que diciembre es amor”, pero ahí en ese trancón, Diciembre solo tiene pinta de caos.
Para contrastar aún más la letra de la canción, una sirena de una ambulancia que avanza por nuestro carril comienza a sonar. Siempre que escuchó ese sonido, me pregunto qué persona irá dentro de ella, y si se está jugando la vida, mientras uno va por ahí con preocupaciones ridículas en la cabeza, como llegar tarde a una cita.
También pasa que me llega uno de los pocos recuerdos que se me quedaron grabados –el resto se esfumaron por aquello de causa de la amnesia postraumática–,del día del accidente que me dejó el amable recordatorio.
Estoy tendido en la camilla en la parte trasera de una ambulancia, que avanza a gran velocidad, y escucho la sirena. Alguien, un enfermero supongo, está a mi lado y me habla, pero quién sabe qué dice. La cabeza me palpita como si fuera a explotar.
De vuelta en el Uber, volteo a mirar a la derecha y veo a una mujer que va en bicicleta. Lleva un saco azul oscuro y una maleta de color amarillo fosforescente cruzada sobre su espalda. También lleva unos audífonos grandes de color blanco, muy parecidos a los de la mujer que escribía una novela en un café.
Me recuerda a Paula Paula Bélier, el personaje protagónico de la película la familia Bélier, cuando va en su bicicleta por las calles de un pueblo francés escuchando música a todo volumen.
Cada quien con sus estrategias para contrarrestar el caos, el propio y el de la ciudad.
Estoy tendido en la camilla en la parte trasera de una ambulancia, que avanza a gran velocidad, y escucho la sirena. Alguien, un enfermero supongo, está a mi lado y me habla, pero quién sabe qué dice. La cabeza me palpita como si fuera a explotar.
De vuelta en el Uber, volteo a mirar a la derecha y veo a una mujer que va en bicicleta. Lleva un saco azul oscuro y una maleta de color amarillo fosforescente cruzada sobre su espalda. También lleva unos audífonos grandes de color blanco, muy parecidos a los de la mujer que escribía una novela en un café.
Me recuerda a Paula Paula Bélier, el personaje protagónico de la película la familia Bélier, cuando va en su bicicleta por las calles de un pueblo francés escuchando música a todo volumen.
Cada quien con sus estrategias para contrarrestar el caos, el propio y el de la ciudad.
miércoles, 14 de diciembre de 2022
Balas perdidas
V. nos cuenta que siente que es el momento de empezar a escribir una novela, que es algo a lo que ya no le puede dar más largas. Una de esas típicas situaciones de vida de ahora o nunca, o do or die, como dirían los gringos.
Eso me recuerda a una frase que se me grabó de una charla: Ideas are nothing doing is evcerything. Entonces, como suele ocurrir, se me aparece otra frase en la cabeza, de la letra de No se vuelve atrás: “la vida nos enseña realidades y nos viene repartiendo teorías”, una de las canciones de la banda sonora de la película Habana Blues que, quizá, tiene que ver con esto que escribo o puede que no, pero se me disparó en la cabeza, y como ya lo he dicho, hay que prestarle atención a esos susurros del subconsciente.
Caí en esa película, un día miércoles en el que a mi hermana le dio por ir a cine, y me dio tres vueltas, porque hacía poco había acabado de terminar una relación y algo de la historia, lo asocié con mi maltrecho stado sentimental, pero bueno, de eso se tratan los libros, las, películas y el arte en general, de hacernos sentir, ¿acaso no? Como decía Kafka sobre el deber de los libros: “El hacha que rompa el mar helado que hay dentro de nosotros”.
Ya ven ustedes que soy una batería de frases y dichos y aún así, cuando me encuentro en un momento crucial en el que debo utilizar palabras, me puedo volver un ocho, en fin.
Este post no tiene ni pies ni cabeza, solo empecé a escribir lo que se me ocurriera y esto fue lo que salió. En un momento pensé iniciarlo con la típica frase que he utilizado cientos de veces: “No sé sobre qué escribir”, pero que pereza tanta quejadera, es decir, volvemos a lo mismo; a veces lo mejor es hacer lo que sea, sin importar si esta bien o mal. En el actuar, creo, es donde reside la belleza, pues dejarlo todo al mundo teórico o de las ideas quizá tenga que ver con ese mar helado del que hablaba Kafka.
Ya como para cerrar, V. también nos contó que una de las mejores novelas que leyó este año fue “Mi año de descanso y relajación”, que trata sobre una mujer que intenta hibernar de forma prolongada, para escapar de los males del mundo.
Como ven, los temas que toqué parecen balas perdidas, es decir, en apariencia no tienen relación el uno con el otro, pero imagino que si se conectan de alguna manera, sino que somos muy ciegos y aún nos cuesta ver de qué forma se relaciona todo.
Eso me recuerda a una frase que se me grabó de una charla: Ideas are nothing doing is evcerything. Entonces, como suele ocurrir, se me aparece otra frase en la cabeza, de la letra de No se vuelve atrás: “la vida nos enseña realidades y nos viene repartiendo teorías”, una de las canciones de la banda sonora de la película Habana Blues que, quizá, tiene que ver con esto que escribo o puede que no, pero se me disparó en la cabeza, y como ya lo he dicho, hay que prestarle atención a esos susurros del subconsciente.
Caí en esa película, un día miércoles en el que a mi hermana le dio por ir a cine, y me dio tres vueltas, porque hacía poco había acabado de terminar una relación y algo de la historia, lo asocié con mi maltrecho stado sentimental, pero bueno, de eso se tratan los libros, las, películas y el arte en general, de hacernos sentir, ¿acaso no? Como decía Kafka sobre el deber de los libros: “El hacha que rompa el mar helado que hay dentro de nosotros”.
Ya ven ustedes que soy una batería de frases y dichos y aún así, cuando me encuentro en un momento crucial en el que debo utilizar palabras, me puedo volver un ocho, en fin.
Este post no tiene ni pies ni cabeza, solo empecé a escribir lo que se me ocurriera y esto fue lo que salió. En un momento pensé iniciarlo con la típica frase que he utilizado cientos de veces: “No sé sobre qué escribir”, pero que pereza tanta quejadera, es decir, volvemos a lo mismo; a veces lo mejor es hacer lo que sea, sin importar si esta bien o mal. En el actuar, creo, es donde reside la belleza, pues dejarlo todo al mundo teórico o de las ideas quizá tenga que ver con ese mar helado del que hablaba Kafka.
Ya como para cerrar, V. también nos contó que una de las mejores novelas que leyó este año fue “Mi año de descanso y relajación”, que trata sobre una mujer que intenta hibernar de forma prolongada, para escapar de los males del mundo.
Como ven, los temas que toqué parecen balas perdidas, es decir, en apariencia no tienen relación el uno con el otro, pero imagino que si se conectan de alguna manera, sino que somos muy ciegos y aún nos cuesta ver de qué forma se relaciona todo.
“Ojos abiertos a espacios transitorios que la
vanalidad te arrastra pa´ su territorio,
define de tu gente sus máscaras, su idea, que
esta historia es de nosotros y de quien la crea”.
– No se vuelve atrás.
martes, 13 de diciembre de 2022
Escribir una novela
La mujer es rubia y lleva puesto un saco rosado. Está sentada en una de las mesas de la terraza de un café y teclea frenéticamente en su portátil. La tapa de su computador es gris, y una calcomanía verde de una lagartija resalta sobre ella.
A veces se detiene por un par de segundos y mira fijamente un punto en la distancia, como tratando de evocar un recuerdo. Cuando por fin lo visualiza, vuelve de nuevo a su tarea de teclear sin cansancio, para capturarlo antes de que se le esfume.
Los rayos de sol caen de forma perpendicular sobre su mesa y, por breves instantes, le da a su aspecto un aire de aparición divina.
Sobre el piso reposa una maleta con un estampado de flores de diversos colores. Esperemos que una de las correas las tenga engarzadas a un pie, pues está completamente inmersa en su actividad, ¿cuál? escribir una novela.
La mujer está y no está, es decir, habita dos dimensiones al mismo tiempo: la real de la que hacemos parte usted o yo, querido lector, y otra imaginaria, la de su mundo. Flota al lado de sus personajes y cuando quiere se mete en sus cabezas para escribir lo que piensan.
Para que ningún estímulo de eso que llamamos realidad la distraiga, también lleva puestos unos audífonos blancos de de diadema y cancelación de ruido, que cubren por completo sus orejas.
No escucha ninguna canción. En lo que lleva escribiendo, nunca le ha gustado poner música cuando lo hace, porque siente que es algo que la distrae y comienza, en el momento menos pensado, a llevar el ritmo con un pie o a cantar mentalmente.
Un sorbo de café, su portátil y un poco de inspiración es lo único que necesita para vivir libre de angustias.
A veces se detiene por un par de segundos y mira fijamente un punto en la distancia, como tratando de evocar un recuerdo. Cuando por fin lo visualiza, vuelve de nuevo a su tarea de teclear sin cansancio, para capturarlo antes de que se le esfume.
Los rayos de sol caen de forma perpendicular sobre su mesa y, por breves instantes, le da a su aspecto un aire de aparición divina.
Sobre el piso reposa una maleta con un estampado de flores de diversos colores. Esperemos que una de las correas las tenga engarzadas a un pie, pues está completamente inmersa en su actividad, ¿cuál? escribir una novela.
La mujer está y no está, es decir, habita dos dimensiones al mismo tiempo: la real de la que hacemos parte usted o yo, querido lector, y otra imaginaria, la de su mundo. Flota al lado de sus personajes y cuando quiere se mete en sus cabezas para escribir lo que piensan.
Para que ningún estímulo de eso que llamamos realidad la distraiga, también lleva puestos unos audífonos blancos de de diadema y cancelación de ruido, que cubren por completo sus orejas.
No escucha ninguna canción. En lo que lleva escribiendo, nunca le ha gustado poner música cuando lo hace, porque siente que es algo que la distrae y comienza, en el momento menos pensado, a llevar el ritmo con un pie o a cantar mentalmente.
Un sorbo de café, su portátil y un poco de inspiración es lo único que necesita para vivir libre de angustias.
lunes, 12 de diciembre de 2022
Escribir, caos y locura
No escribo desde el viernes en este espacio, pero siento que han pasado más días.
Estoy seguro de que cuando dejo pasar más de un día sin escribir, algo se desequilibra. Por ejemplo, hoy por la mañana caí en un torbellino de pensamientos negativos, y como la mente es bien cabrona, se negaba a salir de ese bucle, así que pensé: "ni mierda, voy a comenzar a escribir un cuento".
Entonces hice algo que tal vez no se deba hacer, y lo primero que hice fue escribir el título: "Realidad Liquida", un par de palabras o un sintagma, signifique lo que eso signifique, con las que vengo jugando en mi cabeza desde hace más de un mes.
La idea me llego de una frase de Rosa Montero: " A poco que levantes una pizca la esquina de la alfombra de la realidad, enseguida descubres el moho, el caos que se agazapa y esa pequeña muerte que anida en el corazón de todas las cosas."
Hace dos días había garabateado las escenas que va a tener, entonces escribí la primera casi de un tirón, cuando terminé, la sensación caos, o esa pequeña muerte de la que habla la escritora española, había desaparecido.
Me va a mejor cuando hago eso, es decir, cuando sé, más o menos, hacia dónde va la historia, que cuando me pongo a escribir de la nada. Juan Gabriel Vásquez decía que existen dos formas para escribir, una con brújula y la otra a punta de machete abriéndose camino en medio de la maleza mental (esto último me lo acabo de inventar, pero más o menos esa era la idea). Yo creo que me funciona más la primera, porque con la segunda me pierdo, y si eso ocurre, me aburro.
Queda claro que escribir cura, relaja, y nos aleja de esa locura que a todos nos habita y que en cualquier momento puede salir a la superficie de la conciencia. Esa es una de mis teorías: todos, por más cuerdos que parezcamos, estamos locos, pero contamos con diferentes válvulas de escape para liberar esa tensión demente con la que venimos al mundo por culpa de nuestros ancestros.
Doris Lessing lo tenía muy claro: "Creo que puedo simplemente pasar mi locura a…tal vez otra gente. Puedo rebotarla fuera de mí".
Estoy seguro de que cuando dejo pasar más de un día sin escribir, algo se desequilibra. Por ejemplo, hoy por la mañana caí en un torbellino de pensamientos negativos, y como la mente es bien cabrona, se negaba a salir de ese bucle, así que pensé: "ni mierda, voy a comenzar a escribir un cuento".
Entonces hice algo que tal vez no se deba hacer, y lo primero que hice fue escribir el título: "Realidad Liquida", un par de palabras o un sintagma, signifique lo que eso signifique, con las que vengo jugando en mi cabeza desde hace más de un mes.
La idea me llego de una frase de Rosa Montero: " A poco que levantes una pizca la esquina de la alfombra de la realidad, enseguida descubres el moho, el caos que se agazapa y esa pequeña muerte que anida en el corazón de todas las cosas."
Hace dos días había garabateado las escenas que va a tener, entonces escribí la primera casi de un tirón, cuando terminé, la sensación caos, o esa pequeña muerte de la que habla la escritora española, había desaparecido.
Me va a mejor cuando hago eso, es decir, cuando sé, más o menos, hacia dónde va la historia, que cuando me pongo a escribir de la nada. Juan Gabriel Vásquez decía que existen dos formas para escribir, una con brújula y la otra a punta de machete abriéndose camino en medio de la maleza mental (esto último me lo acabo de inventar, pero más o menos esa era la idea). Yo creo que me funciona más la primera, porque con la segunda me pierdo, y si eso ocurre, me aburro.
Queda claro que escribir cura, relaja, y nos aleja de esa locura que a todos nos habita y que en cualquier momento puede salir a la superficie de la conciencia. Esa es una de mis teorías: todos, por más cuerdos que parezcamos, estamos locos, pero contamos con diferentes válvulas de escape para liberar esa tensión demente con la que venimos al mundo por culpa de nuestros ancestros.
Doris Lessing lo tenía muy claro: "Creo que puedo simplemente pasar mi locura a…tal vez otra gente. Puedo rebotarla fuera de mí".
viernes, 9 de diciembre de 2022
Conversaciones decisivas
Me gusta prestarle atención a las conversaciones ajenas. No sé si esté bien o mal. Tal vez la balanza de lo correcto se incline hacia el segundo aspecto.
Si lo hago es solo porque me gusta imaginarme la vida de las personas, aventurarme a pensar qué los mueve en la vida, a qué le temen, cuáles son sus deseos, en fin esas finas hebras que conforman el tejido de la realidad, y que al final son las que realmente importan y nos definen.
Le prestó atención a dos conversaciones, como siempre, haciéndome el loco, porque en ambas hablan en voz baja, y no quiero que sea obvio que estoy espiando lo que conversan.
En la primera una pareja almuerza en una mesa detrás de mí. Hablan de viajes y de cómo es vivir inmerso en otras culturas. Por lo que alcanzo a captar parece que ella se va de viaje a España.
Es una conversación repleta de lugares comunes, como si los dos caminaran por el borde del abismo de los temas comprometedores, y miden sus palabras hasta tal punto que la conversación resulta sonsa.
En un momento el hombre olvida los formalismos y dice "Espero que no te vayas a olvidar de mí cuando te vayas a España.". “Lo mismo te digo”, responde la mujer.
Más tarde, en la terraza de un café, otra pareja cucharea una copa de un helado de color rojo y hablan casi en susurros. Tienen las manos entrelazadas y hay cierta tensión en el ambiente.
Es difícil captar el hilo de la conversación, así que solo alcanzo a escuchar un par de frases sueltas por parte de la mujer:
Va a llegar un día en el que no te voy a ver
Por lo menos sé que le voy a seguir diciendo mentiras.
Sé que no nos vamos a dejar de hablar y que nos vamos a ver por este medio
Pasado un rato, la copa de helado ahora ocupa una esquina de la mesa y el hombre tiene las manos de ella dentro de las de él. Entre frase y frase la mujer las libera de esa prisión para agarrarle la cara y darle besos prolongados, y luego las devuelve a la posición original.
En uno de esos movimientos, luego de que la mujer dice Te quiero mucho, caigo en cuenta de que él es el único que lleva argolla de matrimonio.
Le prestó atención a dos conversaciones, como siempre, haciéndome el loco, porque en ambas hablan en voz baja, y no quiero que sea obvio que estoy espiando lo que conversan.
En la primera una pareja almuerza en una mesa detrás de mí. Hablan de viajes y de cómo es vivir inmerso en otras culturas. Por lo que alcanzo a captar parece que ella se va de viaje a España.
Es una conversación repleta de lugares comunes, como si los dos caminaran por el borde del abismo de los temas comprometedores, y miden sus palabras hasta tal punto que la conversación resulta sonsa.
En un momento el hombre olvida los formalismos y dice "Espero que no te vayas a olvidar de mí cuando te vayas a España.". “Lo mismo te digo”, responde la mujer.
Más tarde, en la terraza de un café, otra pareja cucharea una copa de un helado de color rojo y hablan casi en susurros. Tienen las manos entrelazadas y hay cierta tensión en el ambiente.
Es difícil captar el hilo de la conversación, así que solo alcanzo a escuchar un par de frases sueltas por parte de la mujer:
Va a llegar un día en el que no te voy a ver
Por lo menos sé que le voy a seguir diciendo mentiras.
Sé que no nos vamos a dejar de hablar y que nos vamos a ver por este medio
Pasado un rato, la copa de helado ahora ocupa una esquina de la mesa y el hombre tiene las manos de ella dentro de las de él. Entre frase y frase la mujer las libera de esa prisión para agarrarle la cara y darle besos prolongados, y luego las devuelve a la posición original.
