“¿Qué más hiciste el fin de semana?”, le pregunto a L. a punto de iniciar una reunión con un cliente. “Salí con un amigo que me está molestando”, responde.
Le pido que elabore un poco más sobre su respuesta, y me cuenta que fue a cine con un amigo de su infancia que se está portando muy lindo con ella, y que está sumando o ganando puntos. Lo primero que se me ocurre es que para ganar puntos, en ese jueguito enredado del amor, es necesario molestarlas, aunque nada es absoluto en esta vida, nada es blanco o negro, uno o cero; mucho más si definimos esa molestia causada, ese avance, ese cortejo como un movimiento, y nos basamos en la teoría de Einsten que menciona que todo movimiento es relativo.
Los caminos que se abren al “molestar” resultan ser varios. Digamos que ese hombre que molesta a L, va por buen camino. Supongamos que ella lleva una tabla con un sistema de puntos en el que suma y totaliza cada una de sus acciones, bien sean positivas o negativas. Él, ese hombre me refiero, pude estar pensando que, con su forma de actuar, por ser bonito, tierno, una bomba sexual o lo que sea, ha sumado cierta cantidad de puntos.
Pasado un tiempo, 2, 3, 5 citas, qué sé yo, ese hombre va embalado, y llega a ese punto en el que decide poner sus cartas de juego sobre la mesa, cantar la verdad, o cualquier otro cliché que se nos ocurra, pero ese hombre olvidó algo, y es que en esa hoja, en la que imaginamos que L. lleva el puntaje, tiene diferentes pestañas: Él, este otro, aquel, perenganito, etc. pues la acción de molestar a alguien, lamentablemente, no asegura exclusividad alguna con esa persona.
Otro de los posibles escenarios producto de “molestar” es aquel en el que Él se esfuerza en ganar puntos positivos, pero solo suma en negativo, y al final ese molestar se convierte en un malestar para ambas partes.
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