El año pasado compré gafas, pues llevaba un montón de tiempo con las viejas y la fórmula ya necesitaba un reajuste. Cuando me las entregaron en la óptica, la mujer que me atendió me las hizo poner para ver que tal las sentía. Luego se las pasé y me mostró cómo las debía limpiar. “¿Pero qué ciencia tiene acaso limpiar los lentes de unas gafas?” me pregunte, mientras la mujer les pasaba un trapo y me decía: “solo debe mover el trapo en una sola dirección, sin hacer círculos, para no rayar el lente”
Las primeras semanas las limpié como me indicó la mujer, despacio, con un movimiento en una única dirección y con mucho cuidado, pero después de un tiempo me aburrí de tanta parsimonia y las comencé a limpiar en círculos, incluso, cuando estoy acostado leyendo, no con el paño sedoso del estuche, con mi camisa.
¿Cuánto tiempo de mi vida me quita la actividad de limpiar las gafas?, seguro muy poco, entonces ¿Por qué no lo hago de la manera que se supone es la más adecuada? Porque yo, como muchos otros, soy feliz tratando de ahorrar tiempo, de simplificar las cosas. Por eso desconectamos la USB sin expulsarla, ¿qué si se daña?, que importa, compramos otra y ya está. También, por ese afán incomprensible de vivir a toda velocidad, cruzamos las calles cuando el semáforo esta en verde, pues alegamos no tener tiempo, como si fuera algo que pudiéramos meter en una maleta. Quién sabe que otra cantidad de actividades las hacemos como si la vida se nos fuera a acabar.
¿Y qué tal si un día de estos la vida se nos va, por apresurarnos al momento de limpiar las gafas?
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