martes, 15 de marzo de 2022

Abandoné El Camino

A veces uno resulta con caprichos chimbos.

Recuerdo que en una edición de la feria del libro compré El camino de Cormac Mccarthy. Había tomado un taller de escritura y en una de las sesiones hablamos de esa novela.

Ese día no tenía pensado adquirir ese libro, pero se me cruzó en un stand, recordé la conversación sobre la obra y me la llevé.

Cuando llegué a mi casa armé, como siempre, una torre con los libros que había comprado. El que quedaba encima era con el que empezaba, y así iba despachando las lecturas.

Le llegó el turno a la novela de McCarthy. La edición que compré era una traducción, y el verbo apear aparecía a cada rato conjugado en distintos tiempos. Como no me gusta esa palabra, cada vez que la leía me sacaba de la lectura.

Dejé de leer la novela por eso y porque no me enganchó, creo que  tenía mucha expectativa. Imagino o concluyo un par de cosas. La primera es medio romántica y mística, medio ridícula, más bien: no era el momento adecuado para leer ese libro, y la segunda es que siempre es mejor leer a los autores en su lengua original. Bueno, hasta cierto punto. Si se me antoja leer una novela, que sé yo, de un autor de Moldavia, pues no me queda otra que leer una traducción al español o al inglés.

Recuerdo que una vez me regalaron La República del Vino del premio nobel Mo Yan. Era una versión en español —Estoy lejos de aprender chino, claro está—, pero me dio la impresión de que era una doble traducción: de Chino a inglés y luego a español, por lo que a ratos había inconsistencias en el punto de vista. A pesar de eso, que era mucho más grave que el repudio hacia una palabra, la terminé de leer.

Quizá sea el momento de darle una nueva oportunidad a la novela de McCarthy. Les estaré contando si me subo o me vuelvo a apear bajar de esa lectura.

lunes, 14 de marzo de 2022

Tormenta y calma

Ahora sobre la ciudad solo cae una leve llovizna, después de un fuerte aguacero que estuvo cargado de truenos y relámpagos.

Juan Carlos Salgado piensa en la frase: después de la tempestead llegará la calma, pero cree que hay veces en que no es así y que la primera sigue ahí como si nada, tal vez expuesta o al acecho, pero siempre ahí.

Al principio de la borrasca, luego de salir del trabajo, quedó atrapado en una cafetería. Pidió un café cargado que le supo a diablos y le quemó la boca. Luego saco un cigarrillo y lo prendió con dificultad pues tenía los dedos entumidos del frío. Tras tres caladas profundas lo tiró al piso y le estampó un pie encima. Hasta hoy llevaba ya ocho meses sin fumar. “Maldita seas Carolina”, piensa.

Le molesta volver a caer en ese viejo vicio y cree que la culpa la tiene Carolina. Hace rato que su relación con ella entró en coma, y parece que no hay detalle, gesto o acción que la despierte. Se va debilitando con cada conversación que tienen, que suelen estar cargadas de indirectas, reproches y miradas fulminantes que solo parecen desear la muerte.

Se mata la cabeza repasando cuál fue esa estocada que hirió de gravedad su relación, pero por más que repasa días y eventos, no logra precisar cuál fue.

Ahora, cuando las dudas vuelven a invadir su cabeza, no les dedica tiempo y le achaca su situación al destino. Le gusta que exista ese concepto, porque lo libra de responsabilidades.

Si las personas pueden decir: “después de la tormenta llega la calma”, yo puedo decir “las cosas pasan por algo”, piensa y ese algo, aparte de su responsabilidad sobre el asunto, es el destino.

Como las lluvia no para y Salgado ya se cansó de estar en el mismo lugar, sale a la calle.

Las gotas comienzan a mojar su cabeza, pero no se preocupa en abrir la sombrilla, “¿qué más da?, se pregunta, “mejor que me lave la tormenta”, concluye.

viernes, 11 de marzo de 2022

“Tres años, diez meses y catorce días”

Esa es una de la cuentas regresivas que lleva Bruna Husky, la protagonista de la saga futurista de Rosa Montero.

Si no recuerdo mal, las replicantes como Husky son programadas para vivir hasta los 27 años, edad en la que se les acciona un cáncer fulminante, genéticamente programado.

De pronto sería bueno saber la fecha del día en que vamos a morir.

Eso me recuerda al personaje de un Articuento de Millás que está en un aeropuerto. Cuando se acerca al mostrador le dan un documento para que diligencie sus datos personales. El hombre comienza a leer los campos y se da cuenta de que al lado de la fecha de nacimiento, hay otro campo que dice: Fecha de muerte.

