La conocí en la universidad, y en un principio, cuando no la trataba, llegué a interesarme por ella en un plano sentimental, pero antes de realizar cualquier avance, que seguro hubiera sido fallido porque tiene uno de esos novios eternos, nos hicimos amigos.
Lo mejor de nuestra amistad es que nos vemos cada mil años, pero cada vez que lo hacemos es como si no lleváramos más de una semana sin hablarnos. Nuestra conversación fluye como si nada
Ayer me escribió y me preguntó: “¿Firme mañana?”
Al principio no caí en cuenta de qué me hablaba y luego recordé que la semana pasada habíamos chateado y ella se había comprometido a enviarme un mensaje para confirmar si nos veíamos o no para almorzar.
Ya me había comprometido con algo más, pero verme con A. mata cualquier plan así que cancelé lo que tenía y le respondí: “No me le corro ni a un tren”.
A me dijo que nos viéramos antesitos de la 1 porque a las 2 tenía reunión.
Nuestro almuerzo se alargó y cuando miré el reloj eran las 2:10. “¿No tenías reunión?, le pregunte. “Sí, pero no voy a ir”. No piensen ustedes que A. es una rebelde sin causa. Lo que pasa es que es la jefe, la mera mera, entonces puede tomar esas decisiones así como de la nada. De inmediato llamó a alguien de su equipo y le pidió que la cubriera y que aplazara otra reunión que tenía más tarde.
Apenas colgó, me miro sonriendo y me pregunto: “¿Vamos y echamos cafecito?” y no solo hicimos eso, sino que me lo gasto, ¿cómo no quererla?
Borges tenía razón: La amistad no necesita frecuencia, puede prescindir de ella o de la frecuentación, a diferencia del amor que está lleno de ansiedades y dudas y que si la necesita.
En su Tentación del Fracaso Ribeyro también le da el lugar que se merece a la amistad: “¡Sin embargo, que superioridad la de la amistad sobre el amor! Es más desinteresada, más generosa e igualmente capaz de acercarnos a la felicidad.”
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