Juliana estaba sola. Ese fin de semana Camilo, su esposo, se había ido de viaje con unos amigos, un plan de hombres, de machos. Él le había dicho que si quería lo podía acompañar, pero ¿qué iba a hacer ella en un lugar con puros hombres a quienes veía esporádicamente?. Únicamente se la llevaba con un par, lo mejor era darle su espacio, además, Marco también iba a estar allá. “Mejor dejar las aguas calmas” pensó.
El Domingo se despertó tarde y decidió irse a desayunar a un café cercano. Cuando llegó al lugar y como estaba haciendo sol, decidió sentarse en la terraza. Las mesas, en su mayoría, estaban ocupadas por familias o parejas, algunas agarradas de la mano. La única persona sola, aparte de ella, era un hombre en pantaloneta, que leía un periódico y llevaba gafas negras. Juliana se preguntó desde qué hora estaría levantado. “Yo también debería hacer algo de ejercicio”, pensó, pero al rato se acordó lo rico que había pereceado y mandó el pensamiento a los abismos de su cerebro.
“Buenos días”; el saludo de una mesera rolliza y morena la sacó de su cabeza. El reflejo del sol en el delantal blanco de la mujer encandiló a Juliana por un momento. Cuando pudo enfocarla se dio cuenta que aprisionaba dos cartas contra su pecho.
“Hola, ¿cómo está?” le respondió Juliana con una amplia sonrisa. “Bien gracias”, complementó la mujer al tiempo que le pasaba una carta y ponía la otra en uno de los tres puestos desocupados de la mesa.
“Tranquila, no hay necesidad” le dijo Juliana.
La mujer freno el cuerpo, y con este inclinado, al tiempo que habría los ojos le pregunto, “¿Va a comer sola?”. “Si” respondió Juliana clavando su mirada en la mesa. “vieja sapa, ¿qué le importa?”.
Al tiempo que ocurría esto, en la mesa de al lado otra mesera le traía los platos a una pareja: una mujer rubia, con un piercing en la nariz y un hombre con barba y, a pesar del calor, una gruesa bufanda enroscada al cuello”.
El plato de la mujer eran unos huevos revueltos con mucho rojo, “tomates”, pensó Juliana. Apenas lo tuvo enfrente, la mujer saco su celular y le tomó una foto, luego hizo lo mismo con el de su pareja, le dijo algo y soltó una carcajada. El hombre sonrió incómodo.
Mientras mira la carta, Juliana piensa que debe pedir un plato diferente al de la mujer, siente que, si llega a ordenar lo mismo, está en la obligación de tomarle una foto, y que no tiene sentido alguno andar por ahí tomándole foticos insulsas a lo que comemos.
Tiempo después cree ver a la mesera que la atendió cuchicheando con una de sus compañeras. Las maldice en silencio mientras muerde una tostada, que mezcla y traga con un sorbo de chocolate.
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