En uno de esos movimientos, luego de que la mujer dice Te quiero mucho, caigo en cuenta de que él es el único que lleva argolla de matrimonio.
miércoles, 7 de diciembre de 2022
Historias que no dejan dormir
Hace dos días, las luces del del árbol de navidad se prendieron solas. Cuando abrí el mueble donde está el estabilizador para encenderlas, estaba apagado.
Ayer, cuando iba a salir del edificio, Alex, uno de los porteros, le decía a otro: “Álvarez, tenemos fantasmas” y luego se echó a reír.
Le pregunté de qué hablaba y me dijo que estaban llamando por citófono desde un apartamento desocupado. Le pregunté si alguna vez había visto algo extraño por las cámaras de seguridad, pero me dijo que no, que en este edificio nunca lo habían asustado, pero que en el otro, uno que queda por la 159, si asustan.
“¿Y eso?”, le pregunté. “Pues allá se prenden las luces que se activan con sensores de movimiento. A mí nunca me ha tocado, pero a uno de mis compañeros sí.”
Nos quedamos callados por un momento y al rato noto una nueva expresión en su cara, la de alguien a quien le llega un recuerdo. Alex vuelve a hablar.
“Eso no es nada, en el campo, de donde yo vengo, si que es berraco.”
“Cuente, ¿qué le paso?”
“Uff, si le dijera, una vez casi me lleva el putas”, dice sonriendo, pero en medio de lo tranquilo que parece al hablar del tema, se nota que fue una experiencia escalofriante.
“¿En serio? Cuénteme, ¿qué le pasó?”
En ese momento mi hermana, que ha seguido la conversación, pero no ha intervenido dice: “¡Uy, no no no no! Mejor no nos cuente nada, porque si no yo no puedo dormir esta noche”
“Otro día me cuenta que fue lo que le pasó Alex”, le digo.
“Bueno”, responde.
Me aventuro a imaginar que lo que marca el citófono desde el apartamento vacío, y lo que prendió las luces del árbol de navidad fue un espíritu burlón. Dice Internet que esos entes están a medio camino entre ser fantasmas y poltergeists. Todo bien mientras no se ponga agresivo.
Les quedo debiendo la historia de Alex.
Ayer, cuando iba a salir del edificio, Alex, uno de los porteros, le decía a otro: “Álvarez, tenemos fantasmas” y luego se echó a reír.
Le pregunté de qué hablaba y me dijo que estaban llamando por citófono desde un apartamento desocupado. Le pregunté si alguna vez había visto algo extraño por las cámaras de seguridad, pero me dijo que no, que en este edificio nunca lo habían asustado, pero que en el otro, uno que queda por la 159, si asustan.
“¿Y eso?”, le pregunté. “Pues allá se prenden las luces que se activan con sensores de movimiento. A mí nunca me ha tocado, pero a uno de mis compañeros sí.”
Nos quedamos callados por un momento y al rato noto una nueva expresión en su cara, la de alguien a quien le llega un recuerdo. Alex vuelve a hablar.
“Eso no es nada, en el campo, de donde yo vengo, si que es berraco.”
“Cuente, ¿qué le paso?”
“Uff, si le dijera, una vez casi me lleva el putas”, dice sonriendo, pero en medio de lo tranquilo que parece al hablar del tema, se nota que fue una experiencia escalofriante.
“¿En serio? Cuénteme, ¿qué le pasó?”
En ese momento mi hermana, que ha seguido la conversación, pero no ha intervenido dice: “¡Uy, no no no no! Mejor no nos cuente nada, porque si no yo no puedo dormir esta noche”
“Otro día me cuenta que fue lo que le pasó Alex”, le digo.
“Bueno”, responde.
Me aventuro a imaginar que lo que marca el citófono desde el apartamento vacío, y lo que prendió las luces del árbol de navidad fue un espíritu burlón. Dice Internet que esos entes están a medio camino entre ser fantasmas y poltergeists. Todo bien mientras no se ponga agresivo.
Les quedo debiendo la historia de Alex.
lunes, 5 de diciembre de 2022
Dieta en navidad
Hago fila en el supermercado para pagar unos productos. Me llama la atención un hombre que esá delante de mí y que lleva un carrito de los grandes. Es de baja estatura, calvo y barrigón.
Ahí está muy tranquilo, mientras yo intento imaginarme su vida a partir de los productos que lleva.
Me fijo en él porque su mercado solo consiste en un queso pera amarillo y dos botellas de coca cola de 600 ml. De pronto lo hace a manera de terapía; me refiero a lo de llevar un carro grande, para solo echar dos productos. Así puede darse ánimos al pensar cosas como: “Pasé por la sección de galguerías y no eche ningún paquete al carrito”. Eso imagino, es decir, esa fuerza de voluntad funciona para que no desista de su propósito de hacer dieta.
También es posible que el hombre esté completamente concentrado, casi al nivel de un Monje Zen en pleno proceso de meditación, y esto le permite imaginar que lleva el carro repleto de productos de todo lo que le gusta y no debe comer: dulces, tortas, galletas, etc. Quizá por eso mira un punto fijo en la distancia, abstraído del mundo y todo lo que lo rodea, y mueve los labios, casi de forma imperceptible, repitiendo algún mantra que le ayuda a mantener la calma.
Ya está cansado de hacer dietas y que nada le funcione. Por eso ahora se auto aplico la dieta del queso y la Coca Cola.
Leyó sobre ella en un foro de internet, junto con varios testimonios de personas que decían que les había funcionado. Un par de tajadas de queso y un cuarto de vaso de Coca cola va a ser su comida en los próximos días.
Para lograrlo se va a desconectar del mundo. Va a utilizar su celular para lo mínimo y rechazará cualquier invitación a una novena, pues sabe que flaquearía si se llega a encontrar frente a frente con un buñuelo, pero ¿acaso quién no?
Ahí está muy tranquilo, mientras yo intento imaginarme su vida a partir de los productos que lleva.
Me fijo en él porque su mercado solo consiste en un queso pera amarillo y dos botellas de coca cola de 600 ml. De pronto lo hace a manera de terapía; me refiero a lo de llevar un carro grande, para solo echar dos productos. Así puede darse ánimos al pensar cosas como: “Pasé por la sección de galguerías y no eche ningún paquete al carrito”. Eso imagino, es decir, esa fuerza de voluntad funciona para que no desista de su propósito de hacer dieta.
También es posible que el hombre esté completamente concentrado, casi al nivel de un Monje Zen en pleno proceso de meditación, y esto le permite imaginar que lleva el carro repleto de productos de todo lo que le gusta y no debe comer: dulces, tortas, galletas, etc. Quizá por eso mira un punto fijo en la distancia, abstraído del mundo y todo lo que lo rodea, y mueve los labios, casi de forma imperceptible, repitiendo algún mantra que le ayuda a mantener la calma.
Ya está cansado de hacer dietas y que nada le funcione. Por eso ahora se auto aplico la dieta del queso y la Coca Cola.
Leyó sobre ella en un foro de internet, junto con varios testimonios de personas que decían que les había funcionado. Un par de tajadas de queso y un cuarto de vaso de Coca cola va a ser su comida en los próximos días.
Para lograrlo se va a desconectar del mundo. Va a utilizar su celular para lo mínimo y rechazará cualquier invitación a una novena, pues sabe que flaquearía si se llega a encontrar frente a frente con un buñuelo, pero ¿acaso quién no?
jueves, 1 de diciembre de 2022
Lanzar los dados
Daniela disfruta jugar parqués, porque es un juego que no la exige mentalmente. No le toca hacer cuentas complicadas, ni imaginarse jugadas delante de su turno, nada. Lanzar los dados es como la vida misma, nunca sabe que resultado va a obtener. Todo consiste en batirlos, esperar sacar un buen número y ya está. Más allá de eso no controla nada. Esa es la única responsabilidad, si se le puede llamar de esa manera, que le impone el juego.
Cuando es su turno y bate los dados –le gusta hacerlo encerrándolos entre ambas manos–, visualiza en su mente que va a obtener un lanzamiento perfecto: pares o el número que necesita para comer o llegar al seguro, aunque sabe que el puntaje no depende de ella, que es algo aleatorio, como la mayoría de cosas que le ocurren en su vida. Así las cosas, las personas aún creen que pueden dominar el curso de su destino, piensa.
Le gusta jugar con unas fichas de color verde chillón y con unos dados negros de pintas blancas, porque son livianos y dan muchas vueltas cuando los lanza. Dice que con esos saca más pares, a diferencia de los que utiliza su hermana, que son rojos y pesados y que siempre caen sobre la mesa con un golpe seco.
Su abuela le inculcó el vició por el juego desde muy pequeña, y en ese entonces se ponía de mal genio cuando le metían una ficha a la cárcel o la soplaban. Ahora, de adulta, siente que, de alguna manera, el parqués le ha ayudado a entender que no debe ponerle peros a la vida, que hay que aceptar todo como venga, pues siempre habrá opción de un nuevo lanzamiento.
Es su turno de nuevo. Encierra los dados con ambas manos y las mueve como si estuviera tocando una maraca. “Miren el doble seis que voy a sacar”, les dice a sus familiares con una amplia sonrisa.
Recuerda la estrofa de un poema que le regalo un poeta callejero:
Mientras hace rodar los dados por la mesa. Cierra los ojos y cuando los abre, ahí está ese par que predijo hace un momento.
“¿Y que tal que mi mente si pueda influir en los lanzamientos?”, se pregunta.
Cuando es su turno y bate los dados –le gusta hacerlo encerrándolos entre ambas manos–, visualiza en su mente que va a obtener un lanzamiento perfecto: pares o el número que necesita para comer o llegar al seguro, aunque sabe que el puntaje no depende de ella, que es algo aleatorio, como la mayoría de cosas que le ocurren en su vida. Así las cosas, las personas aún creen que pueden dominar el curso de su destino, piensa.
Le gusta jugar con unas fichas de color verde chillón y con unos dados negros de pintas blancas, porque son livianos y dan muchas vueltas cuando los lanza. Dice que con esos saca más pares, a diferencia de los que utiliza su hermana, que son rojos y pesados y que siempre caen sobre la mesa con un golpe seco.
Su abuela le inculcó el vició por el juego desde muy pequeña, y en ese entonces se ponía de mal genio cuando le metían una ficha a la cárcel o la soplaban. Ahora, de adulta, siente que, de alguna manera, el parqués le ha ayudado a entender que no debe ponerle peros a la vida, que hay que aceptar todo como venga, pues siempre habrá opción de un nuevo lanzamiento.
Es su turno de nuevo. Encierra los dados con ambas manos y las mueve como si estuviera tocando una maraca. “Miren el doble seis que voy a sacar”, les dice a sus familiares con una amplia sonrisa.
Recuerda la estrofa de un poema que le regalo un poeta callejero:
“Toma los dados de la suerte
Arrebátale a todo misticismo
El poder en tu vida
Y lanza los dados
Apuesta
Y si pierdes es tu derrota
Y si ganas
Tu victoria
No la del destino.”
Mientras hace rodar los dados por la mesa. Cierra los ojos y cuando los abre, ahí está ese par que predijo hace un momento.
“¿Y que tal que mi mente si pueda influir en los lanzamientos?”, se pregunta.
miércoles, 30 de noviembre de 2022
No le gusta que la toquen
Entro a un almacén de esos que venden maricaditas varias. Esta repleto de objetos decorativos para la temporada navideña; es un lugar perfecto para salir de un apuro, cuando no se tiene ni idea de qué regalarle a alguien.
Camino con cuidado, alejado de los estantes, para no rozar ningún objeto por culpa de un movimiento torpe que, imagino, va a generar una reacción en cadena, que va a derrumbar todo el local. Mi hermana, en cambio, que hoy decidió ser entropía pura, ya ha tumbado un par de ellos, sin mayores consecuencias.
Una mujer camina detrás de mí y parece que está de mal genio. Le dice algo a su acompañante, pero como lleva tapabocas no alcanzó a captar sus palabras. Por el tono de su voz, se nota que esta molesta por algo. Le sostengo la mirada por un segundo, y me parece que está llena de odio, así que la bajo para que siga su rumbo, fiel a mi teoría de no cruzarme en el camino de otras personas, para que el curso de mi vida no se despiporre.
Otra clienta que está en el local no es seguidora de mi teoría y de un momento a otro le toca la espalda a la mujer malhumorada, para decirle: “Señora cuidado con la bolsa que lleva colgada, ahorita casi tumba algo”.
“¡Ay sí señora, ya! Le responde y luego, con un nivel adicional de rabia, le dice a su acompañante: “¡Como odio que me toquen!”.
El resto de tiempo que paso en el almacén, me preocupo más en no rozar a la señora , que rozar los productos y adornos; todo con el fin de que el curso de mi vida siga su, en apariencia pues nunca se sabe, apacible camino.
Camino con cuidado, alejado de los estantes, para no rozar ningún objeto por culpa de un movimiento torpe que, imagino, va a generar una reacción en cadena, que va a derrumbar todo el local. Mi hermana, en cambio, que hoy decidió ser entropía pura, ya ha tumbado un par de ellos, sin mayores consecuencias.
Una mujer camina detrás de mí y parece que está de mal genio. Le dice algo a su acompañante, pero como lleva tapabocas no alcanzó a captar sus palabras. Por el tono de su voz, se nota que esta molesta por algo. Le sostengo la mirada por un segundo, y me parece que está llena de odio, así que la bajo para que siga su rumbo, fiel a mi teoría de no cruzarme en el camino de otras personas, para que el curso de mi vida no se despiporre.
Otra clienta que está en el local no es seguidora de mi teoría y de un momento a otro le toca la espalda a la mujer malhumorada, para decirle: “Señora cuidado con la bolsa que lleva colgada, ahorita casi tumba algo”.
“¡Ay sí señora, ya! Le responde y luego, con un nivel adicional de rabia, le dice a su acompañante: “¡Como odio que me toquen!”.
El resto de tiempo que paso en el almacén, me preocupo más en no rozar a la señora , que rozar los productos y adornos; todo con el fin de que el curso de mi vida siga su, en apariencia pues nunca se sabe, apacible camino.
martes, 29 de noviembre de 2022
Mariana no está
Lleva un tiempo mirando la pantalla y no se le ha ocurrido ningún tema. Que miedo eso, piensa, es decir, como la mente se comienza a desocupar a medida que envejece o como cada vez es más difícil rescatar recuerdos, pensamientos, o bien, generar ideas.
De ahí que varios escritores vean al subconsciente como fuente infinita de creatividad. Como decía Bradbury loco: “la autoconciencia es el enemigo de todo arte, ya sea actuar, escribir, pintar o vivir, que es el arte más grande de todos.”
Ahora dirige la mirada hacia la sección de estilos de Word y varios de los comandos inducen a escribir: Título, sin espaciado, Edición, dictar, editor, párrafo. Pero ¿sobre qué?
Quizá la historia está clara y se resiste a verla. O tal vez solo sea pereza. Sentir pereza para escribir también es válido, solo que hay unos masoquistas, como él, que se obligan a hacerlo, aunque mueran a causa de ella.
Tal vez debería escribir lo que le ocurre, su situación actual, un hombre que está sentado en su escritorio y sufre para poner una palabra después de otra.
Es de madrugada y ahí está con el cuarto casi a oscuras, por culpa del bombillo de su lámpara que parece fatigado.
De repente el hombre escucha un ruido en la cocina, un cajón que se abre y unos cubiertos que caen al suelo. “Debe ser Mariana”, murmura, y cuando pone los dedos sobre el teclado recapacita sobre lo que acaba de decir. Mariana ya no está con él, Murió atropellada por un bus, de camino hacia el trabajo, mientras conducía su bicicleta.
Se queda quieto y siente miedo. Piensa que, si va a la cocina, se la va encontrar tal cual la ve en los sueños, con la cara destrozada por el accidente. Entonces se pone de pie y le echa seguro a la puerta del cuarto, como si esa medida de seguridad sirviera contra fantasmas o espíritus que se han perdido en su camino al más allá o que no dejan este plano porque tienen temas pendientes por resolver.
El hombre se sienta y comienza a escribir a contar su historia, pero lo debe hacer desde el principio, desde el día que la conoció cuando llevaba el vestido rojo de flores blancas que tanto le gustaba.
Ahí está, ya tiene una historia por contar. Aunque a veces siente que alguien lo mira desde atrás, no deja de teclear por dos horas seguidas.
Tiene que contar su historia por su bien y el de ella.
De ahí que varios escritores vean al subconsciente como fuente infinita de creatividad. Como decía Bradbury loco: “la autoconciencia es el enemigo de todo arte, ya sea actuar, escribir, pintar o vivir, que es el arte más grande de todos.”
Ahora dirige la mirada hacia la sección de estilos de Word y varios de los comandos inducen a escribir: Título, sin espaciado, Edición, dictar, editor, párrafo. Pero ¿sobre qué?
Quizá la historia está clara y se resiste a verla. O tal vez solo sea pereza. Sentir pereza para escribir también es válido, solo que hay unos masoquistas, como él, que se obligan a hacerlo, aunque mueran a causa de ella.
Tal vez debería escribir lo que le ocurre, su situación actual, un hombre que está sentado en su escritorio y sufre para poner una palabra después de otra.
Es de madrugada y ahí está con el cuarto casi a oscuras, por culpa del bombillo de su lámpara que parece fatigado.
De repente el hombre escucha un ruido en la cocina, un cajón que se abre y unos cubiertos que caen al suelo. “Debe ser Mariana”, murmura, y cuando pone los dedos sobre el teclado recapacita sobre lo que acaba de decir. Mariana ya no está con él, Murió atropellada por un bus, de camino hacia el trabajo, mientras conducía su bicicleta.
Se queda quieto y siente miedo. Piensa que, si va a la cocina, se la va encontrar tal cual la ve en los sueños, con la cara destrozada por el accidente. Entonces se pone de pie y le echa seguro a la puerta del cuarto, como si esa medida de seguridad sirviera contra fantasmas o espíritus que se han perdido en su camino al más allá o que no dejan este plano porque tienen temas pendientes por resolver.
