Ayer llegué muy cansado a la casa y me tumbé en la cama. Tenía intención de escribir algo acá, pero el cansancio me ganó y pensé en ver una película que había dejado a la mitad, no sin antes sentirme un poco mal de no haber tenido la voluntad suficiente para pararme de la cama y teclear unas cuantas palabras.
Antes de prender el televisor cerré los ojos y casi me quedo dormido, pero aproveché que tenía los lentes de contacto puestos, y cuando me puse de pie para quitármelos, decidí terminar de ver la película.
Era, digamos, un thriller psicológico, en el que no se sabía si el personaje alucinaba o si en verdad estaba viviendo todo lo que le pasaba.
Al final la historia tenía un giro inesperado que lo dejaba todo claro, y ese, creo, fue el gancho narrativo con el que sus creadores querían dejar claro lo tesos que son al momento de narrar una historia.
No sé que tanto se debe recurrir a esos giros inesperados de último momento para concluir una historia. Creo que me habría gustado más si hubieran dejado el final abierto. A pesar de lo absurdo que resultaba todo, tenía ganas de que en verdad el personaje estuviera alucinando o, mejor aún, que no fuera ilusión sino la mera realidad patas arriba.
Igual no culpo a los creadores de la película, pues bien se sabe que una de las partes más jodidas de la creación de una historia es el final, quizá el segmento que debe ser más pulcro, y del que uno, como lector o televidente y por pura pereza, siempre espera uno de esos finales redonditos que conectan todos los puntos, por decirlo de alguna manera.
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