viernes, 18 de febrero de 2022

The winding road

Una vez tomé un curso de creación literaria en la Madriguera del conejo, en la sede que tuvo la librería en la carrera 11 con 80 y pico.

Me gustan mucho esos espacios porque me permiten compartir con personas que se chiflan con las mismas cosas que yo me chiflo: los libros, la lectura y la escritura.

Para cada encuentro, los jueves de 6 a 9, si no estoy mal, debíamos llevar algo escrito. Ejercicios cortos, de no más de 500 palabras, que nos dejaba el escritor que lideraba el taller.

Era una época en la que me esforzaba por crear textos brillantes, repletos de ideas maravillosas, pero a raíz de eso carecían de sinceridad, pues mi afán por lucirme lo trastocaba todo. Entonces resultaba con unos textos malísimos, sin rastro alguno de esas grandes ideas que intentaba buscar.

Un día leí mi ejercicio y el escritor me lo desbarato, porque estaba repleto de clichés y lugares comunes; de una melosería que casi rayaba en la autoayuda, y de carácter literario tenía más bien pocón.

No refute nada, porque si algo he aprendido es que un texto, cuando es compacto, cuando no tiene grietas narrativas, debe resistir las embestidas por sí solo, y que si uno intenta revirar y defenderlo a toda costa, es una prueba infalible de que anda cojo.

“ Mira ve”, me dijo el escritor caleño, “Vos no necesitás repetir lo que ya dijeron los Beatles en The winding road. ¿Si conocés esa canción?”. Si la conocía y me llegaron algunos de sus versos a la cabeza:

"Many times I've been alone
And many times I've cried
Anyway, you'll never know
The many ways I've tried"

Me bajó los humos de forma muy elegante.

Y sí, escribir no se trata de repetir, sino, como dice Sara Jaramillo Klinkert,  de coger pedacitos de aquí y de allá para crear algo propio, porque en la escritura ya todo está inventado.

jueves, 17 de febrero de 2022

Carimañolas y el fin del mundo

Acompaño a mi hermana a hacer una vuelta. Me armo con la Tentación del fracaso, los diarios de Ribeyro, para soportar la espera. Cuando llegamos al lugar, me encuentro con un supermercado, y le digo que la voy a esperar ahí.

Nos despedimos de forma apresurada y entro al lugar. Es temprano y como no desayuné nada, pienso en qué voy a comer y sonrío. Larga vida al primer café del día.

Paseo por el primer piso del supermercado y le doy toda la vuelta buscando una cafetería. Cuando termino mi recorrido, me doy cuenta de unas escaleras y un aviso de fondo rojo y letras blancas con la palabra cafetería escrita en Mayúsculas.

Las comienzo a subir y como son metálicas, mis pisadas retumban.

El segundo piso resulta ser un ambiente muy iluminado, con mesas plásticas y sillas rojas y azules. El lugar está vacío. Detrás del mostrador no hay nadie.

Pienso que es la última cafetería del mundo, que después de un evento apocalíptico, por algún azar del destino ese lugar quedó en pie.

De unos parlantes sale música a todo volumen: Merengue apambichao. Imagino que así se escribe, si no, le pido disculpas a los admiradores de ese tipo de merengue y a los adictos a la gramática y la “buena” escritura.

Los parlantes no se cansan de escupir éxitos del ayer, de miniteca, digamos: Sergio Vargas con su “Te va a doler”, Proyecto uno y su “No pare sigue sigue”, y así.

Por fin aparece una mujer detrás del mostrador. “¿Qué quiere?, me pregunta. Miro los productos y hay un caldo de costilla de  aspecto dudoso , unas arepas blancas y amarillas que parecen tiesas, y unos pasteles que, al parecer son carimañolas.

Me decanto por el último producto y pido 2. No sé porque lo hago, porque estoy seguro que con una es suficiente. Debe ser porque de forma inconsciente pienso envolver una en una servilleta, cuando deba abandonar ese lugar y enfrentarme al paisaje inhóspito que me espera allá afuera.