El hombre se sienta y comienza a escribir a contar su historia, pero lo debe hacer desde el principio, desde el día que la conoció cuando llevaba el vestido rojo de flores blancas que tanto le gustaba.
Ahí está, ya tiene una historia por contar. Aunque a veces siente que alguien lo mira desde atrás, no deja de teclear por dos horas seguidas.
Tiene que contar su historia por su bien y el de ella.
lunes, 28 de noviembre de 2022
Dos libros gratis
Una vez tuve una reunión de intercambio de libros con unos amigos. Ese día salí de afán del apartamento y olvidé lo más importante: el libro que iba a llevar.
Afortunadamente la anfitriona de ese día, una amiga que estudio literatura y es profesora de español, tiene la casa repleta de ellos y cuando le conté que lo había olvidado, me dijo que no había problema y me llevo a una habitación en la que solo había libros. Me dijo que podía escoger el que quisiera para hacer el trueque más tarde.
Empecé a hojear las torres de libros con cuidado porque había unas que hacían equilibrio y parecían desafiar todas las leyes de la física, y en medio de esa tarea me topé con el libro de cuentos Amantes y Enemigos de Rosa Montero.
Lo comencé a hojear y me pregunto: “¿Ese es el que vas a intercambiar?” “No, este me gustaría leerlo”. “Te lo puedes llevar, no hay problema”.
Ya no recuerdo cuál fue el libro que escogí para intercambiar, pero le prometí que después le iba a dar uno. El que tenía en mente era El Asesino Ciego de Margaret Atwood, que compré en una charla de la escritora, porque había leído muy buenas críticas sobre él. Al parecer, en cuestiones de técnica, es un libro supremo, pues narra una novela dentro de la novela, pero luego de comenzarlo a leer no me enganchó.
El día de la charla tenía la intención de preguntarle a Atwood si le guardaba el mismo cariño al Cuento de la Criada como sus lectores, o si otro libro de los que ha escrito le parece mejor que ese. Pero me quedé con la mano levantada porque nunca me pasaron el micrófono.
Pero bueno ese era el libro que pensaba darle a mi amiga a modo de intercambio por el de Montero, pero hasta el día de hoy no lo he hecho.
El día de la reunión quedó volando La casa de los espíritus de Isabel Allende y como nadie se lo quería llevar, le pregunté a Ángela, su dueña, si lo podía tomar, y me dijo que no había problema.
Ya ven, ese día no lleve ningún libro y salí con dos debajo del brazo.
¡Por más reuniones como esa por favor!
Afortunadamente la anfitriona de ese día, una amiga que estudio literatura y es profesora de español, tiene la casa repleta de ellos y cuando le conté que lo había olvidado, me dijo que no había problema y me llevo a una habitación en la que solo había libros. Me dijo que podía escoger el que quisiera para hacer el trueque más tarde.
Empecé a hojear las torres de libros con cuidado porque había unas que hacían equilibrio y parecían desafiar todas las leyes de la física, y en medio de esa tarea me topé con el libro de cuentos Amantes y Enemigos de Rosa Montero.
Lo comencé a hojear y me pregunto: “¿Ese es el que vas a intercambiar?” “No, este me gustaría leerlo”. “Te lo puedes llevar, no hay problema”.
Ya no recuerdo cuál fue el libro que escogí para intercambiar, pero le prometí que después le iba a dar uno. El que tenía en mente era El Asesino Ciego de Margaret Atwood, que compré en una charla de la escritora, porque había leído muy buenas críticas sobre él. Al parecer, en cuestiones de técnica, es un libro supremo, pues narra una novela dentro de la novela, pero luego de comenzarlo a leer no me enganchó.
El día de la charla tenía la intención de preguntarle a Atwood si le guardaba el mismo cariño al Cuento de la Criada como sus lectores, o si otro libro de los que ha escrito le parece mejor que ese. Pero me quedé con la mano levantada porque nunca me pasaron el micrófono.
Pero bueno ese era el libro que pensaba darle a mi amiga a modo de intercambio por el de Montero, pero hasta el día de hoy no lo he hecho.
El día de la reunión quedó volando La casa de los espíritus de Isabel Allende y como nadie se lo quería llevar, le pregunté a Ángela, su dueña, si lo podía tomar, y me dijo que no había problema.
Ya ven, ese día no lleve ningún libro y salí con dos debajo del brazo.
¡Por más reuniones como esa por favor!
jueves, 24 de noviembre de 2022
No conocemos a nadie
Trabajo en el otro extremo de la ciudad, así que debo levantarme cuando todavía es de noche para poder llegar a tiempo. Lo primero que hago es preparar café en una cafetera italiana que está a punto de desbaratarse.
Luego me siento en la mesa de la cocina y espero a que el café esté listo. Me lo sirvo en mi pocillo preferido, uno de color negro y que tiene la oreja desportillada. Todo en esta casa parece estar en ruinas.
Me gusta ese momento del día, porque me pongo a pensar sobre mi vida. Lo que está bien y lo que no y me gustaría mejorar. Lo hago mientras le doy sorbos pequeños al tinto para no quemarme la boca.
Cuando me lo acabo de tomar, busco la correa de Danger, mi perro. El nombre es una broma porque es un cruce de perros enanos, de esos fastidiosos que ladran porque sí y porque no. Lo llevo a un descampado que queda a media cuadra y muy pocas veces me cruzo con algún vecino.
Ayer, cuando llegué del trabajo, pasé por la casa de Jaime. Don Jaime le dice todo el mundo, pero yo no sé por dónde le ven el don. Estaba sentado al frente de la puerta. Suele hacer eso, saca una silla Rimax blanca y se sienta a ver pasar la gente, la vida o las dos cosas.
“Buenas tardes”, le dije. No tenía otra opción que saludarlo, si no quería pasar por grosera. Él levanto una mano a manera de saludo al tiempo que decía, “usted sale muy temprano de su casa, ¿no vecina?
No le respondí nada, pero después de llegar a la casa me puse a pensar en lo que me dijo: “¿Por qué sabe de mis rutinas?, ¿Es que acaso me espía? Uno nunca termina de conocer a las personas.
Nunca sabemos, por ejemplo, si ese que nos sonríe tiene cuerpos picados en pedacitos dentro de su congelador.
Luego me siento en la mesa de la cocina y espero a que el café esté listo. Me lo sirvo en mi pocillo preferido, uno de color negro y que tiene la oreja desportillada. Todo en esta casa parece estar en ruinas.
Me gusta ese momento del día, porque me pongo a pensar sobre mi vida. Lo que está bien y lo que no y me gustaría mejorar. Lo hago mientras le doy sorbos pequeños al tinto para no quemarme la boca.
Cuando me lo acabo de tomar, busco la correa de Danger, mi perro. El nombre es una broma porque es un cruce de perros enanos, de esos fastidiosos que ladran porque sí y porque no. Lo llevo a un descampado que queda a media cuadra y muy pocas veces me cruzo con algún vecino.
Ayer, cuando llegué del trabajo, pasé por la casa de Jaime. Don Jaime le dice todo el mundo, pero yo no sé por dónde le ven el don. Estaba sentado al frente de la puerta. Suele hacer eso, saca una silla Rimax blanca y se sienta a ver pasar la gente, la vida o las dos cosas.
“Buenas tardes”, le dije. No tenía otra opción que saludarlo, si no quería pasar por grosera. Él levanto una mano a manera de saludo al tiempo que decía, “usted sale muy temprano de su casa, ¿no vecina?
No le respondí nada, pero después de llegar a la casa me puse a pensar en lo que me dijo: “¿Por qué sabe de mis rutinas?, ¿Es que acaso me espía? Uno nunca termina de conocer a las personas.
Nunca sabemos, por ejemplo, si ese que nos sonríe tiene cuerpos picados en pedacitos dentro de su congelador.
miércoles, 23 de noviembre de 2022
Té y frío
No sé a qué velocidad se enfría el té que tomo.
Me aventuro a pensar que, de alguna forma, eso tiene relación con las ideas que llevo congeladas en la cabeza; esos conceptos, sensaciones o recuerdos enterrados en sus profundidades, que quedaron olvidados en alguno de sus rincones.
¿Cuánta información tendremos a la mano que solo está ahí, cogiendo polvo?
Por eso le doy sorbos largos a ver si, de alguna forma, se acelera la sinapsis de mis neuronas.
No recuerdo en dónde leí por primera vez ese término, pero cada vez que lo recuerdo, o me encuentro con él, me imagino pequeños chispazos dentro de mi cabeza, que ponen a rodar todo: la escritura, la vida misma.
Pero hay un problema. Siempre lo hay, de eso no hay duda. El conflicto, el drama, por pequeño o grande que sea, se nos estrella en la cara a cada rato. Algo bueno debe tener eso, porque si todo nos saliera bien, la vida sería tremendamente aburridora.
El problema del que hablo es que mis pies también están fríos, entonces el calor que le pueda traspasar la bebida a mi cuerpo no puede dirigirse solo al cerebro, sino que debe repartirse.
El té ya está a punto de enfriarse, pero cuando le doy un sorbo, imagino que está hirviendo. Hay veces que tragarse las mentiras y sugestionarse con ellas funciona.
Lo ideal, pienso, sería que este escrito acabara justo después del último sorbo, porque las galletas de coco que lo acompañaban desaparecieron rápido, pues no jugaban un papel importante. Aquí, como usted y yo lo sabemos, estimado lector, el protagonista es el té que, quiero pensar, tiene la facultad de calentar las ideas.
Acabo de darle el último sorbo a la bebida y sigo escribiendo. Ya lo había dicho, nunca nada es perfecto, siempre, en lo que sea, existirán grietas, algunas casi imperceptibles, pero grieta es grieta.
¿Qué le vamos a hacer?
Me aventuro a pensar que, de alguna forma, eso tiene relación con las ideas que llevo congeladas en la cabeza; esos conceptos, sensaciones o recuerdos enterrados en sus profundidades, que quedaron olvidados en alguno de sus rincones.
¿Cuánta información tendremos a la mano que solo está ahí, cogiendo polvo?
Por eso le doy sorbos largos a ver si, de alguna forma, se acelera la sinapsis de mis neuronas.
No recuerdo en dónde leí por primera vez ese término, pero cada vez que lo recuerdo, o me encuentro con él, me imagino pequeños chispazos dentro de mi cabeza, que ponen a rodar todo: la escritura, la vida misma.
Pero hay un problema. Siempre lo hay, de eso no hay duda. El conflicto, el drama, por pequeño o grande que sea, se nos estrella en la cara a cada rato. Algo bueno debe tener eso, porque si todo nos saliera bien, la vida sería tremendamente aburridora.
El problema del que hablo es que mis pies también están fríos, entonces el calor que le pueda traspasar la bebida a mi cuerpo no puede dirigirse solo al cerebro, sino que debe repartirse.
El té ya está a punto de enfriarse, pero cuando le doy un sorbo, imagino que está hirviendo. Hay veces que tragarse las mentiras y sugestionarse con ellas funciona.
Lo ideal, pienso, sería que este escrito acabara justo después del último sorbo, porque las galletas de coco que lo acompañaban desaparecieron rápido, pues no jugaban un papel importante. Aquí, como usted y yo lo sabemos, estimado lector, el protagonista es el té que, quiero pensar, tiene la facultad de calentar las ideas.
Acabo de darle el último sorbo a la bebida y sigo escribiendo. Ya lo había dicho, nunca nada es perfecto, siempre, en lo que sea, existirán grietas, algunas casi imperceptibles, pero grieta es grieta.
¿Qué le vamos a hacer?
martes, 22 de noviembre de 2022
Pedro y su bóveda craneal
Pedro, no Navajas sino otro, un bogotano común y corriente, va por la vida tratando de hacer las cosas bien, desde caminar sin tropezarse hasta ganarse la vida. Este Pedro, de apellido Pérez, espera que todo fluya, que la vía de su destino esté despejada; en fin, aspira, como todas las personas, a tener la menor cantidad de contratiempos hasta que la muerte decida visitarlo.
Es un hombre callado, que habla poco y, por lo general, prefiere pasar el tiempo, encerrado con sus pensamientos, dentro de su bóveda craneal. Le gusta ese término para referirse al espacio que ocupa el cerebro humano. A Pedro le agrada imaginarlo como una caja fuerte, y cree que no existirían tantos problemas si las personas no lo abrieran de par en par para que cualquier persona entre como Pedro por su casa, valga la redundancia, a ver con qué se encuentran.
Como al señor Pérez le gusta entretenerse con sus pensamientos, le molesta cuando adquiere responsabilidades repentinas. Hace unos años, por ejemplo, le emputaba subirse a un bus repleto, no por lo lleno que estuviera, sino porque casi siempre le tocaba hacer parte de la cadena de personas que pasaban las vueltas de un pasajero de mano en mano, hasta que estas encontraban a su propietario.
Sabía que, desde ese entonces, tenía algo mal en su cabeza, pues eso le generaba una leve ansiedad. Luego de que las vueltas dejaban sus manos, nunca sabía si llegaban a su destino y de ser así, si llegaban intactas. Pensaba que cabía la posibilidad de que alguien se robara una moneda o un billete y creía que algún día, a ese pasajero al que no le llegaban las vueltas completas enloquecería de rabia. Luego sacaría un cuchillo y comenzaría a apuñalear a los otros pasajeros.
Por esa razón se compró una bicicleta y dejó de utilizar el transporte urbano, sin importarle cuál fuera la distancia que le tocara recorrer.
Ahora, sentado en una sala de espera de un consultorio, se acordó de esa responsabilidad repentina de las vueltas del bus, porque está a punto de adquirir otra: Las personas que salen de consulta gritan el nombre del paciente que debe seguir al consultorio “¿Por qué carajos no sale el médico y llama él mismo a sus pacientes?”, se pregunta.
Otra vez la ansiedad comienza a hacer estragos: “¿y si me toca llamar a un paciente y no escucha mi llamado?”, ¿Qué tal que en el corto trayecto se me olvide el nombre que me haya dicho el médico, y en vez de un Jaime llame a un Jairo, por ejemplo?”, estas y otras preguntas le comienzan a llegar a la cabeza.
Se pone de pie y abandona el consultorio.
Ya en la calle, luego de cerrarse la chaqueta y meter las manos en los bolsillos, piensa: “a mí no me jodan. No me pongan tareas que no me corresponden”.
Es un hombre callado, que habla poco y, por lo general, prefiere pasar el tiempo, encerrado con sus pensamientos, dentro de su bóveda craneal. Le gusta ese término para referirse al espacio que ocupa el cerebro humano. A Pedro le agrada imaginarlo como una caja fuerte, y cree que no existirían tantos problemas si las personas no lo abrieran de par en par para que cualquier persona entre como Pedro por su casa, valga la redundancia, a ver con qué se encuentran.
Como al señor Pérez le gusta entretenerse con sus pensamientos, le molesta cuando adquiere responsabilidades repentinas. Hace unos años, por ejemplo, le emputaba subirse a un bus repleto, no por lo lleno que estuviera, sino porque casi siempre le tocaba hacer parte de la cadena de personas que pasaban las vueltas de un pasajero de mano en mano, hasta que estas encontraban a su propietario.
Sabía que, desde ese entonces, tenía algo mal en su cabeza, pues eso le generaba una leve ansiedad. Luego de que las vueltas dejaban sus manos, nunca sabía si llegaban a su destino y de ser así, si llegaban intactas. Pensaba que cabía la posibilidad de que alguien se robara una moneda o un billete y creía que algún día, a ese pasajero al que no le llegaban las vueltas completas enloquecería de rabia. Luego sacaría un cuchillo y comenzaría a apuñalear a los otros pasajeros.
Por esa razón se compró una bicicleta y dejó de utilizar el transporte urbano, sin importarle cuál fuera la distancia que le tocara recorrer.
Ahora, sentado en una sala de espera de un consultorio, se acordó de esa responsabilidad repentina de las vueltas del bus, porque está a punto de adquirir otra: Las personas que salen de consulta gritan el nombre del paciente que debe seguir al consultorio “¿Por qué carajos no sale el médico y llama él mismo a sus pacientes?”, se pregunta.
Otra vez la ansiedad comienza a hacer estragos: “¿y si me toca llamar a un paciente y no escucha mi llamado?”, ¿Qué tal que en el corto trayecto se me olvide el nombre que me haya dicho el médico, y en vez de un Jaime llame a un Jairo, por ejemplo?”, estas y otras preguntas le comienzan a llegar a la cabeza.
Se pone de pie y abandona el consultorio.
Ya en la calle, luego de cerrarse la chaqueta y meter las manos en los bolsillos, piensa: “a mí no me jodan. No me pongan tareas que no me corresponden”.
lunes, 21 de noviembre de 2022
Los trucos del subconsciente
Hace unos días escribí un post titulado “Manos con sangre”. Al momento de redactarlo, pasó lo de muchas veces: no tenía ni idea sobre qué escribir. Así que mientras miraba la pantalla como un tarado, viendo al cursor titilar y practicaba batería aérea para dilatar el proceso de escritura, esa frase llegó a mi cabeza.
Escribí sobre un hombre que se despertaba con sangre seca en las manos, pero que no sabía por qué las tenía manchadas. Al parecer, cuando eso le ocurría, el hombre salía de su apartamento en la noche y al siguiente día no se acordaba de nada. Lo más probable, imagino, es que el hombre era poseído en medio de la noche, y se levantaba a cometer crímenes.
Digo imagino, porque no ahondé más en ese personaje, solo pinté una tajada de su vida. De pronto sería bueno llevar la idea a un cuento, pero quizá estoy fusilando uno de Rubem Fonseca, en el que un padre de familia ejemplar, sale todas las noches en su carro a atropellar personas.
Igual el mío sería una variación y como ya se sabe no existe ninguna idea 100% original, sino que las que van apareciendo son retazos de cosas que se han leído , visto o nos han contado, en fin.
