Celebro con mi hermana una sesión de película y comida chatarra. Nos decidimos por una de “terror”, aunque imagino que a ella, al igual que a mí, le asustan cosas muy diferentes que muertos vivientes, posesiones demoníacas y el resto de tramas que presenta ese género, y me refiero, estimado lector, a esas guerras internas que uno lleva por dentro, tan difíciles de poner sobre la mesa.
La película que vemos trata acerca de un grupo de científicos que crea un suero para revivir organismos muertos.
Al principio ensayan con cerdos y perros y todo es color de rosa, pero llega un momento en que todo se va a la mierda, pues los genios deciden revivir a una persona, y resulta que esta vuelve a la vida con poderes especiales, pues el brebaje que le inyectaron hace que utilice el cerebro al 100%, mientras que, como bien sabemos, los vivos, bien brutos que somos, solo lo utilizamos al 10%.
Por favor no vean la película, es un hueso. Afortunadamente no recuerdo el título.
El muerto viviente, por llamarlo de alguna manera, me hizo pensar en estados, Muerte y vida, en este caso en particular, pero los hay de todo tipo: Rico-pobre, empleado-desempleado, Bello-Feo, Tonto-Inteligente, Inserte aquí el que sea de su agrado.
Se me ocurre que independiente de en cuál estado nos encontremos imersos, siempre queremos saltar a otro, lo que nos hace vivir cargados de ansiedad, pues nos aterra y cuesta aceptar el carácter determinante del estado actual.
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