En segundo semestre, los viernes, de 4 a 6, tenía laboratorio de física mecánica en el que hacíamos diferentes experimentos. Recuerdo, fácilmente, un carril de aire sobre el que deslizábamos una serie de objetos de diferentes materiales, imagino que para hacer cálculos de fricción, la verdad ya no recuerdo bien, fue poca la atención que puse en esas clases.
A esa hora, yo y los integrantes de mi grupo sólo teníamos una cosa en mente: tomarnos unas cervecitas en un lugar al que, después de un tiempo, denominamos The Place. El sitio quedaba en una casa y ocupaba el segundo piso; en el primero ponían vallenato.
Nos hicimos asiduos clientes del bar, desde una vez que, ya con varias cervezas en la cabeza, de repente sonó Carrie y, mediante un acuerdo en silencio, casi telepático, decidimos gritar a todo pulmón el coro de la canción, para luego estallar en la típica risa de persona prendida.
Era un tema que no podía faltar en nuestras tardes de Viernes; tardes sencillas, poco pretenciosas y muy divertidas. La vida en ese entonces parecía mecánica, automática, sin rasgos de caos o preocupación.
Luego de nuestras tanda de cervezas, cuando nos sentíamos lo suficientemente prendidos, salíamos a comer empanadas con mucho ají, dizque para que nos bajara la prenda.
El plan, creo, murió ese semestre; en los siguientes nuestras clases no coincidieron y luego, como ha de ser, la mecánica de vida de cada uno cambió.
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