Días después me puse a pensar sobre el post de las manos con sangre y de dónde habría salido. Recordé que el esposo de una prima me contó que había tenido una pesadilla en la que tenía una hemorragia por la nariz y la sangre le salía a chorros. De puro acto reflejo su yo del sueño intentaba detener la hemorragia con sus manos y, claro, se le empapaban de sangre. En ese momento se despertó gritando, y cuenta que por un segundo se miró las manos y las tenía llenas de sangre.
Imagino que como la imagen es potente se me quedó grabada en el subconsciente y salió a la superficie en el momento que iba a escribir ese día.
También supongo que decidí ese tema medio oscuro porque me vi un documental sobre exorcismos y porque estoy leyendo a la gran Mariana Enríquez.
Escribí sobre un hombre que se despertaba con sangre seca en las manos, pero que no sabía por qué las tenía manchadas. Al parecer, cuando eso le ocurría, el hombre salía de su apartamento en la noche y al siguiente día no se acordaba de nada. Lo más probable, imagino, es que el hombre era poseído en medio de la noche, y se levantaba a cometer crímenes.
Digo imagino, porque no ahondé más en ese personaje, solo pinté una tajada de su vida. De pronto sería bueno llevar la idea a un cuento, pero quizá estoy fusilando uno de Rubem Fonseca, en el que un padre de familia ejemplar, sale todas las noches en su carro a atropellar personas.
Igual el mío sería una variación y como ya se sabe no existe ninguna idea 100% original, sino que las que van apareciendo son retazos de cosas que se han leído , visto o nos han contado, en fin.
Días después me puse a pensar sobre el post de las manos con sangre y de dónde habría salido. Recordé que el esposo de una prima me contó que había tenido una pesadilla en la que tenía una hemorragia por la nariz y la sangre le salía a chorros. De puro acto reflejo su yo del sueño intentaba detener la hemorragia con sus manos y, claro, se le empapaban de sangre. En ese momento se despertó gritando, y cuenta que por un segundo se miró las manos y las tenía llenas de sangre.
Imagino que como la imagen es potente se me quedó grabada en el subconsciente y salió a la superficie en el momento que iba a escribir ese día.
También supongo que decidí ese tema medio oscuro porque me vi un documental sobre exorcismos y porque estoy leyendo a la gran Mariana Enríquez.
jueves, 17 de noviembre de 2022
Un último deseo
Camina esposado con las manos en la espalda y siente un olor a orines en el ambiente. No sabe si son propios, producto de sus esfínteres que ya le fallan por la cantidad de golpizas que ha recibido de reclusos y guardias, o si el olor proviene de del pasillo por el que camina.
La luz del lugar es débil y apenas tiene los ojos abiertos, a causa de sus parpados hinchados. Arrastra los pies a cada paso y las veces que se detiene, porque un recuerdo de cuando era libre le llega a la cabeza, uno de los guardias que lo escoltan presiona su espalda con el bolillo y lo obliga a seguir caminando. A veces cae y se arrastra un poco, pero de inmediato alguien lo toma por las axilas, y lo levanta como si fuera un muñeco de trapo.
El hombre va camino hacia su muerte, a la sala en dónde le van a aplicar la inyección letal. Horas antes le dijeron que podía pedir lo que quisiera de última cena, pero respondió que mejor se reservaba su último deseo hasta el último momento del show.
Cuando le preguntaron recordó que una vez leyó un artículo que hablaba de las últimas cenas de reclusos importantes. La nota mencionaba lo que le sirvieron a Sadam Hussein: Pollo con arroz shawarma, que el dictador rechazó, junto con la posibilidad de fumarse un cigarrillo.
“Quizá detestaba el pollo”, piensa el hombre.
Ahora se encuentra en frente de la puerta de la sala de ejecución y el guardia que lo acompaña le pregunta por su último deseo.
“Es sencillo”, dice mientras muestra una sonrisa triste y se se sopla un mechón de pelo que le cae sobre la cara.
“Solo quiero ver cuantas notificaciones tengo en mi celular. Hace una semana me lo decomisaron y debo tener cientos de mi última publicación”.
La luz del lugar es débil y apenas tiene los ojos abiertos, a causa de sus parpados hinchados. Arrastra los pies a cada paso y las veces que se detiene, porque un recuerdo de cuando era libre le llega a la cabeza, uno de los guardias que lo escoltan presiona su espalda con el bolillo y lo obliga a seguir caminando. A veces cae y se arrastra un poco, pero de inmediato alguien lo toma por las axilas, y lo levanta como si fuera un muñeco de trapo.
El hombre va camino hacia su muerte, a la sala en dónde le van a aplicar la inyección letal. Horas antes le dijeron que podía pedir lo que quisiera de última cena, pero respondió que mejor se reservaba su último deseo hasta el último momento del show.
Cuando le preguntaron recordó que una vez leyó un artículo que hablaba de las últimas cenas de reclusos importantes. La nota mencionaba lo que le sirvieron a Sadam Hussein: Pollo con arroz shawarma, que el dictador rechazó, junto con la posibilidad de fumarse un cigarrillo.
“Quizá detestaba el pollo”, piensa el hombre.
Ahora se encuentra en frente de la puerta de la sala de ejecución y el guardia que lo acompaña le pregunta por su último deseo.
“Es sencillo”, dice mientras muestra una sonrisa triste y se se sopla un mechón de pelo que le cae sobre la cara.
“Solo quiero ver cuantas notificaciones tengo en mi celular. Hace una semana me lo decomisaron y debo tener cientos de mi última publicación”.
martes, 15 de noviembre de 2022
Manos con sangre
“¿Estaré poseído?”, piensa mientras mira la pantalla de su computador. Desde hace 10 minutos le está dando vueltas a la pregunta. Si le han parecido raras esas oleadas de rabia repentina, que ha tenido desde hace un tiempo con Cristina, su esposa, y también con sus hijos.
“Discúlpame Cris”, no va a volver a pasar, siempre le dice a para disculparse, y le achaca su estado de ánimo a un supuesto estrés producido por el trabajo. Sabe que es mentira, pues no siente angustia alguna. Al final siempre le resta importancia al tema, pues piensa que todas las personas son bipolares, solo que las reciben tratamiento psiquiátrico, no cuentan con válvulas de escape efectivas como el sexo, el trabajo, las drogas, la familia o alguna afición que les apasione.
Últimamente, cuando abre los ojos en la mañana, siente sus manos pegajosas. Cuando se las mira se da cuenta de que la sensación se debe a sangre seca sobre su piel.
Hace un mes exacto fue la primera vez que le pasó. Lo primero que hizo fue revisar su cuerpo en busca de alguna herida, pero no encontró nada. Luego miro a cristina que dormía plácidamente y levantó la cobijas para ver su cuerpo, pero así, por encima, tampoco vio una herida en el cuerpo de su esposa. Luego se volvió a mirar las manos no pudo contener las arcadas que le produjo el olor y terminó por ensuciar las cobijas. Luego de quitarse la ropa se revisó con más cuidado frente al espejo, pero no vio nada raro, todo estaba en orden, su piel no tenía ni el más mínimo rasguño; es más se sentía lleno de energía.
En algunos de los días que se ha repetido la escena, cuando está a punto de dejar el apartamento para ir al trabajo, el hombre se ha dado cuenta que la puerta está sin seguro. Incluso en una ocasión la encontró semiabierta, y siempre se asegura de echar llave todas las noches, pues el sector donde vive se ha vuelto inseguro.
Lo que más le extraña es lo que Héctor, el celador de su edificio, le dijo cuando salía hacia la oficina. El vigilante lo miró sonriendo de forma pícara, hasta que el hombre no tuvo más remedio que preguntarle por qué hacía cara de idiota.
“Tranquilo señor”, su secreto está a salvo conmigo. Por una módica suma de dinero, prometo no decirle nada a la señora Cristina.
“¿De qué secreto habla idiota?”, le respondió, al tiempo que lo fulminaba con la mirada.
“De sus escapadas nocturnas señor Tovar”. Siempre lo veo llegar con una sonrisa en su cara y me preguntó dónde o más bien con quién la habrá pasado tan bien.
“Bájele a la confianza”, le respondió Tovar, antes de que la puerta del edificio se cerrara”.
Ahora quita la vista de la pantalla para mirarse las manos.
“Parece que enloquecer también es otra opción de vida”, piensa.
“Discúlpame Cris”, no va a volver a pasar, siempre le dice a para disculparse, y le achaca su estado de ánimo a un supuesto estrés producido por el trabajo. Sabe que es mentira, pues no siente angustia alguna. Al final siempre le resta importancia al tema, pues piensa que todas las personas son bipolares, solo que las reciben tratamiento psiquiátrico, no cuentan con válvulas de escape efectivas como el sexo, el trabajo, las drogas, la familia o alguna afición que les apasione.
Últimamente, cuando abre los ojos en la mañana, siente sus manos pegajosas. Cuando se las mira se da cuenta de que la sensación se debe a sangre seca sobre su piel.
Hace un mes exacto fue la primera vez que le pasó. Lo primero que hizo fue revisar su cuerpo en busca de alguna herida, pero no encontró nada. Luego miro a cristina que dormía plácidamente y levantó la cobijas para ver su cuerpo, pero así, por encima, tampoco vio una herida en el cuerpo de su esposa. Luego se volvió a mirar las manos no pudo contener las arcadas que le produjo el olor y terminó por ensuciar las cobijas. Luego de quitarse la ropa se revisó con más cuidado frente al espejo, pero no vio nada raro, todo estaba en orden, su piel no tenía ni el más mínimo rasguño; es más se sentía lleno de energía.
En algunos de los días que se ha repetido la escena, cuando está a punto de dejar el apartamento para ir al trabajo, el hombre se ha dado cuenta que la puerta está sin seguro. Incluso en una ocasión la encontró semiabierta, y siempre se asegura de echar llave todas las noches, pues el sector donde vive se ha vuelto inseguro.
Lo que más le extraña es lo que Héctor, el celador de su edificio, le dijo cuando salía hacia la oficina. El vigilante lo miró sonriendo de forma pícara, hasta que el hombre no tuvo más remedio que preguntarle por qué hacía cara de idiota.
“Tranquilo señor”, su secreto está a salvo conmigo. Por una módica suma de dinero, prometo no decirle nada a la señora Cristina.
“¿De qué secreto habla idiota?”, le respondió, al tiempo que lo fulminaba con la mirada.
“De sus escapadas nocturnas señor Tovar”. Siempre lo veo llegar con una sonrisa en su cara y me preguntó dónde o más bien con quién la habrá pasado tan bien.
“Bájele a la confianza”, le respondió Tovar, antes de que la puerta del edificio se cerrara”.
Ahora quita la vista de la pantalla para mirarse las manos.
“Parece que enloquecer también es otra opción de vida”, piensa.
lunes, 14 de noviembre de 2022
Dormir, leer y lavar la loza
Media hora después del almuerzo, decido leer. Como no tengo un sillón específico para esa actividad, ubicado al lado de una chimenea y en una casa en las montañas, acomodo las almohadas, el haz de luz de la lámpara que está encima del mueble modular que haces sus veces de mesa de noche, y me echo en la cama.
No sé cuántas veces cambio de posición, pero cuando doy con una de medio lado, los ojos se me comienzan a cerrar. “Por lo menos debo acabar el capítulo o llegar a un punto donde la acción se mueva a otro lado”, pienso, así que me obligo a abrirlos.
Me duermo.
Son solo un par de minutos hasta que algo me despierta. Veo que el Kindle se apagó automáticamente y que la habitación está muy oscura. Al poco rato caigo en cuenta de qué fue lo que pasó: se fue la luz.
Lo que me despertó fue el ruido de la planta eléctrica del edificio de al lado. Como hay veces, no sé por qué, que la energía se va por sectores del apartamento, presionó frenéticamente el botón de encendido de la lámpara, pero tanto empeño no sirve para nada.
Me levanto, me quito los lentes y me tapo con una cobija. Ahora tengo el firme propósito de dormir.
Me despierto a las 2 horas y la luz todavía no ha llegado. Me quedo mirando el techo fijamente, como si rugosidad escondiera el sentido de la vida. No me transmite ningún tipo de información ni concluyo nada, y en ese momento suena el citófono.
Había olvidado que una prima iba a pasar para tomar vino y hacer una tabla de quesos y jamones improvisada.
Más tarde intento dormir, pero la siesta me quitó el sueño. En un arrebato de responsabilidad, decido ponerme a lavar la loza, y cuando termino de hacferlo estoy aún más despierto que hace un momento.
Me obligo a meterme en la cama y no me queda más que ponerme a leer a ver si me agarra el sueño.
Miro cuánto le falta al capítulo y el Kindle dice que más de una hora. Por lo general no me llaman la atención las novelas con capítulos tan largos, pero la que leo está muy buena, así que hago una excepción.
Ya es de madrugada y el capítulo sigue ahí, infinito, como si nada. “Pues será acabarlo”, pienso. Al rato me encuentro con una subdivisión, titulada 2. Como ya es tarde, o bien, temprano decido dejar de leer.
Apago la luz doy media vuela y cierro los ojos sin el más mínimo rastro de sueño. Quién sabe cuánto me demoré en quedarme dormido.
No sé cuántas veces cambio de posición, pero cuando doy con una de medio lado, los ojos se me comienzan a cerrar. “Por lo menos debo acabar el capítulo o llegar a un punto donde la acción se mueva a otro lado”, pienso, así que me obligo a abrirlos.
Me duermo.
Son solo un par de minutos hasta que algo me despierta. Veo que el Kindle se apagó automáticamente y que la habitación está muy oscura. Al poco rato caigo en cuenta de qué fue lo que pasó: se fue la luz.
Lo que me despertó fue el ruido de la planta eléctrica del edificio de al lado. Como hay veces, no sé por qué, que la energía se va por sectores del apartamento, presionó frenéticamente el botón de encendido de la lámpara, pero tanto empeño no sirve para nada.
Me levanto, me quito los lentes y me tapo con una cobija. Ahora tengo el firme propósito de dormir.
Me despierto a las 2 horas y la luz todavía no ha llegado. Me quedo mirando el techo fijamente, como si rugosidad escondiera el sentido de la vida. No me transmite ningún tipo de información ni concluyo nada, y en ese momento suena el citófono.
Había olvidado que una prima iba a pasar para tomar vino y hacer una tabla de quesos y jamones improvisada.
Más tarde intento dormir, pero la siesta me quitó el sueño. En un arrebato de responsabilidad, decido ponerme a lavar la loza, y cuando termino de hacferlo estoy aún más despierto que hace un momento.
Me obligo a meterme en la cama y no me queda más que ponerme a leer a ver si me agarra el sueño.
Miro cuánto le falta al capítulo y el Kindle dice que más de una hora. Por lo general no me llaman la atención las novelas con capítulos tan largos, pero la que leo está muy buena, así que hago una excepción.
Ya es de madrugada y el capítulo sigue ahí, infinito, como si nada. “Pues será acabarlo”, pienso. Al rato me encuentro con una subdivisión, titulada 2. Como ya es tarde, o bien, temprano decido dejar de leer.
Apago la luz doy media vuela y cierro los ojos sin el más mínimo rastro de sueño. Quién sabe cuánto me demoré en quedarme dormido.
jueves, 10 de noviembre de 2022
El demonio en el espejo
Lo acaba de ver, pero sigue manejando como si nada. Siente cómo se le acelera el corazón así que respira profundo para bajar las pulsaciones.
Llega a una intersección y el semáforo se pone en rojo. No le gusta quedarse quieto. Piensa que estar en movimiento le ayuda a calmarse. Además, hace calor y su auto no tiene aire acondicionado.
Sabe que es una ilusión, un juego de su cabeza, un truco visual de su enfermedad mental, pero es tan real como la mujer que ahora cruza la calle. Le sostiene la mirada y ella le sonríe: “Si tan solo supiera que estoy en el borde del precipicio de la locura”, piensa.
Quiere y no quiere mirar otra vez por el retrovisor, le molesta esa especie de morbo. Le molesta que su cabeza esté mal cableada y que la realidad se distorsione en el momento menos pensado. Igual lo termina por hacer y ve al demonio sentado en el asiento trasero, que lo mira sin decir nada.
Es de piel roja y cuernos como de cabra. “Es muy normal. Quizá la imagen solo es una proyección de toda la basura que tengo almacenada en el subconsciente”, piensa.
Las apariciones nunca le dicen nada. Cree que esa es una buena señal, pues le indica que, de cierta forma, los medicamentos que toma funcionan. No tiene idea qué podría llegar a hacer si el demonio comienza a hablarle. Significaría que ha enloquecido por completo, que ya no vale la pena seguir viviendo.
El pito de los carros que vienen detrás lo sacan de sus pensamientos. El semáforo ya está en verde. Arranca de nuevo y otra vez fija la mirada en la calle, solo espera que cuando vuelva a mirar por el espejo, su acompañante haya desaparecido.
Llega a una intersección y el semáforo se pone en rojo. No le gusta quedarse quieto. Piensa que estar en movimiento le ayuda a calmarse. Además, hace calor y su auto no tiene aire acondicionado.
Sabe que es una ilusión, un juego de su cabeza, un truco visual de su enfermedad mental, pero es tan real como la mujer que ahora cruza la calle. Le sostiene la mirada y ella le sonríe: “Si tan solo supiera que estoy en el borde del precipicio de la locura”, piensa.
Quiere y no quiere mirar otra vez por el retrovisor, le molesta esa especie de morbo. Le molesta que su cabeza esté mal cableada y que la realidad se distorsione en el momento menos pensado. Igual lo termina por hacer y ve al demonio sentado en el asiento trasero, que lo mira sin decir nada.
Es de piel roja y cuernos como de cabra. “Es muy normal. Quizá la imagen solo es una proyección de toda la basura que tengo almacenada en el subconsciente”, piensa.
