lunes, 5 de febrero de 2018

Saga

Alonso Cañizares se sienta a escribir, pero no tiene idea sobre qué. No importa, se obliga a hacerlo, pues sabe que no hay otra forma de contrarrestar el síndrome de la pantalla en blanco. Escudriña su cabeza en busca de ideas, algo, cualquier evento, suceso del día o recuerdo del que pueda agarrarse, para luego exprimirle un par de líneas, pero nada ocurre.

“Estoy seco de ideas” piensa. “¡Seco de ideas! Que frase tan ridícula.” Se dice ahora. Luego se pone de pie y busca un saco, pues hace mucho frio. Afuera la nieve cae con la misma parsimonia de siempre. La mira a través de la ventana, como hipnotizado ante el evento climático, por unos segundos. Cree que podría escribir algo sobre el clima de mierda de su ciudad, pero se ha prometido no tocar ese lugar común en ninguno de sus escritos, y, mucho menos, que sea su fuente de inspiración. “¿Acaso no soy escritor?” se pregunta ahora. Recuerda aquellos días de Gloria de “La Realidad líquida”, su primera y única novela hasta el momento; una época en la que mares incontenibles de palabras se vaciaban a través de sus dedos.

Busca unos ejercicios de escritura, a ver si de pronto le ayudan a abrir el grifo de las palabras, pero desiste de la idea cuando lee el primero: “Haz que un personaje convenza a otro de hacer algo realmente estúpido”. Cataloga el ejercicio, al igual que esos personajes que nunca escribe, como estúpidos y cierra la página. Además, también cree que él, un escritor publicado, ya esta muy por encima de esos amateurs que pierden el tiempo con ejercicios de escritura creativa. 

Dado el éxito de la novela y la popularidad de las sagas, su editorial le pidió que escribiera una segunda parte y que fuera pensando en una tercera, pero Cañizares no tiene ni la más mínima idea sobre qué van a ser esos dos libros. Para él la historia que planteó en la Realidad Liquida era entera, redonda, no le faltaba ni sobraba nada, y así se debía quedar, pero no pudo resistir la tentación al adelanto que le prometieron, sin necesidad de entregar una idea o unas cuantas páginas de esa continuación que, se supone, ya debe tener definida y estar escribiendo.

En su escritorio hay una hoja de periódico. Decide leer una de las noticias a ver si logra encontrar algo, una asociación disparatada de temas que le permita teclear unas cuantas palabras, un inicio flojo, si acaso, que está seguro escribirá y reescribirá miles de veces.

Es una noticia de días pasados en la que se anuncia que pronto se conocerá al ganador del premio Alfaguara. También cuenta que el jurado recibió 580 manuscritos y que el ganador recibirá 175.000 dólares, una escultura de Martín Chirino y la publicación simultanea en el territorio de habla hispana.

Cañizares no tiene idea de quién es el tal Chirino y no le importa, “que se muera ese condenado”, piensa. La cifra del premio obnubila su mente. “A eso es a lo que le debería apuntar, en vez de intentar alargar una historia compacta” piensa.

Recuerda que el otro día en una librería vio a un vieja, con pinta de lector empedernido, hablando con el librero. el primero le decía al otro: “La verdad yo siempre le pongo atención a quién se gana el Pulitzer de novela, siempre termina siendo mejor que el nobel”.

Aún inmerso en la fantasía del premio Alfaguara, Cañizares imagina a otro viejo que se fija en el ganador de ese premio antes que cualquier otro, y a él como ganador.

Escucha un fuerte ruido en la calle y acto seguido teclea “El disparo lo tumbo al piso”, no tiene idea a quién, ni mucho menos quién disparó, pero confía en que ya vendrán las palabras, solo tiene, como hoy, que sentarse y obligarse a escribir.

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