Trincho un trozo de pescado junto con otro de una tajada de plátano maduro, me gusta experimentar la sensación de sabores dulces y salados al mismo tiempo. Luego de llevarlos a la boca y masticarlos, se me ocurre cómo comenzar un cuento que llevo, desde hace varios días, en el confuso tintero de la mente.
Mientras mastico el bocado le doy varias vueltas a ese posible comienzo, pienso en las palabras que voy a utilizar, su narrador, el punto de vista, al tiempo que recuerdo “Acostarse Temprano”, una columna de Manuel Vilas que leí hace poco. En ella el escritor español cuenta, palabras más, palabras menos, que está en todo su derecho de zambullirse o evitar de lleno la lectura de una novela con tan solo leer sus primeras líneas, pues con eso le basta para saber qué tanto tiempo le dedicó el escritor a ese primer puñetazo, digamos, de palabras, que tiene la importante obligación de llamarnos a la guerra y nos obliga a tener múltiples rounds de lectura hasta acabar el libro.
Vilas pone como ejemplo la frase: “Mucho tiempo he estado acostándome temprano” de en busca del tiempo perdido de Proust, y dice que nadie ha superado ese inicio.
En su columna el “El hijo del joyero”, Millás también toca el tema y habla de la primera frase de la novela La Regenta de Leopoldo Alas: “La heroica ciudad dormía la siesta”, y también del inicio de un cuento de Raymond Chandler: “Era uno de esos hermosos días de finales de abril, si a uno le importan esas cosas”, y dice que lo importante de esas frases, de esos inicios es el magnetismo que cargan, y que “en su interior sucede un drama semántico”.
Dar con ese drama, imagino yo, es como meterse en la boca la correcta cantidad de dulce y sal, para que el bocado sepa bien.
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