Las apariciones nunca le dicen nada. Cree que esa es una buena señal, pues le indica que, de cierta forma, los medicamentos que toma funcionan. No tiene idea qué podría llegar a hacer si el demonio comienza a hablarle. Significaría que ha enloquecido por completo, que ya no vale la pena seguir viviendo.
El pito de los carros que vienen detrás lo sacan de sus pensamientos. El semáforo ya está en verde. Arranca de nuevo y otra vez fija la mirada en la calle, solo espera que cuando vuelva a mirar por el espejo, su acompañante haya desaparecido.
miércoles, 9 de noviembre de 2022
Cuello y la autoconciencia
Felipe Cuello lee una cita de bradbury de Zen el arte de escribir que dice lo siguiente:“La autoconciencia es el enemigo de todo arte, ya sea actuar, escribir, pintar o vivir, que es el arte más grande de todos.”
“¿Qué carajos es la autoconciencia?”, se pregunta. Acude, como suele hacerlo cuando no tiene clara la definición de una palabra, al diccionario: “Conciencia de sí mismo”. Se desinfla un poco ante la definición tan breve, pues le parece que la palabra es muy importante como para resumirla con tan pocas palabras.
Le da un sorbo al jugo de naranja que tiene encima del escritorio y luego busca la palabra conciencia. Se encuentra con cinco significados y la mayoría habla de tener la facultad de reconocer la realidad.
“¿Qué es la realidad?”, se pregunta ahora Cuello. Alguna vez leyó un artículo que decía que la realidad no existe porque es subjetiva, entonces cada quién tiene una distinta. Eso lo lleva a pensar que es traicionera y que lo mejor es frecuentarla, pero no vivir todo el tiempo dentro de ella. A fin de cuentas, amputarla cuando sea necesario.
Eso, imagina, tiene que ver con acceder al subconsciente, no dejarse influenciar por la realidad y conectarse con los miedos profundos, deseos reprimidos y las experiencias traumáticas. Ahí, en esos aspectos de vida de los que no queremos hablar, piensa Cuello, está toda la pulpa de la creación, pues están repletos de drama y conflicto.
Decirlo es fácil, pero hacerlo es otra cosa, pues si piensa en escribir desde el subconsciente ya está siendo consciente del acto, entonces nunca va a llegar a esa fuente infinita de creación de la que tanto hablan otros escritores.
“¿Qué carajos es la autoconciencia?”, se pregunta. Acude, como suele hacerlo cuando no tiene clara la definición de una palabra, al diccionario: “Conciencia de sí mismo”. Se desinfla un poco ante la definición tan breve, pues le parece que la palabra es muy importante como para resumirla con tan pocas palabras.
Le da un sorbo al jugo de naranja que tiene encima del escritorio y luego busca la palabra conciencia. Se encuentra con cinco significados y la mayoría habla de tener la facultad de reconocer la realidad.
“¿Qué es la realidad?”, se pregunta ahora Cuello. Alguna vez leyó un artículo que decía que la realidad no existe porque es subjetiva, entonces cada quién tiene una distinta. Eso lo lleva a pensar que es traicionera y que lo mejor es frecuentarla, pero no vivir todo el tiempo dentro de ella. A fin de cuentas, amputarla cuando sea necesario.
Eso, imagina, tiene que ver con acceder al subconsciente, no dejarse influenciar por la realidad y conectarse con los miedos profundos, deseos reprimidos y las experiencias traumáticas. Ahí, en esos aspectos de vida de los que no queremos hablar, piensa Cuello, está toda la pulpa de la creación, pues están repletos de drama y conflicto.
Decirlo es fácil, pero hacerlo es otra cosa, pues si piensa en escribir desde el subconsciente ya está siendo consciente del acto, entonces nunca va a llegar a esa fuente infinita de creación de la que tanto hablan otros escritores.
lunes, 7 de noviembre de 2022
Alanis y Adriana
Veo Jagged el documental de Alanis Morissette que trata sobre el éxito que alcanzó con su álbum debut Jagged Little Pill.
Me pareció muy bueno, y lo que más me gustó fue que me llenó la cabeza de preguntas, reforzando una que me hago a cada rato: ¿Será que algunas personas nacen destinadas para ejecutar cierto trabajo?, pero no desperdicié tiempo en ella, pues quizá no tiene respuesta, sino que me me acordé de Adriana.
Cuando estaba en la universidad, seguro por el músico frustrado que llevo por dentro, me gustaba pasar tiempo en la cafetería de la facultad de música. Iba a ese lugar a estudiar, leer o a comer unas pizzas personales que solo vendían en ese lugar.
Me gustaba ver a las personas con partituras en sus manos o sobre sus muslos, mientras solfeaban, o tocando sus instrumentos.
Paola, una amiga que había tomado clases de música cuando era pequeña, alguna vez me intentó enseñar a leer notas, pero no lo logré, porque mi cabeza estaba condicionada a la lógica del plano cartesiano.
Igual quería seguir intentándolo, así que un día, hacia el final del semestre, me acerqué a una mesa en la que dos mujeres estaban practicando. Les pregunté de qué semestre eran y me dijeron que estaban en octavo. Les dije que tenía intención de aprender a leer una partitura y que si una de ellas estaría dispuesta a enseñarme.
Se miraron y se quedaron calladas, y cuando estaba a punto de despedirme y dar media vuelta, Adriana hablo: “Yo te puedo enseñar”. Cuadramos un precio por hora y un horario de dos días a la semana para que me diera clases en esa cafetería.
Alcancé a tomar muy pocas, porque el final del semestre, con sus trabajos y parciales, me absorbió, pero recuerdo que en uno de nuestros encuentros, me contó que su cantante favorita era Alanis y, sin yo pedírselo, cantó las primeras líneas de Right Through You:
Me pareció muy bueno, y lo que más me gustó fue que me llenó la cabeza de preguntas, reforzando una que me hago a cada rato: ¿Será que algunas personas nacen destinadas para ejecutar cierto trabajo?, pero no desperdicié tiempo en ella, pues quizá no tiene respuesta, sino que me me acordé de Adriana.
Cuando estaba en la universidad, seguro por el músico frustrado que llevo por dentro, me gustaba pasar tiempo en la cafetería de la facultad de música. Iba a ese lugar a estudiar, leer o a comer unas pizzas personales que solo vendían en ese lugar.
Me gustaba ver a las personas con partituras en sus manos o sobre sus muslos, mientras solfeaban, o tocando sus instrumentos.
Paola, una amiga que había tomado clases de música cuando era pequeña, alguna vez me intentó enseñar a leer notas, pero no lo logré, porque mi cabeza estaba condicionada a la lógica del plano cartesiano.
Igual quería seguir intentándolo, así que un día, hacia el final del semestre, me acerqué a una mesa en la que dos mujeres estaban practicando. Les pregunté de qué semestre eran y me dijeron que estaban en octavo. Les dije que tenía intención de aprender a leer una partitura y que si una de ellas estaría dispuesta a enseñarme.
Se miraron y se quedaron calladas, y cuando estaba a punto de despedirme y dar media vuelta, Adriana hablo: “Yo te puedo enseñar”. Cuadramos un precio por hora y un horario de dos días a la semana para que me diera clases en esa cafetería.
Alcancé a tomar muy pocas, porque el final del semestre, con sus trabajos y parciales, me absorbió, pero recuerdo que en uno de nuestros encuentros, me contó que su cantante favorita era Alanis y, sin yo pedírselo, cantó las primeras líneas de Right Through You:
Wait a minute man
You mispronounced my name
You didn't wait for all the information
Before you turned me away.
viernes, 4 de noviembre de 2022
Casi se me derrama el café
Leo una columna de un hombre que critica la obra de Vargas Llosa. Dice, por ejemplo, que su prosa es plana y gris, signifique lo que eso signifique, y que es difícil encontrar una idea brillante o un párrafo amable.
De pronto la culpa de mi raye con el escrito la tengan los adjetivos, tan determinantes y absolutos. La escritora Sara Klinkert dice que una de las claves para escribir es no usar adjetivos y pretender adornar la prosa.
Pero bueno, cada quien puede hacer lo que le dé la gana en esta vida, y no me importa que critiquen al escritor peruano. Llosa me gusta, y cuando digo eso me refiero a que las 3 o 4 novelas que he leído de él me han parecido entretenidas, menos Conversación en la catedral que, al parecer, es su preferida, en fin.
Llegue a su obra porque hace ya varios años en la entrega de regalos de amigo secreto de una empresa en la que trabajé, me regalaron La fiesta del chivo. De no haber sido por eso quizá no habría leído ninguna de sus novelas hasta el momento.
Pero bueno les decía que leí la columna y luego decidí escribir algo al respecto, un texto en el que decía que el columnista tiene un tonito de superioridad intelectual subido, utiliza palabras rebuscadas, y esto y lo otro, pero cuando lo terminé, lo leí y me pareció muy chimbo, pues era una opinión gris, si el columnista me permite utilizar su figura.
Algunos dirán que tener opiniones y dispararlas a los cuatro vientos es una muestra de carácter, de que uno no traga entero, pero a mí las opiniones me aburren porque no son más que muestras de superioridad moral, pero igual es paradójico porque esto que escribo también es una opinión, en fin.
No sé, me estoy enredando. Quizá todo fue una mala idea, es decir, desde leer el artículo y reaccionar, hasta querer escribir algo para sentar mi punto de vista. Pero si uno no lo intenta, me refiero a lo de escribir, ¿entonces qué?
Quizá debí haber escogido otro tema, algo tan simple como contarles que el microondas se daño, y como me gusta tomarme el café casi a la misma temperatura de la lava de un volcán, tuve que prepararlo y luego calentarlo en una olleta, pero me fui de la cocina, me senté en el escritorio y a los pocos minutos me acordé que había dejado la estufa prendida. Entonces me puse de pie y me fui corriendo a la cocina, y llegué justo cuando el café estaba a punto de derramarse.
Esa simple historia, anécdota, llámenla como quieran, habría sido un mejor tema para tratar hoy, pues carga cierto nivel de drama y conflicto.
De pronto la culpa de mi raye con el escrito la tengan los adjetivos, tan determinantes y absolutos. La escritora Sara Klinkert dice que una de las claves para escribir es no usar adjetivos y pretender adornar la prosa.
Pero bueno, cada quien puede hacer lo que le dé la gana en esta vida, y no me importa que critiquen al escritor peruano. Llosa me gusta, y cuando digo eso me refiero a que las 3 o 4 novelas que he leído de él me han parecido entretenidas, menos Conversación en la catedral que, al parecer, es su preferida, en fin.
Llegue a su obra porque hace ya varios años en la entrega de regalos de amigo secreto de una empresa en la que trabajé, me regalaron La fiesta del chivo. De no haber sido por eso quizá no habría leído ninguna de sus novelas hasta el momento.
Pero bueno les decía que leí la columna y luego decidí escribir algo al respecto, un texto en el que decía que el columnista tiene un tonito de superioridad intelectual subido, utiliza palabras rebuscadas, y esto y lo otro, pero cuando lo terminé, lo leí y me pareció muy chimbo, pues era una opinión gris, si el columnista me permite utilizar su figura.
Algunos dirán que tener opiniones y dispararlas a los cuatro vientos es una muestra de carácter, de que uno no traga entero, pero a mí las opiniones me aburren porque no son más que muestras de superioridad moral, pero igual es paradójico porque esto que escribo también es una opinión, en fin.
No sé, me estoy enredando. Quizá todo fue una mala idea, es decir, desde leer el artículo y reaccionar, hasta querer escribir algo para sentar mi punto de vista. Pero si uno no lo intenta, me refiero a lo de escribir, ¿entonces qué?
Quizá debí haber escogido otro tema, algo tan simple como contarles que el microondas se daño, y como me gusta tomarme el café casi a la misma temperatura de la lava de un volcán, tuve que prepararlo y luego calentarlo en una olleta, pero me fui de la cocina, me senté en el escritorio y a los pocos minutos me acordé que había dejado la estufa prendida. Entonces me puse de pie y me fui corriendo a la cocina, y llegué justo cuando el café estaba a punto de derramarse.
Esa simple historia, anécdota, llámenla como quieran, habría sido un mejor tema para tratar hoy, pues carga cierto nivel de drama y conflicto.
jueves, 3 de noviembre de 2022
Sobre lanzar granadas y otros temas
Hace varios años me gustaban mucho los juegos de echar bala en X-box y pasaba horas sentado enfrente del televisor. Todavía me gustan, pero ya no tengo la paciencia para jugarlos.
En esos juegos uno va pasando misiones y se encuentra con armas y municiones a lo largo del camino y, al parecer, el personaje de uno siempre tiene la fuerza de Hulk, pues lleva encima pistola, metralleta, rifle francotirador, bazuca, entre otras armas, y salta o escala paredes o montañas como si nada. Además es muy hábil, pues cambia de arma en menos de un segundo. Digamos que tiene la bazuca al hombro, pero uno decide que coja la pistola y entonces se mete la primera donde le quepa y agarra la segunda.
Pues bien, al principio, cuando estaba jugando y me encontraba unas granadas –porque esa es otra maravilla de esos juegos, uno encuentra municiones en medio del camino–la consigna que tenía era guardarlas para cuando llegara a una parte peligrosa o difícil del juego, pero muchas veces mataban a mi muñeco antes de poder utilizarlas. Así que un día cambié de táctica y prometí gastarlas con el primer enemigo que se me cruzara ya fuera un jefe poderoso o cualquier debilucho.
Pienso en esto porque imagino que las ideas son como granadas.
Hace un momento, cuando me senté a escribir, no sabía que iba a escribir sobre esto, pues tengo una idea en la cabeza de algo que leí hoy sobre Mozart, pero que quiero arrejuntar con otras ideas que tienen que ver con el poder creativo del subconsciente. Entonces decidí no gastar esa granada hoy para lanzarla otro día sobre la página.
Ya les contaré si me funciona o no. De pronto el día que me proponga a escribir sobre aquel tema me voy a bloquear, solo porque decidí guardar la idea para más tarde.
En esos juegos uno va pasando misiones y se encuentra con armas y municiones a lo largo del camino y, al parecer, el personaje de uno siempre tiene la fuerza de Hulk, pues lleva encima pistola, metralleta, rifle francotirador, bazuca, entre otras armas, y salta o escala paredes o montañas como si nada. Además es muy hábil, pues cambia de arma en menos de un segundo. Digamos que tiene la bazuca al hombro, pero uno decide que coja la pistola y entonces se mete la primera donde le quepa y agarra la segunda.
Pues bien, al principio, cuando estaba jugando y me encontraba unas granadas –porque esa es otra maravilla de esos juegos, uno encuentra municiones en medio del camino–la consigna que tenía era guardarlas para cuando llegara a una parte peligrosa o difícil del juego, pero muchas veces mataban a mi muñeco antes de poder utilizarlas. Así que un día cambié de táctica y prometí gastarlas con el primer enemigo que se me cruzara ya fuera un jefe poderoso o cualquier debilucho.
Pienso en esto porque imagino que las ideas son como granadas.
Hace un momento, cuando me senté a escribir, no sabía que iba a escribir sobre esto, pues tengo una idea en la cabeza de algo que leí hoy sobre Mozart, pero que quiero arrejuntar con otras ideas que tienen que ver con el poder creativo del subconsciente. Entonces decidí no gastar esa granada hoy para lanzarla otro día sobre la página.
Ya les contaré si me funciona o no. De pronto el día que me proponga a escribir sobre aquel tema me voy a bloquear, solo porque decidí guardar la idea para más tarde.
miércoles, 2 de noviembre de 2022
Sé tú mismo
Me llega un email de una inmobiliaria.
Me dicen que la factura y el XML se encuentran como archivos adjuntos al final del correo, y que para aceptar o rechazar la factura puedo hacer clic en un enlace que me lleva a un pdf.
Tiene toda la pinta de ser un virus o una estafa para robar datos así que pienso: “Hará clic su madre”, y borro el correo.
No recuerdo haber echo ningún negocio con esa inmobiliaria. Otras veces me llegan facturas de un servicio de televisión por cable de un argentino que debe tener un email similar al mío y que siempre lo está debiendo. En fin, imagino que en medio de lo inteligente y poderoso que es internet, también se le cruzan los cables y terminan pasando cosas de ese estilo, o puede ser que sea verdad eso de que uno tiene dobles regados por todo el mundo.
En uno de sus cuentos, Ribeyro dice que todos tenemos un doble que vive en las antípodas, ese lugar diametralmente opuesto a otro, pero que encontrarlos es muy difícil porque siempre tienden a efectuar un movimiento contrario.
Asocio todo esto, quizá a las malas, con un aviso de neón color cereza, que vi en una tienda de, cosméticos en un centro comercial: “La belleza depende de que seas tú misma”.
¿Qué carajos es ser uno mismo? Se podría suponer que consiste en no ser otro, ser irrepetible, distinto a los demás, en fin, pero a veces la vida es lo suficientemente agobiante con el rollo de ser, y que pereza tener que sumarle una capa adicional. Es decir, uno es y ya, mismo, diferente, igual, repetido, como sea.
Además, con esto de los dobles, no hay forma alguna de ser uno mismo, pues ya hay alguien idéntico, pero que hace las cosas al revés.
Ex extraño este mundo.
Me dicen que la factura y el XML se encuentran como archivos adjuntos al final del correo, y que para aceptar o rechazar la factura puedo hacer clic en un enlace que me lleva a un pdf.
Tiene toda la pinta de ser un virus o una estafa para robar datos así que pienso: “Hará clic su madre”, y borro el correo.
No recuerdo haber echo ningún negocio con esa inmobiliaria. Otras veces me llegan facturas de un servicio de televisión por cable de un argentino que debe tener un email similar al mío y que siempre lo está debiendo. En fin, imagino que en medio de lo inteligente y poderoso que es internet, también se le cruzan los cables y terminan pasando cosas de ese estilo, o puede ser que sea verdad eso de que uno tiene dobles regados por todo el mundo.
