Falta media hora para las 4 de la tarde, hora en la que tengo una reunión. Tengo pensado, prepararme un café minutos antes y acompañarlo con algo. Tengo lo primero, pero carezco de lo segundo.
“Debería comprarse una dona de chocolate”, me dice mi yo.
“Pero es que me tocaría salir y que pereza, ¿no cree? Además, está lloviendo, respondo al instante.
“No busque excusas que ya a dejo de llover. Ahí verá, ya sabe que si no lo hace luego se va a arrepentir”
Que pereza tener la razón. Salgo a regañadientes a enfrentarme al frío, y del agua ya no debo preocuparme tanto, solo procurar no pisar ningún charco o alguna de esas baldosas acuáticas desencajadas que parecen almacenar litros del líquido.
Llego al lugar y antes de entrar pienso: “Fijo no hay de la dona que quiero. Debí haberme quedado en la casa”, pero al instante corto ese chorro de pensamientos que invocan a Murphy y miro la vitrina de las donas que está a mi derecha. Ahí está la dona de chocomaní que tanto quiero.
Hay un hombre en la caja que está a punto de pagar y la cajera le dice que son 65.000 pesos, “le va la madre si se lleva mi dona”, pienso, pero ya le habían empacado su pedido. Cuando es mi turno pago, tomo la bolsa con mi dona y me devuelvo al apartamento.
Parece que en lo que he narrado hasta el momento no ocurrió nada extraño, pero estoy seguro de que sí, que debajo de los eventos que transcurren en nuestro día a día, se agazapan grandes historias que esperan ser contadas y que nos volarían el cerebro.
Eso que llamamos realidad y que parece andar en orden, en verdad es puro caos disfrazado. Esa apariencia de tranquilidad nos hace poner la atención donde no debe ser y por eso se nos escapan conflictos que encierran buenas historias.
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