El primer pabellón al que entro es uno de los más grandes. “¿Por dónde comienzo?” me pregunto. Inquietud que dispara otra serie de preguntas: ¿Estaré desperdiciando mi tiempo en este?, ¿Y si compro libros ahora, pero más tarde, ya sin dinero, encuentro otros mejores, qué?
Evado las preguntas y me lanzo a hojear libros en ese mar compuesto por ellos. Camino y camino y nada me llama la atención, “¿Estaré muy exigente?”, me pregunto ahora, mientras veo pasar hileras de niños de colegio agarrados de las manos, envueltos en una gritería y con caras que solo expresan felicidad y gozo.
La escena me hace pensar que quizás estoy exagerando, que me debo relajar y gozarme la feria, y que mejor dejarse llevar por el impulso al momento de comprar algo.
Llego a un stand que tiene expuestos unos libros bajo el título literatura universal. Una de las mujeres que lo atiende me sonríe. Le pago con el mismo gesto, mientras sigo examinando, una a una, las hileras de libros. “¿Te gusta la literatura universal?”, es la pregunta que me saca de mis pensamientos, “¿Qué es la literatura universal?”, me pregunto, supongo que se refiere a los clásicos de la literatura, que son los que predominan en el estante que tengo enfrente de mí.
“Si”, respondo tímidamente, y la mujer se queda mirándome como esperando otras palabras…” ¿Cuál me recomienda?”, le pregunto. “Eso mismo le iba a decir”, responde. “Este”, dice, y señala El retrato de Dorian Gray, uno de los tantos libros que, a veces, pienso ya debería haber leído. Mientras diserto sobre eso, la mujer comienza a dar un resumen del libro. No me gusta eso, que me cuenten algo, lo que sea, de un libro, si pretendo leerlo en un futuro, bien sea cercano o lejano. Cuando la mujer, emocionada, termina su sinopsis, le doy las gracias y abandono el lugar.
Trato de serle fiel a mí conducta de feria del libro, que consiste en dejarme llevar por el momento, en escoger libros a punta de feeling, pero algo ocurre en esta ocasión y ningún libro de los que examino logra captar mi atención. Acudo entonces a una lista que imprimí justo antes de salir de la casa, con títulos que he ido anotando a lo largo del tiempo que me encontré en artículos y que, por algún motivo, me llamaron la atención.
La tengo en mis manos, pero me enredo con un mapa de la feria, doy menos de tres pasos para mirar otra mesa de libros, y ahora la lista ya no está. Reviso todos los bolsillos: los del pantalón, la chaqueta, la maleta, pero no hay rastros ni de ella ni del berraco mapa, al que le hecho la culpa de mi pequeña desgracia. Me devuelvo por los pasillos del stand a ver si la encuentro, pero no está por ningún lado, se la trago un maldito agujero negro. “Ni modo, me toco confiar en el dios de la incertidumbre”, pienso. Justo cuando voy a abandonar el lugar, veo el papel en el piso, una pequeña victoria.
Ya en otro pabellón, le suelto la lista a una de las personas que atiende. “Mmm déjeme ver” dice el hombre, “Este seguro lo tenemos”, menciona señalando el título con el dedo índice. “Me lo puede mostrar por favor”. “Es que no sé dónde está. Si quiere páseme la lista y miro en el sistema”, responde.
Mientras el hombre se va a buscarlos, tomo unas hojas grapadas con todos los nombres de los libros que tienen, que el hombre saco de una gaveta. Paso las hojas, pero no me encuentro con nada, y la vuelvo a dejar donde la encontré. Otra vendedora, la toma, me mira con cara de “¿y usted que hacía con esa lista?” y la vuelve a guardar”. Mi tiempo de espera sirve para tomar tres libros. Leo y releo sus contraportadas para decidir cuáles me voy a llevar, pues, según mis cálculos, son dos los que puedo comprar en ese lugar.
El hombre llega con la novela, Vibrato, y le suma otra variable a mi problema de decisión. Finalmente me llevo el que encontró y uno de Saramago. Otra vez tengo muchos papeles en la mano, aunque ahora estoy completamente seguro de que la lista de libros la tengo en el bolsillo derecho de atrás.
Al frente veo un stand con muchas mesas y descargo mi morral en una silla para organizar mis compras y papeles. Una señora se me acerca y me pregunta que si sé hablar inglés, que tienen una promoción para mi y que puedo referenciar a otra persona. Por un instante y para quitármela de encima, me dan ganas de ser un cabrón y responderle algo como “Ya lo hablo, muy bien, y todos mis amigos y familiares también”, pero desisto de la conducta y solo le digo: “No, muchas gracias”. Le mujer me sonríe y se aleja sin insistir.
Llego al pabellón de Argentina, el país invitado, lugar en el que siempre compro una novela de un autor que no conozco. Comienzo a mirar libros y veo unos de Claudia Piñeiro, una escritora que oí mencionar hace unos días. Después de una evaluación somera de sus novelas, tomo la que más me llama la atención y sigo caminando por el lugar.
Le pregunto a una mujer que si está atendiendo y me dice que sí. “Estoy buscando una novela, ¿qué me recomienda?”. “Ehhh, mmmm venga por acá”. La sigo y me lleva donde otra mujer. Es pequeña y lleva unas gafas con lentes muy grandes, le explico que es lo que busco. Le doy a entender que quiero leer novela, que hace rato no leo una que me atrape de cabo a rabo.
“Bueno, empecemos” dice, parece que sabe mucho. La primera que me muestra es una que se llama “Las tetas de Perón”, me explica de qué se trata, pero no me llama la atención. Nota mi desinterés y sigue caminando. Luego me muestra un libro de una joven promesa de la literatura argentina; una novela, según ella, sobre la vida nocturna, fiestas, drogas etc. La portada es precisa y hace alusión a todos los temas que menciona. La tomo en mis manos, pero es muy delgada y cuesta más de $40.000. Le expongo mi teoría respecto a el precio de los libros, su grosor y/o cantidad de páginas; pienso que una de ese precio debería tener por lo mínimo 300. Me da una respuesta relacionada con las editoriales independientes, y que una de ellas fue la que la públicó, y que esa es la razón del precio a pesar de lo corta.
Le muestro la de Piñeiro que tengo en mis manos. Me dice que es una buena autora, pero noto, por su tono de voz, que no está convencida. "Mira esta otra, El secreto de sus ojos, me gustó mucho más", dice. Me cuenta que hicieron una película a partir del libro, y me suelta unos datos curiosos acerca de la novela y la película. Me decido por esa. A punto de despedirnos le pregunto, “¿Por qué sabes tanto?”. “Ahh, porque estudié literatura”, responde y luego se aleja mientras le doy las gracias.
Luego decido ir al pabellón de descuentos. En otras ocasiones he conseguido buenos libros a precios muy bajos en ese lugar, pero me parece que este año está muy malo, lleno de puros libros viejos de páginas amarillentas, que quién sabe cuánto tiempo llevaban pudriéndose en una bodega.
Apenas entro veo un libro pequeño que se llama “Viajeros”. Lo examino y son relatos de viaje de varios escritores. Lo cargo todo el tiempo que duro en el pabellón, y al final. justo cuando estoy pagando otro libro, decido dejarlo. Uno de los relatos es de Kerouac, autor de “En el camino”, uno de esos supuestos clásicos que uno no puede dejar de leer, pero que no me gustó; de nuevo pienso que, tal vez, mi encuentro con ese libro no se dio en el momento adecuado.
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