En uno de sus cuentos, Ribeyro dice que todos tenemos un doble que vive en las antípodas, ese lugar diametralmente opuesto a otro, pero que encontrarlos es muy difícil porque siempre tienden a efectuar un movimiento contrario.
Asocio todo esto, quizá a las malas, con un aviso de neón color cereza, que vi en una tienda de, cosméticos en un centro comercial: “La belleza depende de que seas tú misma”.
¿Qué carajos es ser uno mismo? Se podría suponer que consiste en no ser otro, ser irrepetible, distinto a los demás, en fin, pero a veces la vida es lo suficientemente agobiante con el rollo de ser, y que pereza tener que sumarle una capa adicional. Es decir, uno es y ya, mismo, diferente, igual, repetido, como sea.
Además, con esto de los dobles, no hay forma alguna de ser uno mismo, pues ya hay alguien idéntico, pero que hace las cosas al revés.
Ex extraño este mundo.
martes, 1 de noviembre de 2022
Los libros nos llaman
Ha vuelto a pasar lo mismo. No, no hablo sobre no saber qué escribir.
Me refiero que se me ha vuelto a cruzar una librería en mi camino y no me ha quedado otra opción que entrar a hojear libros.
Cómo no tengo ninguno especial en mente, me voy a la sección de novedades. Cuando comienzo la tarea lo hago rápido: levanto el libro, leo algún aparte de cualquier página de forma aleatoria y si no me llama la atención lo dejo donde estaba, pensando en que debe haber uno mejor que me estoy perdiendo.
Repito esa operación hasta que llego a Violeta, la última novela de Isabel Allende. Leo la contraportada y me atrapa el el resumen de la trama: “La historia de una mujer cuya vida abarca los momentos históricos más relevantes del siglo XX. Desde 1920 -con la llamada «gripe española»- hasta la pandemia de 2020”.
Lo abro y leo las primeras páginas y la dedicatoria me atrapa, Allende es muy buena arrullando con sus palabras, su prosa es muy especial. Sostengo el libro en mis manos otro rato más, hasta que decido dejarlo donde lo encontré antes de que mi comprador compulsivo se apodere de mí.
Continúo mirando y veo otro que se llama “El poder de las palabras” de Mariano Sigman. Hago lo mismo, lo abro en cualquier página y leo un poco, pero con este siento que mi comprador está a punto de salir a flote y apoderarse de mi voluntad, así que lo devuelvo rápido a su lugar.
Mientras tanto en la caja, una hija le dice a su madre: “Ya vengo ma, solo voy a ir a mirar un libro”. “Prométeme que solo vas a mirar y que no vas a comprar más”, le responde la mamá.
Tiempo después se escucha un grito de la hija: “Mamá mira este libro está espectacular”, y la madre le responde con tono de derrota en su voz: “donde estoy no lo puedo ver”.
Me refiero que se me ha vuelto a cruzar una librería en mi camino y no me ha quedado otra opción que entrar a hojear libros.
Cómo no tengo ninguno especial en mente, me voy a la sección de novedades. Cuando comienzo la tarea lo hago rápido: levanto el libro, leo algún aparte de cualquier página de forma aleatoria y si no me llama la atención lo dejo donde estaba, pensando en que debe haber uno mejor que me estoy perdiendo.
Repito esa operación hasta que llego a Violeta, la última novela de Isabel Allende. Leo la contraportada y me atrapa el el resumen de la trama: “La historia de una mujer cuya vida abarca los momentos históricos más relevantes del siglo XX. Desde 1920 -con la llamada «gripe española»- hasta la pandemia de 2020”.
Lo abro y leo las primeras páginas y la dedicatoria me atrapa, Allende es muy buena arrullando con sus palabras, su prosa es muy especial. Sostengo el libro en mis manos otro rato más, hasta que decido dejarlo donde lo encontré antes de que mi comprador compulsivo se apodere de mí.
Continúo mirando y veo otro que se llama “El poder de las palabras” de Mariano Sigman. Hago lo mismo, lo abro en cualquier página y leo un poco, pero con este siento que mi comprador está a punto de salir a flote y apoderarse de mi voluntad, así que lo devuelvo rápido a su lugar.
Mientras tanto en la caja, una hija le dice a su madre: “Ya vengo ma, solo voy a ir a mirar un libro”. “Prométeme que solo vas a mirar y que no vas a comprar más”, le responde la mamá.
Tiempo después se escucha un grito de la hija: “Mamá mira este libro está espectacular”, y la madre le responde con tono de derrota en su voz: “donde estoy no lo puedo ver”.
jueves, 27 de octubre de 2022
Quinientas mil sombras
Comienzo un dibujo. Como Les conté hace unos días, el proceso inicia desde que selecciono la foto que quiero dibujar. A veces me demoro varios minutos escogiendo una, porque evaluó que no sea demasiado complicada (no quiero quedarme dibujando hasta las 2:00 a.m), es decir, que no tenga quinientas mil sombras y líneas difusas.
A veces le atino y otras no, es decir, en ocasiones, cuando ya llevo el dibujo avanzado, llego a una sección con quinientas mil sombras en la que no me había fijado antes. En ese punto ya no hay nada que hacer, es morir con el dibujo o abandonarlo, suelo escoger la primera. En fin, por eso es que tardo tanto seleccionando una imagen, porque quiero ir a la fija.
Hoy paso lo contrario.
A veces le atino y otras no, es decir, en ocasiones, cuando ya llevo el dibujo avanzado, llego a una sección con quinientas mil sombras en la que no me había fijado antes. En ese punto ya no hay nada que hacer, es morir con el dibujo o abandonarlo, suelo escoger la primera. En fin, por eso es que tardo tanto seleccionando una imagen, porque quiero ir a la fija.
Hoy paso lo contrario.
Comencé un dibujo de una mujer que estaba sentada comiendo pizza desde un punto de vista panorámico. Las proporciones me estaban haciendo sufrir y cuando llevaba parte de la cara y los hombros me di cuenta de que una sección de la foto tenía quinientas mil sombras.
“¿Qué hago?”, me pregunté y claro, “hasta la muerte”, me respondí, como buen masoquista que soy, pero la volqueta de las proporciones ya se había ido al río, y para salvar el dibujo tenía que borrarlo casi todo; si acaso dejando la nariz (casi siempre comienzo por ahí).
Luego de un rato de intentar borrar fino con un borrador gigante (mi próximo autorregalo será unborrador electrico),borré porciones del dibujo que no tenía intención de borrar, así que me emberraqué, arranqué la hoja, y como ya había gastado un tiempo considerable, busqué una imagen que no tuviera quinientas mil sombras.
Otras veces siento que lo que llevo dibujado no tiene sentido ni proporción alguna, pero llega ese momento en el que me alejo de la libreta o me pongo de pie para mirarlo desde otra perspectiva y veo que voy por buen camino. Eso me llena de confianza, y ahí si pienso: “Que carajos, hasta las 2 de la mañana”.
“¿Qué hago?”, me pregunté y claro, “hasta la muerte”, me respondí, como buen masoquista que soy, pero la volqueta de las proporciones ya se había ido al río, y para salvar el dibujo tenía que borrarlo casi todo; si acaso dejando la nariz (casi siempre comienzo por ahí).
Luego de un rato de intentar borrar fino con un borrador gigante (mi próximo autorregalo será unborrador electrico),borré porciones del dibujo que no tenía intención de borrar, así que me emberraqué, arranqué la hoja, y como ya había gastado un tiempo considerable, busqué una imagen que no tuviera quinientas mil sombras.
Otras veces siento que lo que llevo dibujado no tiene sentido ni proporción alguna, pero llega ese momento en el que me alejo de la libreta o me pongo de pie para mirarlo desde otra perspectiva y veo que voy por buen camino. Eso me llena de confianza, y ahí si pienso: “Que carajos, hasta las 2 de la mañana”.
miércoles, 26 de octubre de 2022
No escribir
Insisto en que parece que me he gastado las palabras en otros lugares y se me está dificultando escribir en este espacio estos días.
Imagino que no escribir también está bien, que se pueden tener temporadas de sequía de palabras y que volverán a la cabeza en el momento en que uno menos lo espera.
Puede ser que escribir, aparte de mover los dedos, produzca algún tipo de cansancio. En su Tentación del fracaso, Ribeyro cuenta:
“Escribir es como hacer el amor: una cosa brutal, fatigante, en la cual morimos y renacemos. Luego de escribir una página caigo extenuado en la cama, los ojos ardientes, la náusea del tabaco y la sensación de la consumición física. Y ello es el precio de 20 líneas, ni buenas ni malas, que serán probablemente corregidas o eliminadas, pero en cuya elaboración hemos puesto lo mejor de nosotros mismos”
Escribir, como todo, tiene su costo.
Doris Lessing contó en una entrevista que le hizo Rosa Montero, que una vez duró un año entero sin escribir. Lo extraño del caso es que lo hizo a propósito a ver qué le sucedía. La conclusión a la que llegó es que no le sentaba bien no escribir, pues la ponía de muy mal humor. Afirmaba que la escritura da cierta especie de equilibrio.
Me imagino que escribir sirve como válvula de escape de la locura que llevamos almacenada, independiente de los cuerdos que creamos ser. Lessing decía que una de las ventajas que le daba, es que ella podía pasar su locura a otra gente; rebotarla fuera de ella por medio de sus novelas.
En un episodio de no escritura, Kafka anotó en su diario: “El estado en que me encuentro no es la desdicha, pero tampoco es la dicha, ni la indiferencia, ni la debilidad, ni el cansancio, ni ningún otro interés, ¿qué es pues?
Imagino que no hay que luchar contra esos episodios de no escritura, sino dejar que se instalen a sus anchas, hasta que se aburran y decidan largarse.
Puede ser que escribir, aparte de mover los dedos, produzca algún tipo de cansancio. En su Tentación del fracaso, Ribeyro cuenta:
“Escribir es como hacer el amor: una cosa brutal, fatigante, en la cual morimos y renacemos. Luego de escribir una página caigo extenuado en la cama, los ojos ardientes, la náusea del tabaco y la sensación de la consumición física. Y ello es el precio de 20 líneas, ni buenas ni malas, que serán probablemente corregidas o eliminadas, pero en cuya elaboración hemos puesto lo mejor de nosotros mismos”
Escribir, como todo, tiene su costo.
Doris Lessing contó en una entrevista que le hizo Rosa Montero, que una vez duró un año entero sin escribir. Lo extraño del caso es que lo hizo a propósito a ver qué le sucedía. La conclusión a la que llegó es que no le sentaba bien no escribir, pues la ponía de muy mal humor. Afirmaba que la escritura da cierta especie de equilibrio.
Me imagino que escribir sirve como válvula de escape de la locura que llevamos almacenada, independiente de los cuerdos que creamos ser. Lessing decía que una de las ventajas que le daba, es que ella podía pasar su locura a otra gente; rebotarla fuera de ella por medio de sus novelas.
En un episodio de no escritura, Kafka anotó en su diario: “El estado en que me encuentro no es la desdicha, pero tampoco es la dicha, ni la indiferencia, ni la debilidad, ni el cansancio, ni ningún otro interés, ¿qué es pues?
Imagino que no hay que luchar contra esos episodios de no escritura, sino dejar que se instalen a sus anchas, hasta que se aburran y decidan largarse.
lunes, 24 de octubre de 2022
Sobre el tiempo
Escribo sobre el tiempo porque no lo hay o mas bien se esfumo, me explico: Hace un rato, poco diría yo, cuando terminé el dibujo del día, miré el reloj y faltaba poco para que fueran las 10 de la noche. “No es tan tarde, dentro de un rato me pongo a escribir algo”, pensé.
Así que fui a la cocina, calenté una arepa y le eché los restos de una carne desmechada y me senté en el comedor.
Ahora que lo escribo, es posible que una gran porción del tiempo se me haya ido ahí, pues suelo echar infinidad de globos durante las comidas, sobre todo al desayuno, en fin. Supongamos que me gasté 30 minutos en esa tarea entonces, haciendo cuentas alegres, acabé de comer a las 10:30 p.m.
Luego faroleé una media hora más (lavé la loza, me bañe los dientes, miré redes sociales) lo que darían las 11:00 p.m. Fue en ese momento cuando hubo un salto en el tiempo porque cuando me senté a escribir ya eran las 11:40.
Con razón que la frase preferida de muchas personas es “no tengo tiempo”, pues ¿cómo lo van a tener si de la nada se desaparecen grandes porciones de ese intangible?
Algo bueno de esos 40 minutos que se esfumaron de mi vida, es que me dieron tema sobre el cual escribir, porque antes de sentarme me estaba haciendo la misma pregunta de siempre: “¿Y sobre qué carajos voy a escribir?”.
Y ya eso es lo que les quería contar. Este último párrafo es de relleno, y solo tiene la función de completar mi cuota mínima de palabras por post que son 300, hasta aquí van 278. Solo me faltan 22, ahora solo 18.
¿Qué por qué 300 palabras? Creo que fui algo que lei en el memoir On writing de Stephen King, más o menos ponía ese ejemplo, decía algo como: “imagine que escribe 300 palabras al día durante todo un mes, al final habrá escrito 9000 y si lo hace todo el año serían 108.000, lo equivalente a una novela bien larga.
Esto, claro está, no es una novela sino un blog en el que escribo cualquier cosa, pero otra de las fantasías que tengo es que una editorial me contacta y me propone volver almojábana un libro.
Ya llevó 385 palabras, mejor me detengo aquí.
Así que fui a la cocina, calenté una arepa y le eché los restos de una carne desmechada y me senté en el comedor.
Ahora que lo escribo, es posible que una gran porción del tiempo se me haya ido ahí, pues suelo echar infinidad de globos durante las comidas, sobre todo al desayuno, en fin. Supongamos que me gasté 30 minutos en esa tarea entonces, haciendo cuentas alegres, acabé de comer a las 10:30 p.m.
Luego faroleé una media hora más (lavé la loza, me bañe los dientes, miré redes sociales) lo que darían las 11:00 p.m. Fue en ese momento cuando hubo un salto en el tiempo porque cuando me senté a escribir ya eran las 11:40.
Con razón que la frase preferida de muchas personas es “no tengo tiempo”, pues ¿cómo lo van a tener si de la nada se desaparecen grandes porciones de ese intangible?
Algo bueno de esos 40 minutos que se esfumaron de mi vida, es que me dieron tema sobre el cual escribir, porque antes de sentarme me estaba haciendo la misma pregunta de siempre: “¿Y sobre qué carajos voy a escribir?”.
Y ya eso es lo que les quería contar. Este último párrafo es de relleno, y solo tiene la función de completar mi cuota mínima de palabras por post que son 300, hasta aquí van 278. Solo me faltan 22, ahora solo 18.
¿Qué por qué 300 palabras? Creo que fui algo que lei en el memoir On writing de Stephen King, más o menos ponía ese ejemplo, decía algo como: “imagine que escribe 300 palabras al día durante todo un mes, al final habrá escrito 9000 y si lo hace todo el año serían 108.000, lo equivalente a una novela bien larga.
Esto, claro está, no es una novela sino un blog en el que escribo cualquier cosa, pero otra de las fantasías que tengo es que una editorial me contacta y me propone volver almojábana un libro.
Ya llevó 385 palabras, mejor me detengo aquí.
jueves, 20 de octubre de 2022
Irse adentro
Le he fallado a Almojábana estos días. La culpa la tiene Inktober. Este año me propuse no hacer dibujos tan detallados y que quedaran como quedaran, pero cuando me embarco en uno y veo que va bien, que no he mandado a la porra las proporciones, me parece un sacrilegio terminarlo a la carrera, así que cuido cada trazo como si mi vida dependiera de ello.
Pero no importa, me gusta mucho el nivel de concentración que alcanzo cuando dibujo, podría decir que es como si meditara, pero mejor dejémoslo en lo otro, me aburre tanto misticismo que carga la gente hoy en día.
Pero tengo claro que dibujar me centra, o más bien me resetea. Si mi cabeza está patinando en pensamientos negativos, esa actividad los evapora de inmediato.
Me gustaría no ser tan empírico y tener conceptos avanzados de anatomía, pues cada vez que dibujo, me sorprende la armonía de las proporciones del cuerpo humano.
Si lo hago medianamente bien, mucho se lo debo a mi madre, pues cuando era pequeño pequeño llegaba con una hoja Xerox en blanco a la cocina y y le preguntaba: “¿Qué dibujo?”. Entonces ella escaneaba la cocina con su mirada a toda velocidad y nombraba cualquier objeto a la vista, y yo lo dibujaba fuera lo que fuera: una fruta, un objeto, a ella, etc.
Dibujar es irse bien adentro, es lograr algo de silencio en medio de tanto ruido. Es desacelerar, pues funciona para bajarle las revoluciones a un ritmo de vida moderno que no da tregua alguna
Todos deberíamos hacerle caso a lo que dijo Kurt Voggenut en un discurso de una graduación:
“Practica cualquier arte: música, canto, baile, actuación, pintura, dibujo, escultura, poesía, ficción, ensayos, reportajes, sin importar que tan bien o mal lo hagas y no por el dinero o la fama, sino para experimentar “llegar a ser”. Para encontrar qué hay dentro de ti; para hacer que tu alma crezca”.
Pero no importa, me gusta mucho el nivel de concentración que alcanzo cuando dibujo, podría decir que es como si meditara, pero mejor dejémoslo en lo otro, me aburre tanto misticismo que carga la gente hoy en día.
Pero tengo claro que dibujar me centra, o más bien me resetea. Si mi cabeza está patinando en pensamientos negativos, esa actividad los evapora de inmediato.
Me gustaría no ser tan empírico y tener conceptos avanzados de anatomía, pues cada vez que dibujo, me sorprende la armonía de las proporciones del cuerpo humano.