Cuando voy a pagar le pregunto a la mujer que si tiene ají o alguna salsa. “¿Sal?”, responde. “No, S.A.L.S.A”, le respondo exagerando la pronunciación. “Ahí hay mayonesa y salsa de tomate”, me dice, al tiempo que señala el lugar en el que están. Le doy las gracias y no insisto más.

Me pasan las carimañolas en un plato de icopor y están frías. Le pregunto a la mujer que si por favor las puede calentar y, con desgano, toma el plato y lo mete en un horno microondas.

Luego cuando me siento en una mesa que da a una ventana, le doy un mordisco a una carimañola, y caigo en cuenta que tienen buen sabor, pero son 90% aceite.

La cafetería sigue igual, con el merengue como música de fondo, pero sin comensales. Abro el libro y comienzo a leer.

El escritor peruano está en Alemania y las entradas que leo tienen varios pensamientos relacionados con la escritura:

“Escribir no es un acto continuo. Generalmente va acompañado de largos intervalos de distracción, durante los cuales se hacen dibujitos al margen del papel, se enciende un cigarrillo, se mira por la ventana, se piensa en cosas que no tienen que ver nada con la literatura”

Anotaba el escritor el 6 de abril de 1958 en sus diarios de Berlín, Hamburgo y Fráncfort.

Levanto la cabeza y veo que ya han llegado más personas a esta cafetería del fin del mundo.

Al poco tiempo suena mi celular, y mi hermana me avisa que ya terminó. Cuando salgo a la calle todo parece normal, pero nunca se sabe, el fin del mundo, el personal al menos, se puede encontrar a la vuelta de la esquina.

miércoles, 16 de febrero de 2022

Juan

Disfruto de uno de los momentos más agradables, tal vez el mejor: tomarme el primer café del día.

Lo hago en el comedor de la sala, mientras observo uno árboles en el edificio de parqueaderos que colinda con mi edificio.

Pienso que la persona que los sembró en una pequeña terraza tuvo un gran acierto. Ver como sus ramas y hojas se mueven con el viento, como si pensaran: “ni mil toneladas de cemento pueden acabar con la naturaleza”, me tranquiliza.

Ahí estoy, disfrutando de cada sorbo de la bebida mientras mi mente salta de un pensamiento a otro, pero sin rastros de ansiedad o angustia.

En medio de ese trance llega a mis oídos el ruido de unas llaves que se estrellan unas con otras, como cuando alguien las busca en sus bolsillos para abrir una puerta.

Para darle sentido al sonido me invento una pequeña historia: A pesar de ser un día entre semana, aquella persona se fue de juerga con sus amigos de oficina, para celebrar el cierre de un negocio.

Imagino a un hombre con el nudo de la corbata desanudado, una barba rala que no afeita hace dos días y con el pelo ensortijado. Sonrío: me agradan esas personas que desafían preceptos de conducta, como irse de fiesta solo los viernes o fines de semana.

Las llaves dejan de sonar por un momento. Le doy otro sorbo al café y justo ahí siento como alguien intenta abrir la puerta del apartamento, pero las llaves no le funcionan.

Alcanzo a escuchar como maldice. “Pobre borrachin”, pienso.

Me acerco a la puerta y pregunto en un tono firme, que, supongo, transfiere autoridad y valentía: “¿Quién anda ahí?”

“Juan”, responde el hombre.

Y más alterado contra pregunta: “¿Usted quién es?”

“Juan”, le digo.

“Déjese de juegos. Necesito entrar a mí casa”, dice ahora el hombre

Me retiro de la puerta, mientras ese Juan continúa insertando las llaves en la chapa sin éxito alguno. Ya en la cocina llamo por citófono al vigilante del edificio”.

“Porteríiiia”, contesta Simón, con un tono cansado”

“Simón, hay un hombre que está intentando abrir la puerta de mi apartamento, ¿usted sabe quién es?”

