Las palabras curan, contrarrestan los efectos nocivos de esa neurosis que a veces nos roza o abraza por completo, producto de vivir, que no deja de ser una locura.
Hace un tiempo, el año pasado si no estoy mal, escribí que me encontré con un artículo del escritor argentino Pedro Mairal es una revista médica. Es un escrito bellísimo que se titula “No estoy acá”, en el que relata un día en una casa de campo con su esposa y su hija de tres años.
Di con él en una cita al oftalmólogo y, antes de entrar a consulta, lo leí y releí varias veces deleitándome con apartes precisos y preciosos. No sé por qué ese día no me llevé esa revista, que ya tenía las puntas de las hojas dobladas y estaba medio descuadernada, a mi casa. Lo que si hice fue llegar a buscar el artículo en internet, lo encontré y se lo envié a unos amigos.
Unos meses después traté de buscar de nuevo ese antídoto de palabras, pero no pude dar con la página y tampoco pude encontrar el E-mail que había enviado.
Una conversación que tuve con una amiga el viernes, me hizo recordar el texto de Mairal y cuando llegué a casa por la noche, lo volví a buscar y lo encontré en una versión digital de esa edición de la revista. Como no podía copiarlo me tomé el trabajo de transcribirlo antídoto por antídoto, 1211 en total. Lo disfruté igual o más que la primera vez que lo leí, y estoy seguro de que volveré a él en el futuro cuando lo necesite como antídoto.
El título del post se lo debo a la escritora española Marina Perezagua que contó que una abeja la picó mientras leía junto al nacimiento de un río, pero que terminó de leer la página no porque no le doliera, sino porque le gusta sentir que la palabra es antídoto.
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