Si lo hago medianamente bien, mucho se lo debo a mi madre, pues cuando era pequeño pequeño llegaba con una hoja Xerox en blanco a la cocina y y le preguntaba: “¿Qué dibujo?”. Entonces ella escaneaba la cocina con su mirada a toda velocidad y nombraba cualquier objeto a la vista, y yo lo dibujaba fuera lo que fuera: una fruta, un objeto, a ella, etc.
Dibujar es irse bien adentro, es lograr algo de silencio en medio de tanto ruido. Es desacelerar, pues funciona para bajarle las revoluciones a un ritmo de vida moderno que no da tregua alguna
Todos deberíamos hacerle caso a lo que dijo Kurt Voggenut en un discurso de una graduación:
“Practica cualquier arte: música, canto, baile, actuación, pintura, dibujo, escultura, poesía, ficción, ensayos, reportajes, sin importar que tan bien o mal lo hagas y no por el dinero o la fama, sino para experimentar “llegar a ser”. Para encontrar qué hay dentro de ti; para hacer que tu alma crezca”.
martes, 18 de octubre de 2022
De asesinos en serie y otros temas
Hace unos años me aficioné a los programas sobre criminales psicópatas, ya saben, de esos que pican gente y meten los pedazos en la nevera de su casa, por ejemplo. Siempre me preguntaba: ¿Qué le habrá pasado a una persona para llegar a hacer eso?
Pasaba horas y horas mirando Investigation Discovery, canal dedicado exclusivamente a transmitir ese tipo de programas.
De repente, un día me harté de ellos. Imagino que eso ocurrió porque vi un caso demasiado sórdido y por alguna razón, recuerdo, experiencia que tengo almacenada en la cabeza me hizo sentir mal. Desde ese día me dije “mi mismo, estos programas no aguanta consumirlos tan seguido”, y me propuse dejar mi adicción por ese tipo de shows.
Ayer, antes de dormir, decidí mirar algo en Netflix y pasó lo mismo de siempre: pasaban los minutos y no sabía por qué serie o película decidirme.
Entonces apareció en tendencias o novedades la serie y el documental sobre Dahmer, el asesino en serie.
Mi hermana, que todavía consume ese tipo de programas, me había dicho que era un caso impresionante, así que ante mi indecisión, decidí ver el documental.
Después de 10 minutos de alternar mirar el televisor y el celular, lo que indica que no estoy enganchado con lo que esté viendo, decidí apagar el aparato, aunque no habían presentado nada dramático como para torcer la cara.
No digo que sea necesario ver a los Ositos cariñositos, pero siento que ya no tengo el más mínimo interés en tipo de programas, pues me aburren con toda.
De hecho, hace rato que no me engancho con ninguna serie. Quizá la culpa no es de ese tipo de documentales , que están bien hechos, sino mía, mejor dicho, como dice esa frase acaba relaciones: No eres tú, soy yo.
Pasaba horas y horas mirando Investigation Discovery, canal dedicado exclusivamente a transmitir ese tipo de programas.
De repente, un día me harté de ellos. Imagino que eso ocurrió porque vi un caso demasiado sórdido y por alguna razón, recuerdo, experiencia que tengo almacenada en la cabeza me hizo sentir mal. Desde ese día me dije “mi mismo, estos programas no aguanta consumirlos tan seguido”, y me propuse dejar mi adicción por ese tipo de shows.
Ayer, antes de dormir, decidí mirar algo en Netflix y pasó lo mismo de siempre: pasaban los minutos y no sabía por qué serie o película decidirme.
Entonces apareció en tendencias o novedades la serie y el documental sobre Dahmer, el asesino en serie.
Mi hermana, que todavía consume ese tipo de programas, me había dicho que era un caso impresionante, así que ante mi indecisión, decidí ver el documental.
Después de 10 minutos de alternar mirar el televisor y el celular, lo que indica que no estoy enganchado con lo que esté viendo, decidí apagar el aparato, aunque no habían presentado nada dramático como para torcer la cara.
No digo que sea necesario ver a los Ositos cariñositos, pero siento que ya no tengo el más mínimo interés en tipo de programas, pues me aburren con toda.
De hecho, hace rato que no me engancho con ninguna serie. Quizá la culpa no es de ese tipo de documentales , que están bien hechos, sino mía, mejor dicho, como dice esa frase acaba relaciones: No eres tú, soy yo.
sábado, 15 de octubre de 2022
Palabras fugitivas
Escribir debería ser tan natural como caminar, es decir, poner una palabra delante de la otra para ver a dónde se llega y ya está.
Me dispongo a hacer eso porque llevo un buen rato sentado y no se me ocurre ningún tema. En horas de la tarde me pasó lo mismo y pensé: “No importa, más tarde se me ocurrirá algo”, pero ya ven, ahora es ese más tarde y sigo en las mismas.
¿A dónde se me fueron las palabras? No tengo idea. Quizás uno cuenta con cierta cantidad al mes y cuando se agotan pasa eso de quedarse mirando la pantalla en blanco como un idiota.
De pronto algo tiene que ver el cuento que corregí ayer.
Trata sobre un hombre que quiere matar al jefe porque está cansado que lo deje en ridículo en frente de sus compañeros de trabajo, sobre todo de Violeta, una mujer que le encanta. El punto es que esa no era motivación suficiente para que el personaje quisiera hacer eso, así que tuve que trabajar mejor su desequilibrio mental, para justificar su modo de actuar.
Al hombre se le aparecía a cada rato una voz en la cabeza que le decía qué hacer, pero la eliminé casi toda porque era confusa y le quitaba ritmo al texto.
La próxima semana, cuando sienta que tengo palabras, me dedicará a arreglar los diálogos de los personajes, pues están bien flojos, es decir, poco creíbles o forzados.
Ahí en esas correcciones se me fueron una porción de las palabras que ahora busco y no encuentro.
Escribo este párrafo luego de haberme dispersado por unos minutos. Primero me quedé mirando el desorden que tengo encima del escritorio por culpa de Inktober: lápices, la libreta de dibujo, rapidógrafos, un tajalápiz, borrador, un copito Johnson, un color blanco, y viruta de borrador por todo lado.
Dibujar se parece mucho a escribir, es decir, son contados los trazos que quedan bien de primerazo y por lo general hay que borrar y borrar uno tras otro hasta encontrar el adecuado. Pasa lo mismo con las palabras, hay que darles vueltas, cambiarlas, hasta dar con la que mejor se acople al texto y la idea que se quiere expresar.
Ribeyro tiene mucha razón cuando dice que después de todo, escribir no es más que tratar de darle caza a una idea siempre fugitiva.
Me dispongo a hacer eso porque llevo un buen rato sentado y no se me ocurre ningún tema. En horas de la tarde me pasó lo mismo y pensé: “No importa, más tarde se me ocurrirá algo”, pero ya ven, ahora es ese más tarde y sigo en las mismas.
¿A dónde se me fueron las palabras? No tengo idea. Quizás uno cuenta con cierta cantidad al mes y cuando se agotan pasa eso de quedarse mirando la pantalla en blanco como un idiota.
De pronto algo tiene que ver el cuento que corregí ayer.
Trata sobre un hombre que quiere matar al jefe porque está cansado que lo deje en ridículo en frente de sus compañeros de trabajo, sobre todo de Violeta, una mujer que le encanta. El punto es que esa no era motivación suficiente para que el personaje quisiera hacer eso, así que tuve que trabajar mejor su desequilibrio mental, para justificar su modo de actuar.
Al hombre se le aparecía a cada rato una voz en la cabeza que le decía qué hacer, pero la eliminé casi toda porque era confusa y le quitaba ritmo al texto.
La próxima semana, cuando sienta que tengo palabras, me dedicará a arreglar los diálogos de los personajes, pues están bien flojos, es decir, poco creíbles o forzados.
Ahí en esas correcciones se me fueron una porción de las palabras que ahora busco y no encuentro.
Escribo este párrafo luego de haberme dispersado por unos minutos. Primero me quedé mirando el desorden que tengo encima del escritorio por culpa de Inktober: lápices, la libreta de dibujo, rapidógrafos, un tajalápiz, borrador, un copito Johnson, un color blanco, y viruta de borrador por todo lado.
Dibujar se parece mucho a escribir, es decir, son contados los trazos que quedan bien de primerazo y por lo general hay que borrar y borrar uno tras otro hasta encontrar el adecuado. Pasa lo mismo con las palabras, hay que darles vueltas, cambiarlas, hasta dar con la que mejor se acople al texto y la idea que se quiere expresar.
Ribeyro tiene mucha razón cuando dice que después de todo, escribir no es más que tratar de darle caza a una idea siempre fugitiva.
miércoles, 12 de octubre de 2022
Abandonar lecturas
Entonces llega ese momento en el que se debe escoger una nueva lectura. Puede parecer no tener ciencia alguna, pero imagino que es crucial para las personas a las que les gusta leer, sobre todo cuando uno acaba de terminar un libro que le gustó mucho. Pero nada, hay que cambiar de historia, personajes y trama tan fácil como se cambia de medias.
He conocido a algunos lectores juiciosos que planifican sus lecturas, es decir, saben de antemano con cuál libro van a seguir apenas acaban uno.
Alguna vez, luego de llegar de una feria del libro, intenté algo similar. Ese día vacié la maleta sobre la cama y el orden de lectura que escogí fue aquel en el que quedaron los libros uno encima del otro.
Ahora, cuando termino de leer uno, nunca tengo claro con cuál voy a continuar y lo escojo a punta de feeling. A veces combino ese método leyendo un par de reseñas, pero cada vez me convenzo de que poco o nada sirve saber qué piensa una persona de un libro.
Hace poco, por ejemplo, terminé Zen en el arte de escribir, el libro de ensayos de Ray Bradbury. En uno de ellos el escritor recomendó un libro de cuentos. Luego, cuando me iba a decidir por una nueva lectura, por alguna razón caí en un archivo donde había anotado unos libros recomendados por Hemingway y ¡oh sorpresa!, entre ellos estaba el mismo libro de cuentos del que hablaba Bradbury.
Yo, que no creo en señales, lo tomé como una y de inmediato pensé: “Ese es el libro que voy a leer. Lo empecé entusiasmado, leí dos cuentos y medio y no me pude enganchar con la lectura, “¿Pero qué me pasa, acaso no debería gustarme?".
Intenté venderme esa idea, pero al final decidí abandonar esa lectura, fiel, como ya lo he dicho, al consejo de Frank Zappa: So many books, so little time.
Luego a punta de solo feeling, escogí Nuestra parte de noche, de Mariana Enriquez y me ha gustado mucho lo que llevo leído hasta el momento.
Abandonar lecturas, sin agüero alguno, como estilo de vida.
Alguna vez, luego de llegar de una feria del libro, intenté algo similar. Ese día vacié la maleta sobre la cama y el orden de lectura que escogí fue aquel en el que quedaron los libros uno encima del otro.
Ahora, cuando termino de leer uno, nunca tengo claro con cuál voy a continuar y lo escojo a punta de feeling. A veces combino ese método leyendo un par de reseñas, pero cada vez me convenzo de que poco o nada sirve saber qué piensa una persona de un libro.
Hace poco, por ejemplo, terminé Zen en el arte de escribir, el libro de ensayos de Ray Bradbury. En uno de ellos el escritor recomendó un libro de cuentos. Luego, cuando me iba a decidir por una nueva lectura, por alguna razón caí en un archivo donde había anotado unos libros recomendados por Hemingway y ¡oh sorpresa!, entre ellos estaba el mismo libro de cuentos del que hablaba Bradbury.
Yo, que no creo en señales, lo tomé como una y de inmediato pensé: “Ese es el libro que voy a leer. Lo empecé entusiasmado, leí dos cuentos y medio y no me pude enganchar con la lectura, “¿Pero qué me pasa, acaso no debería gustarme?".
Intenté venderme esa idea, pero al final decidí abandonar esa lectura, fiel, como ya lo he dicho, al consejo de Frank Zappa: So many books, so little time.
Luego a punta de solo feeling, escogí Nuestra parte de noche, de Mariana Enriquez y me ha gustado mucho lo que llevo leído hasta el momento.
Abandonar lecturas, sin agüero alguno, como estilo de vida.
lunes, 10 de octubre de 2022
De lunadas y otras cosas
En la universidad había eventos extraños. Unos de ellos eran las lunadas. Un grupo de personas de diferentes carreras se reunía en algún espacio de la universidad a escuchar música y a tomar canelazo, ese era el plan. Que ese día saliera la luna o no, no importaba en lo más mínimo.
Era un ambiente como medieval con antorchas de fuego que alumbraban el camino para llegar al lugar del evento.
No puedo negar que asistí a varias, incluso una vez canté sin rencores, de Ekhymosis, en una (¿en qué estaba pensando?) y se me olvidó la letra en pleno escenario, que vergüenza tan infinita, en fin.
Pero esa, en medio de todo, fue la mejor porque en ella conocí a Mariana. Ella llegó a mi facultad, con un par de amigos en busca de plan, y quedamos sentados cerca. Era crespa y tenía la nariz respingada más perfecta de toda la historia de la humanidad.
No sé en qué momento ni qué dio pie a que comenzáramos a charlar, pero desde el segundo que lo hicimos nos embarcamos en una conversación que parecía no tener fin y sin silencios incómodos. Cada uno tenía el comentario preciso o la pregunta adecuada para que la conversación siguiera su curso. Ustedes tendrían que haber visto su expresión cuando yo lograba hacerla reír con algún comentario.
Esa noche estaba listo a pasar el resto de mi vida con Mariana, la enfermera. Hacia el final del evento ella estaba sentada entre mis piernas y yo la tenía abrazada.
Ya no recuerdo qué pasó en los siguientes días; creo que nos vimos un par de veces para almorzar, pero Mariana, como dice Héctor Abad, se convirtió en uno de mis tantos exfuturos: lo que pudo haber sido, pero al final no fue.
Ya les digo, si la llegan a encontrar, no dejen escapar a su respectiva Mariana.
Era un ambiente como medieval con antorchas de fuego que alumbraban el camino para llegar al lugar del evento.
No puedo negar que asistí a varias, incluso una vez canté sin rencores, de Ekhymosis, en una (¿en qué estaba pensando?) y se me olvidó la letra en pleno escenario, que vergüenza tan infinita, en fin.
Pero esa, en medio de todo, fue la mejor porque en ella conocí a Mariana. Ella llegó a mi facultad, con un par de amigos en busca de plan, y quedamos sentados cerca. Era crespa y tenía la nariz respingada más perfecta de toda la historia de la humanidad.
No sé en qué momento ni qué dio pie a que comenzáramos a charlar, pero desde el segundo que lo hicimos nos embarcamos en una conversación que parecía no tener fin y sin silencios incómodos. Cada uno tenía el comentario preciso o la pregunta adecuada para que la conversación siguiera su curso. Ustedes tendrían que haber visto su expresión cuando yo lograba hacerla reír con algún comentario.
Esa noche estaba listo a pasar el resto de mi vida con Mariana, la enfermera. Hacia el final del evento ella estaba sentada entre mis piernas y yo la tenía abrazada.
Ya no recuerdo qué pasó en los siguientes días; creo que nos vimos un par de veces para almorzar, pero Mariana, como dice Héctor Abad, se convirtió en uno de mis tantos exfuturos: lo que pudo haber sido, pero al final no fue.
Ya les digo, si la llegan a encontrar, no dejen escapar a su respectiva Mariana.
viernes, 7 de octubre de 2022
Jairo Staedtler
Una vez en una rueda de prensa, le preguntaron al famoso dibujante Jairo Staedtler cómo lograba la precisión en cada una de sus piezas.
Mientras le hacían la pregunta Staedtler, como siempre, parecía distraído, inmerso en su mundo de ficciones en tinta, pero cuando el reportero terminó de hablar, sonrió, le dio una calada al cigarrillo que siempre lleva en su mano derecha y justo cuando parecía que iba a responder, aprovechó para darle un sorbo a una botella de agua.
Todos los presentes estaban ansiosos de escuchar la respuesta y Staedtler parecía jugar con ese sentimiento que permeaba toda la habitación. Los clic y flashes de las cámaras no dejaban de sonar, retratando hasta el más mínimo movimiento del artista.
Cuando puso la botella sobre la mesa pidió que le pasaran el micrófono, le dio dos golpecitos con los dedos índice y medio juntos, aclaro su garganta y comenzó a hablar:
"Mirá –entonó con su acento argentino–, la verdad es muy fácil. Lo que vos y todo el mundo deben hacer cuando emprenden cualquier tarea, desde la más artística a la más monótona, es morir con ella."
Luego le dio otro sorbo a la botella, y se dio cuenta de la cara de confusión de las personas en el auditorio. Rió y volvió a tomar alientos para seguir hablando. "¿Pero que es lo que no entienden nenes? Es sencillo, tenes que pensar que te juegas la vida en cada cosa que haces, que todo es un pulso contra la muerte, que la parca te respira en la nuca todoslos días y vos ni siquiera te das cuenta."
"Si vos le vas a hacer caso a ese cliché horrible de: “vive cada día como si fuera el último”, tenes que ser consecuente y pensar que cada vez que haces algo, es tu última oportunidad para practicarlo."
Mientras le hacían la pregunta Staedtler, como siempre, parecía distraído, inmerso en su mundo de ficciones en tinta, pero cuando el reportero terminó de hablar, sonrió, le dio una calada al cigarrillo que siempre lleva en su mano derecha y justo cuando parecía que iba a responder, aprovechó para darle un sorbo a una botella de agua.
Todos los presentes estaban ansiosos de escuchar la respuesta y Staedtler parecía jugar con ese sentimiento que permeaba toda la habitación. Los clic y flashes de las cámaras no dejaban de sonar, retratando hasta el más mínimo movimiento del artista.
