A Sara le duele la cabeza y se pregunta por qué acepto la invitación. Está sentada en una de las puntas de un comedor junto a nueve personas de las cuales sólo conoce a Carlos, un hombre que hace equilibrio entre los territorios de la amistad y el noviazgo que limitan con ella.
Sara decide hacer cara de nada y escuchar lo que dicen; es una experta para estar y no estar. Voltea a mirar cada vez que alguien tiene algo por decir. A cada comentario le preceden muchas risas, pero Sara no entiende por qué ríen y nada le parece chistoso; por eso se limita a sonreír con educación cada vez que alguien establece contacto visual con ella, la intrusa, que no ríe a la par con esos chistes familiares, igual no le importa; sabe que si se los explicaran, tampoco los entendería, por eso sonríe a manera de escudo con el que pretende decir: “Que graciosos son todos ustedes, pero la verdad no entiendo un culo”.
Encima de la mesa hay muchas cosas: Quesos, pastelitos, jamones, galletas, vino, maní y dos jarras, una con agua y otra con jugo de naranja. Cada cierto tiempo, Sara pica aquí y allá con desgano. Tampoco tiene hambre, pero ¿qué importa? Solo quiere que su malestar desaparezca, de pronto lo único que necesita es atragantarse con comida.
El dolor de cabeza ha aumentado y ahora no solo le martillea el costado izquierdo de la cabeza sino también la frente. Intenta no pensar en nada, suspenderse en las voces que escucha. Inhala y exhala profundamente, alguna vez leyó que una respiración pausada y con propósito es la clave de todo, pero cuando va por la décima una mujer se pone de pies junto con su hija y comienzan a despedirse, lo que la saca de su trance.
Cuando le toca el turno a ella aprieta las manos que le extienden y se inclina para dar besos en la mejilla. “Hasta luego que estés muy bien, fue un gusto conocerte”. “lo mismo, un placer”, responde Sara, sin acordarse de los nombres de ambas mujeres.
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