“Desde que usted subió hace un momento, nadie más ha entrado al edificio señor Juan”

Cuelgo el citófono sin responder nada.

“¡Si no me abre voy venir con Simón y vamos a forzar la chapa!”, dice ahora Juan.

Tampoco le respondo. A veces el silencio es la mejor defensa.

Al final ese Juan nunca volvió.

Ahora, de noche, Le eché seguro a la puerta de mi habitación y tengo listo un bate de aluminio al lado de la cama por si vuelve a aparecer, aunque lo más probable es que no me sirva de nada. Seguro ese Juan es de otro plano de la existencia.

martes, 15 de febrero de 2022

Chivos expiatorios

Me aburren mucho las opiniones, porque se empeñan en señalar verdades.

Además, ya sabemos que la verdad evoluciona y que, como dice Javier Marías, nunca es nítida, sino que siempre es maraña.

Siempre que se me ocurre algo con cara de opinión, intento escribirlo en tercera persona, pues creo que despojándome de la primera tengo más perspectiva sobre cualquier tema y soy menos visceral.

Entonces me invento un personaje, un hombre o una mujer, que canaliza mis pensamientos a veces por los laditos y otras veces de frente.

Podría decirse que actúan como una especie de médiums para transmitir los mensajes del más allá de mis entendederas al más acá de la realidad.

Ahora bien, el otro día leía una novela en la que un personaje, un crítico literario, despotricaba de la obra de un escritor, porque lo acusaba de utilizar sus personajes como chivos expiatorios.

Creo que  una característica de los grandes escritores, es ser capaces de escribir sobre alguien como si lo conocieran desde pequeño, si necesidad de imprimirle sus puntos de vista.

Una vez, en un encuentro con Sara Jaramillo Klinkert, para hablar de su novela donde cantan las ballenas, la escritora habló del master en narrativa que cursó en España y contó cómo le enseñaron a crear crear fichas super detalladas para cada personaje, con la historias de sus vidas.

Isabel Allende cuenta en Paula que cuando escribió teatro, aprendió algunos trucos que le resultaron útiles para sus novelas, como procurar que cada personaje tuviera una biografía completa, un carácter definido y una voz propia.

Hacer eso imagino que funciona para tener claro los motivos por los cuáles reaccionan los personajes, a los diferentes estímulos de la trama de una obra.

viernes, 11 de febrero de 2022

Prender una vela

Primero viene el fogonazo y aparece la llama. Así, imagino, fue el Big-bang, oscuridad total y luego, al instante, luz.

La pequeña llama abrasa y abraza el fosforo con su calor, y lo va consumiendo. Hay que mover la mano con firmeza, en línea recta o diagonalmente, hasta que hace contacto con el pábilo, esa cuerda combustible; el intestino muerto que lleva la vela en sus entrañas.

Cada uno, nosotros y ellos, cuenta con su temperamento y por eso unos se prenden con más ímpetu que otros, en fin, que nos parecemos, ¿acaso no?

Esa condición, pienso, tiene una directa relación con la voluntad de quien sujeta el fósforo. Hay personas temerarias, digamos, que no dan su brazo a torcer y parece que no les importa quemarse la yema de los dedos, mientras que otros al primer indicio de sensación de calor lo sacuden hasta apagarlo, y prenden otro(s) hasta que el conjunto cera-pábilo funciona.

Hay un tercer grupo, aquellos que se aburren rápido y no solo cambian de fosforo sino también de vela, esos que dominan el arte de la prueba y el error.

¿Y luego que viene? Dejar la vela prendida porque se fue la luz, mientras uno se ocupa en cualquier tarea, qué sé yo, picar cebolla y tomate para prepararse unos huevos pericos, mientras nuestra sombra se proyecta en la pared, y la llama de la vela se mueve de un lado a otro como si le hicieran cosquillas.