Cuando puso la botella sobre la mesa pidió que le pasaran el micrófono, le dio dos golpecitos con los dedos índice y medio juntos, aclaro su garganta y comenzó a hablar:
"Mirá –entonó con su acento argentino–, la verdad es muy fácil. Lo que vos y todo el mundo deben hacer cuando emprenden cualquier tarea, desde la más artística a la más monótona, es morir con ella."
Luego le dio otro sorbo a la botella, y se dio cuenta de la cara de confusión de las personas en el auditorio. Rió y volvió a tomar alientos para seguir hablando. "¿Pero que es lo que no entienden nenes? Es sencillo, tenes que pensar que te juegas la vida en cada cosa que haces, que todo es un pulso contra la muerte, que la parca te respira en la nuca todoslos días y vos ni siquiera te das cuenta."
"Si vos le vas a hacer caso a ese cliché horrible de: “vive cada día como si fuera el último”, tenes que ser consecuente y pensar que cada vez que haces algo, es tu última oportunidad para practicarlo."
miércoles, 5 de octubre de 2022
Hablar con los autores de los libros
Estoy preocupado. Todo parece indicar que a estas alturas del partido no sé leer.
Una mujer, llamémosla Ifigenia para conservar su anonimato, que aparentemente es una lectora voraz, hace referencia en una publicación a la actividad de subrayar y hacer notas en los libros.
Dice que cuando se pierde el miedo a rayar los libros, uno aprende que a un autor no se le lee, sino que se le habla y se le contesta.
Yo no sé, pero a mi me parece una frase bien baretera.
Pero bueno eso no importa, cada quien que piense lo que le de la gana, ¿no? A lo que voy es que un gran filósofo de Apellido Mccartney y nombre Paul, dijo algo que todos deberíamos poner en práctica: Vive y deja morir.
Yo no rayo los libros, porque me gusta conservarlos en buen estado. Debo tener algún raye en la cabeza, porque lo ideal sería que los libros no se quedaran con uno sino que llegaran a más lectores, pero que me perdone Marie Kondo, pues a mí me gusta verlos ordenaditos en mi biblioteca, así solo los consulte eventualmente para algo que estoy escribiendo.
Dicho esto, mi método es el siguiente: cuando leo en físico y alguna frase me llama la atención, le pongo un punto al lado, anoto la página en la aplicación de notas del celular y sigo con la lectura. Cuando termino el libro, me envío ese archivo al correo y transcribo las frases una a una.
Entonces que cada quien lea lo que quiera y como quiera, rayando, subrayando o hablando con los autores, signifique lo que eso signifique. Al final la consigna es leer y mientras cada persona descifre cuál es el método que más le gusta, no le veo problema alguno.
Dizque a un autor se le habla y se le contesta. Como diría el personaje de la película de Tarantino: “Fucking Hippie MotherFuckers”.
Una mujer, llamémosla Ifigenia para conservar su anonimato, que aparentemente es una lectora voraz, hace referencia en una publicación a la actividad de subrayar y hacer notas en los libros.
Dice que cuando se pierde el miedo a rayar los libros, uno aprende que a un autor no se le lee, sino que se le habla y se le contesta.
Yo no sé, pero a mi me parece una frase bien baretera.
Pero bueno eso no importa, cada quien que piense lo que le de la gana, ¿no? A lo que voy es que un gran filósofo de Apellido Mccartney y nombre Paul, dijo algo que todos deberíamos poner en práctica: Vive y deja morir.
Yo no rayo los libros, porque me gusta conservarlos en buen estado. Debo tener algún raye en la cabeza, porque lo ideal sería que los libros no se quedaran con uno sino que llegaran a más lectores, pero que me perdone Marie Kondo, pues a mí me gusta verlos ordenaditos en mi biblioteca, así solo los consulte eventualmente para algo que estoy escribiendo.
Dicho esto, mi método es el siguiente: cuando leo en físico y alguna frase me llama la atención, le pongo un punto al lado, anoto la página en la aplicación de notas del celular y sigo con la lectura. Cuando termino el libro, me envío ese archivo al correo y transcribo las frases una a una.
Entonces que cada quien lea lo que quiera y como quiera, rayando, subrayando o hablando con los autores, signifique lo que eso signifique. Al final la consigna es leer y mientras cada persona descifre cuál es el método que más le gusta, no le veo problema alguno.
Dizque a un autor se le habla y se le contesta. Como diría el personaje de la película de Tarantino: “Fucking Hippie MotherFuckers”.
martes, 4 de octubre de 2022
Releer libros
Nunca me ha gustado releer libros. De hecho solo he releído la trilogía del Señor de los Anillos cinco veces, en aquella época intensa en la que me aficioné a toda la obra de Tolkien. Recuerdo que a modo romántico decía que leerla era como escuchar el Made in Japan, de Deep Purple, mi álbum favorito, en el sentido en que siempre le encuentro algo nuevo. ¡Bahh! Puro cuento chimbo.
Ahora no, ahora nunca releo un libro por más fascinante que me haya parecido, pero no por dármelas de arrogante, sino porque el tiempo es limitado y prefiero leer cosas nuevas. Tal vez releería libros para acordarme de las tramas, pues se me esfuman a los pocos días de haber terminado uno.
Una vez un escritor me preguntó sobre una escena de una de sus novelas y cómo me había parecido. Me dio a entender que era un momento clave de su novela. Comencé a escarbar mi mente, a ver si daba con la tal escena de la que hablaba, y lo único que logré fue recordar el nombre de la protagonista.
Elaboré, en cuestión de milisegundos, una respuesta a las patadas y como vi que no le pude sacar más información a mi oxidado cerebro , se la solté con un tono serio, esperando que no confundiera a su protagonista con una de otro novela.
El escritor me miro raro. Yo creo que fue como si me hubiera preguntado cuánto es 2+2 y yo le hubiera respondido: “manzana” o algo así. Luego de eso cambió de tema.
Entonces eso hago, no releer libros y no preocuparme mucho por cuántos he leído al año, más allá de que sea una estadística propia que a la final no sirva para nada.
Ahora no, ahora nunca releo un libro por más fascinante que me haya parecido, pero no por dármelas de arrogante, sino porque el tiempo es limitado y prefiero leer cosas nuevas. Tal vez releería libros para acordarme de las tramas, pues se me esfuman a los pocos días de haber terminado uno.
Una vez un escritor me preguntó sobre una escena de una de sus novelas y cómo me había parecido. Me dio a entender que era un momento clave de su novela. Comencé a escarbar mi mente, a ver si daba con la tal escena de la que hablaba, y lo único que logré fue recordar el nombre de la protagonista.
Elaboré, en cuestión de milisegundos, una respuesta a las patadas y como vi que no le pude sacar más información a mi oxidado cerebro , se la solté con un tono serio, esperando que no confundiera a su protagonista con una de otro novela.
El escritor me miro raro. Yo creo que fue como si me hubiera preguntado cuánto es 2+2 y yo le hubiera respondido: “manzana” o algo así. Luego de eso cambió de tema.
Entonces eso hago, no releer libros y no preocuparme mucho por cuántos he leído al año, más allá de que sea una estadística propia que a la final no sirva para nada.
lunes, 3 de octubre de 2022
Dejar de hacer cosas
Ayer me dieron unos retorcijones en el estómago. “Quién sabe que porquería comí” pensé, pero luego caí en cuenta del porque mi cuerpo estaba protestando: No escribo aquí desde el miércoles pasado.
Ya sabemos que cuando se deja de practicar algo que a uno le gusta mucho, el curso de la vida se despiporra y pueden ocurrir desgracias pequeñas o gigantes.
Podría salir por la tangente, inventarme mil excusas. Salir con la típica frase hecha de: Es que una cosa llevo a la otra” o cualquier barrabasada semejante, pero no. Mejor acudo a otra de esas frases sin sentido: Las cosas pasan por algo” que, en medio de todo, guarda algo de verdad. Es obvio que las cosas pasan por algo, algo que uno hizo o dejó de hacer.
En mi caso esa cosa fue dejar de escribir. No importa si la razón fue pereza, cansancio o una mezcla de ambos estados.
Entonces heme aquí tratando de recuperar el ritmo que he perdido, escribiendo 4 posts de un solo tacazo, porque mañana salgo de viaje y mis niveles de pisco rigidez están por lo alto, y una voz interna me dice que si no lo hago, pueden ocurrir grandes desastres.
Ya ven, aquí estoy salvando mi vida y la de ustedes.
Ya sabemos que cuando se deja de practicar algo que a uno le gusta mucho, el curso de la vida se despiporra y pueden ocurrir desgracias pequeñas o gigantes.
Podría salir por la tangente, inventarme mil excusas. Salir con la típica frase hecha de: Es que una cosa llevo a la otra” o cualquier barrabasada semejante, pero no. Mejor acudo a otra de esas frases sin sentido: Las cosas pasan por algo” que, en medio de todo, guarda algo de verdad. Es obvio que las cosas pasan por algo, algo que uno hizo o dejó de hacer.
En mi caso esa cosa fue dejar de escribir. No importa si la razón fue pereza, cansancio o una mezcla de ambos estados.
Me pregunto a dónde a dónde fueron a parar esos textos que debí haber escrito esos días.
A veces pienso que tenemos cierta cantidad de palabras destinadas para cada día y que si no hacemos uso de ellas, se esfuman para siempre, o van a dar en la cabeza de otra persona que si las va a saber aprovechar.
A veces pienso que tenemos cierta cantidad de palabras destinadas para cada día y que si no hacemos uso de ellas, se esfuman para siempre, o van a dar en la cabeza de otra persona que si las va a saber aprovechar.
Entonces heme aquí tratando de recuperar el ritmo que he perdido, escribiendo 4 posts de un solo tacazo, porque mañana salgo de viaje y mis niveles de pisco rigidez están por lo alto, y una voz interna me dice que si no lo hago, pueden ocurrir grandes desastres.
Ya ven, aquí estoy salvando mi vida y la de ustedes.
miércoles, 28 de septiembre de 2022
Almuerzo con A.
Imagino que hay Personas que funcionan como redes, que están ahí listos para atraparnos si por alguna razón empezamos a caer. A es una de ellas.
La conocí en la universidad, y en un principio, cuando no la trataba, llegué a interesarme por ella en un plano sentimental, pero antes de realizar cualquier avance, que seguro hubiera sido fallido porque tiene uno de esos novios eternos, nos hicimos amigos.
Lo mejor de nuestra amistad es que nos vemos cada mil años, pero cada vez que lo hacemos es como si no lleváramos más de una semana sin hablarnos. Nuestra conversación fluye como si nada
Ayer me escribió y me preguntó: “¿Firme mañana?”
Al principio no caí en cuenta de qué me hablaba y luego recordé que la semana pasada habíamos chateado y ella se había comprometido a enviarme un mensaje para confirmar si nos veíamos o no para almorzar.
Ya me había comprometido con algo más, pero verme con A. mata cualquier plan así que cancelé lo que tenía y le respondí: “No me le corro ni a un tren”.
A me dijo que nos viéramos antesitos de la 1 porque a las 2 tenía reunión.
Nuestro almuerzo se alargó y cuando miré el reloj eran las 2:10. “¿No tenías reunión?, le pregunte. “Sí, pero no voy a ir”. No piensen ustedes que A. es una rebelde sin causa. Lo que pasa es que es la jefe, la mera mera, entonces puede tomar esas decisiones así como de la nada. De inmediato llamó a alguien de su equipo y le pidió que la cubriera y que aplazara otra reunión que tenía más tarde.
Apenas colgó, me miro sonriendo y me pregunto: “¿Vamos y echamos cafecito?” y no solo hicimos eso, sino que me lo gasto, ¿cómo no quererla?
Borges tenía razón: La amistad no necesita frecuencia, puede prescindir de ella o de la frecuentación, a diferencia del amor que está lleno de ansiedades y dudas y que si la necesita.
En su Tentación del Fracaso Ribeyro también le da el lugar que se merece a la amistad: “¡Sin embargo, que superioridad la de la amistad sobre el amor! Es más desinteresada, más generosa e igualmente capaz de acercarnos a la felicidad.”
La conocí en la universidad, y en un principio, cuando no la trataba, llegué a interesarme por ella en un plano sentimental, pero antes de realizar cualquier avance, que seguro hubiera sido fallido porque tiene uno de esos novios eternos, nos hicimos amigos.
Lo mejor de nuestra amistad es que nos vemos cada mil años, pero cada vez que lo hacemos es como si no lleváramos más de una semana sin hablarnos. Nuestra conversación fluye como si nada
Ayer me escribió y me preguntó: “¿Firme mañana?”
Al principio no caí en cuenta de qué me hablaba y luego recordé que la semana pasada habíamos chateado y ella se había comprometido a enviarme un mensaje para confirmar si nos veíamos o no para almorzar.
Ya me había comprometido con algo más, pero verme con A. mata cualquier plan así que cancelé lo que tenía y le respondí: “No me le corro ni a un tren”.
A me dijo que nos viéramos antesitos de la 1 porque a las 2 tenía reunión.
Nuestro almuerzo se alargó y cuando miré el reloj eran las 2:10. “¿No tenías reunión?, le pregunte. “Sí, pero no voy a ir”. No piensen ustedes que A. es una rebelde sin causa. Lo que pasa es que es la jefe, la mera mera, entonces puede tomar esas decisiones así como de la nada. De inmediato llamó a alguien de su equipo y le pidió que la cubriera y que aplazara otra reunión que tenía más tarde.
Apenas colgó, me miro sonriendo y me pregunto: “¿Vamos y echamos cafecito?” y no solo hicimos eso, sino que me lo gasto, ¿cómo no quererla?
Borges tenía razón: La amistad no necesita frecuencia, puede prescindir de ella o de la frecuentación, a diferencia del amor que está lleno de ansiedades y dudas y que si la necesita.
En su Tentación del Fracaso Ribeyro también le da el lugar que se merece a la amistad: “¡Sin embargo, que superioridad la de la amistad sobre el amor! Es más desinteresada, más generosa e igualmente capaz de acercarnos a la felicidad.”
lunes, 26 de septiembre de 2022
Resulta que
Resulta que viajo la otra semana. ¿A dónde? Esta claro que no importa, digamos que a Shanghái, solo por si hay alguien a quien el dato le es de suma importancia y lo necesita para seguir leyendo.
Bueno pero mejor no me desvío más, si les cuento que viajo es por lo siguiente: este año otra vez decidí participar en Inktober, ya saben el reto de hacer un dibujo todos los días de octubre. Pues bien como viajo y a veces soy de un psico rígido que da miedo, decidí adelantar los dibujos de los días que voy a estar por fuera.
El primero era un scallop “ ¿Qué es esa mierda?”, pensé, y entonces le pedí ayuda a google y me dijo que era una Vieira , “Eso es algo como de mar”, volví a pensar”, igual busqué imágenes a ver que dibujaba y las primeras que salieron fueron las de Patrick Vieira, el exfutbolista, hágame el berraco favor.
Entonces le di vueltas y vueltas al tema, y al final me dije: “mi mismo, pues pintemos a un chef, un chef que esta cocinando cualquier joda con vieras”, y me puse a buscar la foto.
Ahí me puedo tirar un buen rato, porque la foto me tiene que decir algo. Sé que suena medio romántico y estúpido, pero es verdad, mejor dicho me tiene que gustar, tiene que tener como movimiento, no digo que tiene que contar una historia porque eso ya es cliché nivel dios, pero bueno, en fin, pasado un tiempo encontré una.
Entonces comencé a dibujarla, pero estaba más complicada de lo que creí y pensé abandonar la tarea, pero me dije “ni mierda, aquí morimos con las botas puestas”, y seguí.
Y bueno todo esto para decirles que me he dado cuenta que cuando uno crece gana psico rigidez y pierde paciencia.
Cuando era pequeño me sentaba a dibujar y me concentraba en el dibujo como si de ello dependiera mi vida, como un monje zen en su jornada de meditación, pero hoy tuve muchas distracciones tomaba el celular a cada rato, levantaba la mirada y me ponía a observar un punto fijo en la pared a pensar quien sabe en qué, y así.
Bueno pero mejor no me desvío más, si les cuento que viajo es por lo siguiente: este año otra vez decidí participar en Inktober, ya saben el reto de hacer un dibujo todos los días de octubre. Pues bien como viajo y a veces soy de un psico rígido que da miedo, decidí adelantar los dibujos de los días que voy a estar por fuera.
El primero era un scallop “ ¿Qué es esa mierda?”, pensé, y entonces le pedí ayuda a google y me dijo que era una Vieira , “Eso es algo como de mar”, volví a pensar”, igual busqué imágenes a ver que dibujaba y las primeras que salieron fueron las de Patrick Vieira, el exfutbolista, hágame el berraco favor.
Entonces le di vueltas y vueltas al tema, y al final me dije: “mi mismo, pues pintemos a un chef, un chef que esta cocinando cualquier joda con vieras”, y me puse a buscar la foto.
Ahí me puedo tirar un buen rato, porque la foto me tiene que decir algo. Sé que suena medio romántico y estúpido, pero es verdad, mejor dicho me tiene que gustar, tiene que tener como movimiento, no digo que tiene que contar una historia porque eso ya es cliché nivel dios, pero bueno, en fin, pasado un tiempo encontré una.
Entonces comencé a dibujarla, pero estaba más complicada de lo que creí y pensé abandonar la tarea, pero me dije “ni mierda, aquí morimos con las botas puestas”, y seguí.
Y bueno todo esto para decirles que me he dado cuenta que cuando uno crece gana psico rigidez y pierde paciencia.
Cuando era pequeño me sentaba a dibujar y me concentraba en el dibujo como si de ello dependiera mi vida, como un monje zen en su jornada de meditación, pero hoy tuve muchas distracciones tomaba el celular a cada rato, levantaba la mirada y me ponía a observar un punto fijo en la pared a pensar quien sabe en qué, y así.
Imagino que a medida que el reto avance iré afinando mi habito de nuevo.
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