A pocas horas para que acabe el año. veo a una niña rubia y pequeña, no debe tener más de 4 años, que lleva puesto un saco azul abierto, una camiseta rosada, blue jeans, y zapatos también rosados; meciéndose en un columpio. Sus manos se agarran de las cadenas como si su vida dependiera de ello; no parar de reír y le exige a su mamá que cada vez la empuje más fuerte.
Si uno se fija bien, un columpio es de lo más ridículo: ir de atrás hacia adelante, mecerse porque sí, porque no hay nada más que hacer; simplemente estar ahí, presentes, yendo y vieniendo. Pero ¡joder! (Y pido permiso a los españoles para usar su expresión, pero es que la siento muy apropiada para la frase) es que precisamente de eso se trata, ¿no? Aparte de no ser niño, se me debe hacer zonzo el columpio, pues estar, solo estar, sin esperar nada a cambio o que algo ocurra, es algo que, me atrevo a decir, nos cuesta.
El columpio, La niña, o ambas cosas, me hacen pensar en el fin del año, y lo sobrevalorado que está. La verdad es una fecha que encuentro aburridora, y a la que, creo, se le da mucha importancia, sin realmente merecer tanto bombo, tanta preparación, tanta nostalgia, tanto alboroto, pues dentro de pocos días vamos a volver a lo mismo, a nuestras rutinas.
Siempre fantaseo con que, de repente, todo cambie del año viejo al año nuevo, poder disfrutar de otra vida a las 00:01, y no necesariamente una repleta de lujos y riquezas, sino en verdad hacerle honor a la frase: “año nuevo, vida nueva”.
De pronto me complico demasiado la existencia, al renegar de la rutina y desear cosas imposibles. Quizás, solo quizás, la vida está diseñada a manera de columpio, un ir y venir, en apariencia, sin sentido; días que se repiten uno detrás de otro, con cambios tan pequeños que resultan imperceptibles.
El truco, entonces, debe estar en aprender a sacarle el jugo a ese vaivén “eterno” que es nuestra existencia, como cuando los niños se montan en un columpio.
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