Es eso, o habrá quienes hacen todo el todo el ritual de prender una vela, con el único fin de sentarse a ver cómo comienza a escurrir lágrimas de cera y se va torciendo, igual que uno, porque la existencia en línea recta no existe.

Incluso en el deterioro hay belleza.

jueves, 10 de febrero de 2022

Huevadas

“A mí no me vengan con huevadas”, piensa Horacio Martínez.

Lo hace sentado en la banca de un parque, mientras observa a un niño de pelo negro y crespo, con un balde y una pala de color rojo en sus manos. que juega en una arenera.

Martínez le da una calada a un cigarrillo que está a punto de consumirse por completo y que sujeta entre su dedo gordo y el índice.

Cuando se va a abstraer por completo, mirando los coches que pasan por la avenida, vuelve a encarrilarse en su tren de pensamiento: “Todos improvisamos, nadie tiene claro nada y quién diga lo contrario está mintiendo.”, concluye respecto a las huevadas.

Ahora parece que el niño intenta construir la torre de un castillo, pero cuando retira sus manos la estructura se derrumba.

“Claro —piensa ahora—, la vida es bien cabrona desde que somos pequeños”.

Tose y el niño voltea a mirarlo. Le sostiene la mirada por un momento, y luego vuelve a la construcción de su castillo que ahora está en ruinas.

Martínez continúa con su arenga interna.

 Imagina que tiene una multitud enfrente que vitorea cada una de sus frases.

“Todos, nadie se salva, como cualquier sistema GPS, nos la pasamos recalculando nuestra ruta, mientras tratamos de entender por qué ocurre lo que nos ocurre”.

Unos creen en eso de la buena y la mala suerte, y que lo que les pasa se debe a la una o la otra; otros se la pasan en busca de señales: el clima, una llamada, un pálpito, en fin, lo que sea, que les indique que deben tomar acción.

Su público imaginario aplaude, y mientras espera a que termine la ovación, Martínez se pone de pie y abandona el parque. Cuando llega al andén continua con su discurso:

“Muy pocos entienden que nada tiene sentido y que solo existen hechos descarnados del significado que nos empeñamos en darles.

Y ahí, metido en su mente, se baja de la tarima. Ya debe entrar al trabajo.

miércoles, 9 de febrero de 2022

Lobotomía

La palabra llega a mi cabeza porque hace parte de la letra de una canción. ¿De qué grupo? No recuerdo. Quizá sea  Guns and Roses. Hay veces que la información de mi cerebro parece estar perfectamente ordenada y el hipocampo, aquella área encargada de generar los recuerdos, actúa a modo de bibliotecario y me los facilita para que los pueda revisar.

Otras veces, como ahora, los archivos están descuadernados y  las fechas,  imágenes, los datos, la información basura y la útil se mezclan hasta conformar una especie de masa compacta, que si se espicha por los lados comienza a desmoronarse.

Que miedo el deterioro del cerebro, en fin.

Imagino que si Hablo de esto, es debido a la hora.

Hace un rato terminé de redactar un texto, y luego de ponerle el punto final, me acordé, aparte de la palabra lobotomía, de que no había escrito para Almojábana.

Después de almuerzo intenté pensar en algún tema y no se me ocurrió nada. Después me eché en la cama para descansar 15 minutos, y luego, cuando encontré fuerzas suficientes para ponerme de pie, me ocupé de inmediato.

Les decía que debe ser la hora, es decir, me imagino que después de las 10 de la noche, el cerebro ya se está enfocado en dormir, y entonces, para tener descanso altera, a su antojo, sus fibras nerviosas.

Por eso dar con un tema sobre el cual escribir cuesta más y uno resulta escribiendo cosas de este estilo.

A la larga, todos los estímulos que recibimos a lo largo del día, los millones de mensajes que quieren alterar nuestra conducta, son una especie de lobotomía digital, que poco a poco nos va machacando el cerebro sin que nos demos cuenta.