Si es muy complicado llegar a conocer esa fecha, deberíamos saber entonces aquella en la que nuestra existencia va a caer en picada, ese punto de partida en el que adquirimos más propiedad de bulto que de ser humano; eso para poder usar con algo de sentido y propieda ese cliché de “vivir como si fuera el último día”.

Pues sí, con tal dato en nuestro cerebro imagino que la cogeríamos suave y dejaríamos de lado tantas ínfulas de grandeza.

El escritor peruano Julio Ramón Ribeyro cuenta en sus diarios que tal vez sería bueno no vivir más allá de los 50 años. Parece poco tiempo, pero de cierta forma lo entiendo; la vejez es una putada.

Nuestra vitalidad debería repartirse de mejor forma a lo largo de la vida, qué sé yo. Cuando somos pequeños y en nuestra adolescencia, deberíamos poder reservar algo de energía para la vejez; aunque lo más probable es que si existiera esa posibilidad no le prestaríamos atención, pues el afán de vivir, de experimentar, de gozarnos la vida hasta los límites del agotamiento lo consideramos como lo normal, ¿acaso no? Llevamos fija la idea de vivir al máximo antes de que nos llegue la muerte.

Todo es extraño.

jueves, 10 de marzo de 2022

Pensar en los huevos del gallo

Redacto esto porque no se qué escribir y para no dejar de escribir.

Disculpen todos aquellos adictos a la escritura que les molesta ver palabras iguales o similares en una misma frase.

Dicen, algunos, supongo que saben, que eso no está bien visto, que se debería optar por el uso de sinónimos, pero para la palabra escribir me salen unos como: trazar, garabatear, garrapatear, mecanografiar, apuntar, que, a pesar de lo sonoros, poco tienen que ver con la actividad, y no logran encapsular su significado.

Comienzo a redactar este párrafo, después de un largo rato de mirar a la pantalla, sin saber qué decir y luego de haber ido a la cocina  a servirme gaseosa y coger un paquete de maizitos, que devoré como un muerto de hambre.

Note usted, estimado lector, que no utilicé la palabra escribir al inicio del párrafo anterior, pero si había utilizado “redacto” en el primero. Me pregunto cuál será el número de palabras necesario, para poder repetir una sin que parezca de esa manera. Seguro alguien tiene ese dato o ya se han hecho estudios sobre eso.

No digo que deba merecer un premio o algo por eso, pero a veces la gente no sabe lo que cuesta poner la palabra que viene. Hay veces que se acaban y da algo de angustia no saber de dónde sacarlas. Siempre he pensado que escribir, hasta cierto punto, es como jugarse la vida.

Hace poco me paso eso con un texto. Cuando comencé a escribirlo, mi mente rebozaba de ideas y las palabras me salían de todos lados, hasta de los bolsillos. Luego de recoger unas cuantas que se me habían caído al piso, para insertarlas o remplazarlas por otras aquí y allá, y cuando solo me faltaban 200 quedé en blanco.

200 palabras no es mucho, si acaso 4 o 5 párrafos, pero en varios intentos lo que escribía era una repetición de lo anterior.

Al final opté por ponerme de pie y dar una vuelta por el apartamento, sin pensar nada acerca del escrito, sino más bien en los huevos del gallo.

A veces la mejor táctica, y no solo para escribir, es distraerse a propósito.

miércoles, 9 de marzo de 2022

Preguntas varias

Martín Cassiani se despierta de un momento a otro. Le extraña cuando eso ocurre después de una noche llena de excesos, en la que el cansancio lo noqueó sobre la cama.

Voltea mirar a su lado derecho y ve la espalda descubierta de Mariana, con su melena negra que parece derramarse sobre ella.

Le gustaría poner en palabras la fuerte atracción que siente hacia esa mujer, ese grado de conexión que les permite, con solo una mirada, saber lo que el otro está pensando.

Podría ser simplista y decir que la ama, ¿pero ¿qué es amar?, se pregunta. Por eso se escuda en la zona segura del “te quiero” que, cree, no lo compromete tanto. Igual ella tampoco ha pronunciado el par de palabras, y nunca le ha reprochado que él no lo haya hecho hasta el momento.

Cassiani siempre había creído que quienes hablaban así acerca de una pareja exageraban o mentían, pero ahora sabe que no es así, que por los menos algunos, como él, dicen la verdad.

Sus encuentros siempre terminan en rounds de sexo salvajes. Pero la fascinación que siente por ella trasciende lo físico, pues no solo le calienta el cuerpo sino también el corazón; es como un laberinto del que nunca espera salir.

Se siente afortunado y en problemas al mismo tiempo.

Mira el reloj y ve que son las dos de la mañana pasadas. ¿Con qué excusa le va a salir ahora a su esposa?

