Me siento en la mesa de un café y sobre ella reposa una factura. La hojeo y lleva impresa el costo de tres bebidas que tomaron las personas que estuvieron aquí hace 15 minutos una hora, o quién sabe si solo hicieron una parada técnica para esperar que María, la mujer que invito al tentempié de medía mañana, guardara la plata en su billetera, pues había recibido las vueltas y llevaba los billetes aprisionados contra un vaso de capuchino humeante.
María invito a sus colegas, solo porque uno es un vicepresidente y ella anda detrás de un ascenso. Hay una gran diferencia entre colegas y amigos. María siente que no debería lambonear para obtener lo que desea. Ella no quiere estar con ellos, no quiere estar en ese café ni en ese trabajo ni con esos hombres que la miran con ojos lujuriosos; no quiere la vida que le tocó, pero como dice una de sus mejores amigas: “a veces hay que aprender a comer mierda sin hacer gestos.”
Joaquín, el vicepresidente, es el típico fanfarrón de oficina, que desde el día en que María entró a la empresa no ha parado de cortejarla, pidió un tinto Extra grande de 300 Ml, lo toma apurado, y se preocupa por llenar cualquier silencio de la conversación con un comentario gracioso, que haga reír a sus amigos, porque él si los ve así, como amigos. En su afán de arrancarle una sonrisa a María, se ha quemado la boca varias veces, pero se traga el dolor para decir cualquier cosa. María lo detesta, y sonríe a algunos de sus comentarios por pura decencia o, más bien, estrategia.
La otra persona que completa la escena es Jairo, un consultor Junior. Él no debería estar ahí, pero se los encontró saliendo de la oficina, y logró hacerles conversación con el clima, ese lugar común del que nos prendemos tan fácilmente. Una tenue llovizna cubre a la ciudad. “Y eso que en la televisión dijeron que hoy iba a hacer sol, ¡ja! ¿se imaginan?, pero su pregunta solo obtiene un silencio, dos, el de María y Joaquín, como respuesta.
A Jairo el médico le prohibió tomar café, porque la cafeína es un detonante de fuertes migrañas, pero ya está cansado de hacer caso, de no poder disfrutar un mísero café cuando le de la gana. Como hace días que no sufre dolores de cabeza pidió un expreso, que deja enfriar un poco para luego acabarlo en dos sorbos decididos, como si fuera una copita de licor.
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