Debo trabajar un guion con un publicista y me cita a las 8 de la mañana.
Me levanto justo sobre el tiempo, pongo a hervir un huevo y me meto a la ducha. Cuando el agua me comienza a golpear la cabeza me pongo a pensar en el tema del guion y lo que llevo adelantado del primer borrador. Me pregunto cómo hacer digerible, para el público al que nos debemos dirigir, un tema que, como está, es un ladrillazo en la cara.
Quién sabe cuánto duro en esas —Parece que el tiempo se expande debajo del chorro de agua— y apenas llego al cuarto, luego de salir del baño, miro el celular y solo faltan 5 minutos para las 8.
Podría conectarme 10 minutos tarde, mientras me preparo un café y me como el huevo en tres mordiscos, pero seguro me tomaría más tiempo, pues soy pésimo pelándolos; además, no me gusta llegar tarde a las reuniones.
En medio de ese pequeño dilema, con hambre y aún con la toalla en la cintura, me llega un mensaje al celular: “Me salió un tema acá en el trabajo y no puedo conectarme ahorita, ¿nos vemos a las 9:30?"
Sonrío y le doy gracias, mentalmente, tanto al dios del desayuno como al dios del café, para no incomodar al dios de las bebidas calientes que, supongo, vive más ocupado que el anterior.
Nada mejor que tener el tiempo suficiente para desayunar echando globos, pero no sobre el trabajo, sino sobre la vida en general. Pensar, por ejemplo, por qué no había leído a Javier Marías antes, si es un escritor tan tremendo.
Hemos vivido engañados: El desayuno no es la comida más importante del día por ser la primera y una fuente importante de energía, sino porque es un espacio en el que se puede, o más bien se debe, reflexionar sobre temas que uno considera importantes.
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