Ahí, acostado en la cama, se pregunta si no será verdad lo que escuchó el otro día en un programa de radio: “los seres humanos no le son fiel a su pareja sino al concepto de fidelidad”, decía una locutora con voz sedosa.

Piensa en Alejandra y sabe que la quiere. ¿Entonces qué es lo que le hace sentir Mariana? ¿No será más fácil dejar la fidelidad de lado y darle rienda suelta al deseo y a esos impulsos de conducta naturales o, más bien, animales?

A veces piensa en acabar la relación con la primera y dedicarse por entero a la segunda, dejar de dividir el amor, ¡pero no!, exclama dentro de su cabeza, a las dos las quiere intensamente.

Quizá, piensa, son amores distintos, pero no cree que uno sea mejor que el otro.

Vuelve a cerrar los ojos a ver si duerme un poco. Siempre ha creído que el sueño tiene la capacidad de reparar las dudas que abundan en su cabeza.

martes, 8 de marzo de 2022

Científicos descubren la mierda

“¡Váyase a la mierda!” es una expresión precisa.

No voy a entrar a discutir si está bien o mal indicarle eso alguien, pero es claro que la frase deja clara la intención: querer tener lo más alejado posible a alguien.

Motivos para eso hay miles. Imagino que, si no nos sentimos bien con la presencia de alguien, y se nos presenta la oportunidad, tenemos todo el derecho de mandarlo a la mierda.

Ahora bien, solo resta preguntarse: ¿Dónde queda la mierda?

Supongo que es el punto más lejano de todos. ¿Y dónde queda eso?

Afortunadamente la comunidad científica también se preocupa de las mismas cosas que nosotros, los simples mortales, y ha identificado el lugar más lejano del universo.

Eso gracias a un aparatejo llamado espectrómetro que se asoma como espectador, supongo, a los bordes de nuestro universo.

Esa cosa logro ubicar la galaxia más distante, y esta fue bautizada con el nombre  Z8GND5296, que me hace pensar en una columna  de un archivo inmenso de Excel.

Cabe anotar que los que bautizan galaxias necesitan una ayudita de los encargados de bautizar huracanes o virus.

No entiendo por qué los científicos no se preocupan por mirar más cerquita, en fin. Al final es verdad la frase que alguna vez le leí a Juan José Millás: “Seguimos buscando genes por dentro y galaxias por fuera”, lugares a los que nunca vamos a llegar.

Creo que podemos llegar a un acuerdo y decir que las coordenadas de esa esa nueva galaxia es ese lugar que todos podemos denominar como en la mismísima mierda

En cuanto a la frase sigo prefiriendo con la que abrí este post. “Váyase a la ZetaOchoGeEneDeCincoDosNueveSeis” resulta engorroso, y  a pesar de lo larga es muy pobre y carece de la fuerza de un insulto. 

De ahí la necesidad de acortarla para poder hacer uso de la expresión de forma fácil.

lunes, 7 de marzo de 2022

Otra vez la muerte

“Sólo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo; la Tierra detiene su rotación y las trivialidades en las que malgastamos las horas caen sobre el suelo como polvo de purpurina.”

Eso dice Rosa Montero en La ridícula idea de no volver a verte, y sí, esos dos extremos que encierran la vida, se encarga de que le demos una nueva mirada a todo lo que hacemos, y que muchas cosas no son tan importantes como parecen.

La tía tenía 90 años. Me pregunto: ¿hasta que edad será prudente vivir?

Sándor Márai lo analizaba de otra forma en sus diarios:

“Dos momentos míticos de la existencia: cuando en el óvulo fecundado empieza a manifestarse la vida, esa energía terrible e inabarcable, y cuando esa misma energía deja de activar las células, entregando el testigo a esa otra fuerza terrible e inabarcable, la muerte. Ésta es la realidad, todo lo demás son ilusiones triviales, repugnantes”.

Hacía rato que la tía se venía marchitando. Llevaba ya varios meses sin hablar y cuando alguien le decía algo, sus ojos se movían como atentos a la voz, pero quién sabe qué tan delgado era el hilo que la conectaba con la realidad.

El fin de semana la pasó muy mal. El sábado tuvo fiebre, vómito, la oxigenación en la sangre se le fue al piso y la tensión se le disparó por las nubes. Llevaba horas sin dormir, presa, al parecer, de angustia.

Ya en la clínica lograron estabilizarla.

La enfermera que se quedó con ella, llamó a las 6 de la mañana del domingo para avisar que seguía bien: Dormía y sus signos vitales eran normales.

Luego, a las 7, Liliana volvió a llamar. “En un momento respiró y exhaló profundo, y ya" dijo.

“Silencio antes de nacer, silencio después de la muerte, la vida es puro ruido entre dos insondables silencios.”
- Isabel Allende -