Hoy tenía una cita médica y pedí un Uber. Después de subir al carro, el conductor tomó una vía principal y comenzó a hablar. Rompió el hielo con un comentario zonzo, ya no recuerdo sobre qué trataba. Yo sonreí de pura cortesía, pero como llevaba tapabocas mi gesto no sirvió de nada. “Me tocó un hablador”, pensé.
Así fue, pues al instante me preguntó: “¿Y usted a qué se dedica señor Juan?, disculpe le hago la pregunta.” Buena táctica esa, la de lanzar la pregunta y pedir disculpas, una especie de tirar la piedra y esconder la mano, si me permiten el cliché.
Ese es un tema sobre el que, a veces, me da mucha pereza hablar, y hoy era uno de esos días. Quizás es suficiente con que yo sepa qué es lo que hago, o creo entender qué es lo que hago y no es así, y de ahí la pereza de hablar sobre eso, en fin.
“Soy domador de leones”, le contesté.
“Je, en serio a qué se dedica señor Juan.”
“¿Por qué le cuesta creerlo?”, le pregunté, mientras adoptaba el gesto de un domador que, imagino, es una combinación de seriedad y rabia al mismo tiempo. Para meterme en el papel, me imaginé batiendo el látigo para que los animales me hicieran caso, pero nuevamente mi personificación resultó en vano, otra vez por el tapabocas.
El hombre hizo como si no hubiera escuchado nada y comenzó a hablar sobre él. Me contó que hasta inicios de la pandemia había sido el director ejecutivo de yo no sé qué firma, pero que le cambiaron el tipo de contrato y decidió renunciar. Luego me dijo que tenía más de 20 años de experiencia dirigiendo equipos, y ocupando cargos de alta gerencia, además de amplia experiencia en marketing, luego de haber trabajado en las multinacionales X, Y y Z”. Luego me contó cómo una vez, en una de ellas, trajeron a un alemán que les dijo: “mañana les voy a enseñar como se trabaja en mi país. La enseñanza consistió en que el tipo llegó a las 10 de la mañana, cargando un vaso de tinto gigante en una de sus manos, y no se levantó de su puesto hasta las 4 de la tarde. Cuando terminó su jornada les preguntó cuántas horas habían trabajado de verdad como él, que no abandonó ni un segundo su puesto.
Poco después de terminar la historia del alemán llegamos a mi destino. Le pagué, se despidió y me dijo “Muchas gracias por la conversa”. Le sonreí, pero no se dio cuenta, ya saben por qué, me acomodé el látigo en el cinturón y me bajé del carro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario