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martes, 14 de noviembre de 2017

Insignificante

A la altura del cuarto libro de la novela Guerra y Paz, el príncipe Andrei Nikolayevich Bolkonsky, uno de los personajes principales, no le va bien en una batalla. 

Malherido y tendido boca arriba, se asombra con la inmensidad y grandeza del cielo y se pregunta cómo no se había fijado en semejante espectáculo antes. Concluye que “Todo es vanidad, todo falsedad, excepto ese cielo infinito.”

Bolkonsky llega a esa conjetura porque está débil, ha perdido mucha sangre y su estado, más la cercanía a la muerte, hacen que deje de pensar en la guerra y otros asuntos que consideraba importantes que, si nos fijamos bien, no dejan de ser “trivialidades en las que malgastamos nuestro tiempo”, como dice Rosa Montero.

Es probable que día a día, la velocidad con la que avanza el mundo y nuestras vidas, nos haya hecho perder nuestra capacidad de asombro ante eventos sencillos, pero de naturaleza casi perfecta, qué se yo: un cielo azul despejado, la carcajada de un bebé, un abrazo sincero, y no concluyo esta corta enumeración con “etc.”, pues la expresión se quedaría corta. Cada quién atesora aquellos momentos sublimes sin necesidad alguna de pregonarlos o hacer alarde de ellos.

En medio de ese instante de iluminación, Bolkonsky se encuentra con el mismísimo Napoleón, quien llega a revisar el terreno de batalla par regodearse en su capacidad destructiva. El príncipe ruso emite un quejido para que noten que todavía esta vivo y, mientras mira a los ojos a Napoleón, piensa en la insignificancia de la grandeza, la poca importancia de la vida que nadie puede entender, la también y aún más inentendible importancia de la muerte, cuyo significado nadie puede explicar.

Que la muerte no sea la única encargada de hacernos fijar en lo insignificante que resultan nuestras preocupaciones y delirios de grandeza.